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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (11 page)

BOOK: El sudario
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Sorprendida por aquel gesto extrañamente íntimo, Hannah se retiró tan pronto como le fue posible. Como una niña que sorprende a sus padres manteniendo relaciones sexuales en el dormitorio, tenía la sensación de haber visto algo que no debía.

Se detuvo frente a Nuestra Señora de la Luz Divina y la miró por unos momentos. El suelo en torno a la base de la imagen de la Santa Madre estaba cubierta de pétalos rojos y blancos que habían caído de los rosales. Pasaba frente a la iglesia casi a diario, y esta vez entró.

No estaba segura de qué la había incitado a hacerlo. Tal vez fuera le clima a agradable, que hacía que todo el pueblo pareciera más atrevido de lo habitual. O quizá se tratara de la vida nueva que sentía agitarse en su interior y que parecía empujarla a comunicarse más con los seres humanos. Aliviada al ver que la iglesia estaba vacía, se sentó en el último banco y puso los libros de la biblioteca a su lado.

El sol, reflejado en las vidrieras, se fragmentaba en haces de color que cubrían el suelo igual que los pétalos de rosa cubrían la tierra fuera. Hileras de velas votivas emitían su parpadeante brillo rojo, como luciérnagas al anochecer, cerca de loe confesionarios. Nuestra Señora de la Luz Divina, pensó, era un nombre adecuado. Tenía intención de quedarse sólo un momento, pero la quietud y los colores suaves despertaron sus recuerdos, La iglesia había sido para cha, en su día, un lugar de misterioso sosiego.

El interior de Nuestra Señora de la Luz Divina no se parecía nada al de San Antonio, en Duxbury, pero en su imaginación se encontraba allí. Otra vez era una niña caminando hacia casa con su madre, desde la biblioteca, cogidas de la mano, hasta que llegaban a la iglesia de piedra. Nunca dejaban de hacer una breve visita, aunque sólo fuera para encender una vela o elevar una oración por los menos afortunados. A veces su madre conversaba con el sacerdote o desaparecía en el confesionario. Después de un rato breve, estaban nuevamente en la calle, seguras de que Dios cuidaba de ellas y las protegía.

«Dios actúa de modo misterioso», decía su madre cada vez que algo triste o alegre, o simplemente inesperado, les sucedía. Hannah también lo creía, hasta que llegó aquella Nochebuena, cuando un camión invadió su carril y cambió sus vidas para siempre. El misterio era demasiado abrumador, un sinsentido excesivo, para que cualquiera pudiera explicarlo. En el funeral, en San Antonio, ella se sentó con los Ritter en uno de los bancos laterales, no en la nave central, y escuchó las monótonas palabras del sacerdote a través de los altavoces. Hannah nunca quiso volver a la iglesia, y los Ritter nunca insistieron en que lo hiciera.

Si ahora cerraba los ojos, todo volvía a su mente: el agudo olor a polvo y a incienso que cosquilleaba en su nariz cuando era pequeña; las notas musicales que flotaban desde el fondo de la iglesia y que luego regresaban como ecos, apagadas y aterciopeladas.

Las lágrimas comenzaron a brotar de manera imperceptible, y muy pronto se encontró llorando abiertamente, sin saber por qué. ¿Lloraba por el consuelo que nunca recibió de pequeña, o por el que conscientemente había rechazado como adulta? ¿O, quizá, por la milagrosa oportunidad de empezar de nuevo que había recibido? Hurgó en sus bolsillos en busca de un pañuelo.

En la sacristía, el joven sacerdote escuchó los sollozos y se preguntó si debería ir en busca de monseñor. A los dos años de haber dejado el seminario, éste era su primer destino parroquial. Hasta ahora, sus deberes se habían limitado en buena medida a conducir el grupo de jóvenes y a oficiar las misas tempranas, porque a monseñor le gustaba dormir hasta tarde. No había aconsejado a nadie seriamente y no estaba seguro de saber cómo hacerlo. De momento, la próspera congregación había demostrado que no tenía problemas que contar o que era reticente a revelar sus aflicciones a un novicio.

