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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (25 page)

BOOK: El sudario
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La acidez que sintió en el estómago le hizo pensar que había cargado en exceso el café. O quizá el ardor fuera provocado por la ansiedad… Marcó el número de los Whitfield, rezando para que Hannah respondiera al teléfono. No sabría qué decir si lo hacía otra persona. Pero después de diez tonos nadie contestó al teléfono. Se dio por vencido, sin poder disipar sus temores. Tal vez los Whitfield habían adelantado sus «vacaciones». El término le sonaba ahora con un tono menos festivo que antes.

Más tarde, en la iglesia, mientras escuchaba confesiones —en su mayor parte de mujeres mayores que se arrepentían de los mismos aburridos y viejos pecadillos de siempre—, su mente volvía una y otra vez a Hannah, y también regresaba la acidez a su estómago. Cuando dejó el confesionario la última persona, permaneció sentado y esperó hasta que monseñor Gallagher estuviera libre de ocupaciones.

Era costumbre del padre Jimmy ir al confesionario de monseñor y descargar allí todas sus transgresiones de la semana. La doctrina católica reconoce pecados de pensamiento y obra, y el padre Jimmy casi siempre caía en los de la primera categoría. Con mucha frecuencia, ambos sacerdotes utilizaban su tiempo en el confesionario para discutir la naturaleza del pecado y hablar de sus esfuerzos para combatirlo. Ambos parecían debatir más animadamente si había una rejilla de confesionario por medio. Estaban más cómodos.

Como de costumbre, el padre Jimmy entró al confesionario y echó la cortinilla.

—Bendígame, padre, porque he pecado. Han pasado siete días desde mi última confesión. Éstos son mis pecados… —esta vez no sabía muy bien cómo proceder. Lo que tenía que contar era delicado y requería una cuidadosa elección de las palabras. Pero no le salían. La pausa fue tan prolongada que monseñor se preguntó si el joven sacerdote no habría abandonado de repente el confesionario.

—James, ¿estás ahí? —nunca había sido capaz de llamar «Jimmy» a su joven colega. Era demasiado informal. Ya habían caído suficientes barreras en el mundo moderno y él se aferraba a su creencia de que un sacerdote debía mantenerse a cierta distancia de sus feligreses, ser un guía y un ejemplo para aquellos a quienes servía, no su amigo y su confidente. El era monseñor Gallagher, no monseñor Frank. Nunca sería otra cosa.

—Sí, padre… Creo que yo he…, he cruzado una línea peligrosa en mi afán de servir a una feligresa.

Sin preguntar, monseñor sabía que estaba hablando de la joven Manning y esperaba que lo de haber cruzado una «línea» no fuera un eufemismo que encubriera un encuentro carnal. Había tratado de advertirle que se mantuviera a distancia. James era demasiado inteligente y su futuro demasiado prometedor para que sucumbiera fácilmente a instintos tan bajos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, intentando mantener un tono de voz neutro. Tuvo que soportar otra larga pausa.

—Creo que he permitido que se vuelva demasiado dependiente de mí.

El suspiro de alivio de monseñor fue grande, aunque indetectable.

—Suele suceder, James. Cuando tengas más experiencia aprenderás a mantener la distancia emocional. Pero no hay pecado en ello. No es algo que necesites confesar. A menos, por supuesto, que haya otra cosa añadida.

—Nada más, excepto que en el fondo yo quiero que sea dependiente de mí. Me produce una sensación agradable. Pienso en ella más de lo que debiera.

—¿Piensas de una manera inapropiada?

—Posiblemente.

—¿Conoce la chica esos sentimientos?

—Creo que sí.

—¿Lo has discutido con ella?

—No, padre. Nunca. Pero creo que ella percibe mi… preocupación. Tengo una necesidad tan fuerte de protegerla… Es mi necesidad lo que temo, no la suya.

—Siendo así, puedo proponerte un remedio inmediato. Hasta que analices más plenamente esa «necesidad» tuya y seas capaz de controlarla, lo mejor es que yo me haga cargo de su guía espiritual. ¿Tienes alguna objeción al respecto?