La mujer llorando en el banco del fondo era una novedad. La había visto una o dos veces desde lejos, y le pareció relativamente despreocupada. Pero ahora parecía en verdad angustiada e incapaz de dominarse.

—No quisiera molestarla —le dijo tras acercarse, dudoso—. ¿Puedo serle útil en algo?

Hannah alzó la vista, sorprendida.

—Lo siento. Ya me iba.

—Por favor, no se vaya —dijo el sacerdote con un entusiasmo levemente impropio de la situación—. La dejo tranquila, si usted lo prefiere. Pensé que querría hablar, o algo así —mientras Hannah se secaba los ojos con el dorso de la mano, observó su rostro. Tenía el cabello de color negro azabache, en contraste con una piel blanca, inmaculada, que hacía juego con las estatuas de mármol de los nichos de la pared. Era una cara irlandesa, frecuente en el área de Boston, con vivos ojos oscuros. Se apretaba nerviosamente las alargadas manos—. Ya nos hemos visto antes. Soy el padre Jimmy.

—¿Jimmy?

El cura se rió, como disculpándose.

—En realidad, James. Pero todos me llaman padre Jimmy. O Jimmy a secas. Todavía no me acostumbro a la parte de padre.

—Me gusta padre Jimmy. Suena simpático —se sonó la nariz y volvió a secarse los ojos.

—¿Vive por aquí? —preguntó el cura, otra vez con demasiado entusiasmo—. Lo que quiero decir es que la he visto caminando por ahí fuera, así que imaginé que vivía en el vecindario.

—Aquí mismo, en la calle Alcott. Me apetecía venir. Me gusta esta iglesia. Es tan luminosa y amplia. No es oscura, como la de mi niñez.

—¿Dónde era eso?

—Duxbury, en South Shore.

Los ojos del clérigo mostraban interés.

—¿Se ha mudado aquí con sus padres?

—No, yo vivo con…, con unos amigos.

El sacerdote dudó antes de preguntar.

—¿Un novio?

—No, sólo amigos. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando tenía doce años. La última vez que fui a una iglesia fue durante su funeral. No había vuelto a ninguna.

—Siento… que haya estado apartada tanto tiempo.

—Pensé que, puesto que Dios me había castigado quitándomelos, yo le castigaría no volviendo nunca a la iglesia —apartó la mirada, avergonzada por su comentario—. Una idea infantil, ¿no cree? Dudo que el Señor se haya dado cuenta de mi represalia.

La respuesta fue veloz y firme.

—Estoy seguro de que se dio cuenta.

—Mi madre solía decir que Dios siempre nos tiene presentes, pero es evidente que no estaba prestando atención la noche del accidente. De niña, no pude entender por qué. Quería que alguien me lo explicara. Tal vez uno nunca sepa el porqué de estas cosas.

—¿Ha rezado pidiendo ser capaz de comprender? ¿Le ha pedido a Dios que la ayude en eso?

—No. Siempre estuve muy enfadada con él.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿en qué estaba pensando cuando entró en la iglesia?

Ella dejó caer la cabeza, como si ya no quisiera confesarse más. Pero siguió hablando.

—En parte sentía pena por mí misma, pena por haber estado alejada todo este tiempo. No lo sé. Tuve toda clase de pensamientos.

—¿Hanna? —la voz familiar resonó en el silencio de la iglesia. Jolene estaba de pie a la entrada, sofocada, respirando con agitación—. ¡Aquí estás! He estado buscándote por todas partes. ¿Te has olvidado de tu cita con el doctor Johanson?

—Lo siento. Debo de haber perdido la noción del tiempo, —agarró los libros de la biblioteca y se dirigió al sacerdote—. Ah, padre Jimmy, le presento a mi amiga Jolene Whitfield.

—Encantada de conocerle, padre. Discúlpeme por interrumpir de este modo, pero tenemos una cita en Boston dentro de una hora y usted sabe cómo está el tráfico.

—Es verdad, lo sé —respondió amablemente—. Ven cuando quieras, Hannah —miró a las dos mujeres, que se dirigían hacia la puerta. La luz del sol las transformaba en siluetas. Sólo cuando Hannah hizo una pausa en la entrada y se dio la vuelta para saludarle notó el grosor de su figura. Se quedó pensativo.

—Pensé que ibas a la biblioteca. ¿Por qué te detuviste en la iglesia.

—No lo sé. Paso al lado muchas veces. Tenía curiosidad por ver cómo era por dentro.

Jolene conducía la camioneta con habilidad. Giró en la rotonda, sobre el puente, en dirección a Storrow Drive, aliviada porque l tráfico estaba menos congestionado de lo que esperaba. A su izquierda, el río Charles brillaba como papel de Aluminio.

—¿No habías entrado nunca?

—Eché un vistazo un domingo por la mañana, a la hora de la misa, pero no me quedé.

—Es bonita, ¿no? No está tan llena de cosas, tan recargada como tantas otras… Parece muy joven para ser sacerdote… Pero es atractivo.

—Eso fue lo que yo pensé.

—¡Seguro que sí! ¿De que hablaron?

—Nada especial. De mis padres. De cuando iba a la iglesia de niña. Le comenté que hacía muchos, muchos años que no entraba a un templo.

—Seguro que eso no le gustó.

—Si no le gustó, no hizo comentario alguno que lo indicara.

Jolene se puso seria.

—No les gusta que los fieles sean demasiado independientes. Por eso hay tantas reglas. ¡Reglas, reglas, reglas! Lo que más les interesa es construir iglesias más y más grandes… ¿Le comentaste algo… sobre…, ya sabes?

—No. No hablamos mucho tiempo. No salió el tema.

—Se está empezando a notar tu embarazo, por eso lo digo, y la gente va a comenzar a hacer preguntas.

—¿Quién va a hacer preguntas?

—La gente. En la biblioteca, en el mercado. Conocidos y desconocidos se te acercarán y te felicitarán. Te preguntarán cuándo nacerá el bebé… Ese tipo de cosas.

—¿Los desconocidos? ¿En serio?

Un poco más adelante, la carretera estaba siendo pavimentada y un operario con una bandera roja indicaba a los conductores que disminuyeran la velocidad. Jolene puso el intermitente y miró por su espejo retrovisor, para ver cuándo podía pasarse al carril izquierdo. Una camioneta le dio paso y ella saludó, agradeciendo la cortesía.

—Entonces, ¿qué es lo que vas a decir?

—La verdad, supongo, ¿qué otra cosa puedo hacer?

Marcharon en silencio durante un minuto, la conversación ahogada por el sonido de los taladros que destruían el pavimento. Jolene parecía ensimismada. Cuando el ruido disminuyó, le dijo:

—La verdad es un poco complicada, ¿no te parece?

—Supongo que sí. No he pensado mucho al respecto.

—Tal vez debieras hacerlo —replicó la mujer. Viendo lo sorprendida que se quedaba Hannah por su respuesta, agregó—: Nosotras debiéramos pensarlo, es lo que quise decir. Nosotras dos. También es asunto mío. Y de Marshall. Porque es de nuestra vida de lo que estarías hablando. Contándole al mundo que soy incapaz de llevar un embarazo a término. Haciéndoles saber a todos que Marshall y yo esperamos demasiado tiempo para fundar una familia.

—Jamás haría algo así.

—¿Cuántos detalles darías? ¿Les explicarías nuestro acuerdo? ¿O dirías cuánto te pagamos? La mayoría de la gente no entiende de estas cosas. Chismorrean y se ríen a tus espaldas. Créeme, en un pueblo como East Acton ¡eso es lo que hacen! Detestaría que nos convirtiéramos en el hazmerreír de la gente.

Sus manos apretaron el volante y los músculos de su cuello se pusieron visiblemente tensos.

—Cuidado —advirtió Hannah—. Estás muy cerca de la orilla.

Jolene llevó bruscamente el vehículo al centro del carril. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos y estaba esforzándose por concentrarse en el camino. Hannah se arrimó y le acarició el hombro.

—Tranquilízate, Jolene. Vas a tener un accidente. No es importante. No tenemos que decirle nada a nadie si no quieres. A mí no me importa.

—¿En serio? ¿No te importaría?

—Nadie tiene por qué saberlo. Lo que quieras hacer me parece bien. Lo que quieras.

Con un suspiro de alivio, Jolene aflojó la presión sobre el volante y parpadeó para deshacerse de las lágrimas.

—Gracias, Hannah. Gracias por ser tan comprensiva.

Al ver que se aproximaba el desvío hacia Beacon Hill, se echó súbitamente al carril derecho, cortándole el paso a otro vehículo, que hizo sonar la bocina con irritación. Finalmente enfilaron, triunfales, la salida de la carretera.

Capítulo XVII

El doctor Johanson siempre le hacía sonreír.

—¿Cómo está hoy nuestra encantadora joven? —le dijo, acariciándose la barbilla. Sus ojos brillaban con una picardía más propia de un gnomo que de un obstetra de Boston.

—¿Qué tal me ve? —replicó Hannah, coqueta.

—Como una rosa. Una hermosa rosa. Una flor exquisita —el doctor tenía ánimo conversador—. La primera vez que la vi me dije: no tendremos ningún problema con esta muchacha. Y es verdad, ¿no? Hasta ahora, ningún problema. Ni habrá problemas en el futuro. No suelo equivocarme en estas cosas.

Jolene asintió vigorosamente, en consonancia con el doctor, y la recepcionista se unió al coro sonriendo afirmativamente. Hannah sospechaba que había escuchado a su jefe hablar de ese modo en más de una oportunidad.

El médico alzó el dedo índice en señal de advertencia.

—Pero no debemos hacer tonterías. Seguiremos con las revisiones, haremos todas las pruebas. Así que ahora, si nos disculpan —hizo una reverencia a la señora Whitfield y acompañó a Hannah al consultorio, cerrando la puerta tras ella para que pudiera ponerse la bata.

El espejo que cubría el reverso de la puerta reflejó su cuerpo desnudo. En casa ya había examinado el creciente abdomen, pero ahora se daba cuenta de lo mucho que se le habían ensanchado las cadera. Sus nalgas eran más grandes y redondas. Sin embargo, no estaba gorda. Los cambios eran más notables en sus pechos siempre había pensado en sí misma como una chica delgada, pero lo que veía en el espejo era una mujer voluptuosa parecía una madre.

Intentaba evitar esa palabra todo lo que podía, incluso en sus pensamientos. Jolene era la madre. Se trataba del óvulo de Jolene y el esperma de Marshall. Ella era la incubadora, como había dicho el doctor Johanson. Pero no parecía una incubadora. La mujer del espejo, rebosante de vida nueva que crecía en su interior, parecía una madre. No había otra palabra.

Se pasó las manos amorosamente por el estómago.

—¿Qué tal ahí dentro? —murmuró.

El golpecito que Johanson dio a la puerta cortó la escena.

—¿Estás lista, Hannah?

—En un segundo —se echó un último vistazo y guardó la sensual imagen en su memoria, antes de colocarse el camisón—. Ya puede el entrar.

El reconocimiento era rutinario. El doctor Johanson la pesaba, le tomaba la tensión arterial, escuchaba su corazón y le sacaba algo de sangre. Después le preguntaba si tenía alguna molestia.

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