—Es en mí en quien ella ha confiado, monseñor.

—No seas orgulloso, James. Ella puede confiar en otra persona. Si te conduce por un camino errado, debe detenerse. Es la única solución —su firmeza descartaba por completo los términos medios.

—Ya veo.

—Confío en ti. ¿Alguna otra cosa?

—Sólo una pregunta teológica, si me lo permite.

Monseñor se permitió relajarse, feliz de dejar el terreno de las pasiones desatadas y entrar en otro de mayor elevación.

—Adelante.

—Con todos los avances médicos de hoy en día, ¿qué haría la Iglesia si un científico intentara clonar a Jesús?

—¡James! —el obispo no pudo contener la risa—. ¿Estas leyendo otra vez esas novelas de ciencia-ficción? No merece la pena perder mucho tiempo pensando en ese asunto.

—Ya no es ciencia-ficción. Existen los métodos y los conocimientos necesarios. Ya han sido clonadas células humanas. De todos modos, lo que pregunto es qué pasaría en la Iglesia.

—¿Y qué pasaría si se cayera el cielo? ¿Qué pasaría si me creciera otra pierna? Francamente, James: ¿cómo es posible? No puede s clonar algo de la nada. Tienes que comenzar con algo. ¿No tengo razón? ¿Cómo podrían clonar el cuerpo de Nuestro Señor?

—A partir de su sangre.

—¿Su sangre?

—La sangre que dejó en el Sudario de Turín, o en el de Oviedo.

Ahora le tocaba a monseñor Gallagher buscar las palabras adecuadas. ¿Qué clase de sinsentido era ése? Tenía una idea bastante clara sobre su procedencia. Haría bien James en dedicar menos tiempo a internet y más a labores de otra índole. Tendría que poner límites a su uso.

—Las reliquias son objetos en los que depositamos nuestra fe, James. No son… elementos de laboratorio.

—Ya lo sé. Sólo estoy preguntando cuáles serían las consecuencias de tal acto, si llegara a suceder. ¿Cómo lo afrontaríamos? ¿Cómo lo recibiría usted, monseñor?

—Me preguntas cómo me enfrentaría a lo inimaginable —monseñor no ocultó el sarcasmo de su voz. La parroquia tenía demasiados problemas reales para preocuparse por una hipótesis que ni siquiera era digna de Hollywood, lugar que nunca había tenido en gran estima. Era el lado malo de la juventud de James, su afición a las fantasías de la cultura popular—. Si alguien se embarcara en semejante… proyecto, supongo que debería ser detenido.

—¿Detenido? ¿Quiere decir que habría que provocar un aborto?

—No, James, no he dicho eso. Los científicos deberían ser detenidos. Semejante experimento sería condenado antes de que tuviera lugar. ¿Es ésa una respuesta satisfactoria?

—¿Pero qué pasaría si el niño ya estuviera creciendo en el vientre de una mujer? ¿Qué habría que hacer entonces?

La paciencia de monseñor se agotó.

—Creo que ya es suficiente. ¿Qué ocurre? Pareces obsesionado con el tema.

—Lo estoy, porque creo que es posible que ya haya sucedido.

—¿Qué? —monseñor Gallagher se persignó instintivamente—. Tal vez sería mejor terminar esta conversación en la rectoría —bruscamente, se puso de pie y dejó el confesionario.

Si monseñor Gallagher pensaba que continuar la discusión cara a cara, en la cocina de la rectoría, iba a mitigar la pasión de Jimmy, no tardó en desengañarse. Fuera del confesionario, el convencimiento del padre Jimmy era todavía más evidente. Durante casi una hora, describió la situación tal como la percibía; le mostró documentos que había bajado de internet, habló apasionadamente de las fotografías y de las sociedades del Sudario.

La batería de miradas escépticas, fruncimientos de cejas y gruñidos desaprobatorios de monseñor no causó el más mínimo efecto. Finalmente, levantó las manos en señal de rendición.

—Es demasiado fantástico, James. No puedo decir otra cosa. Demasiado fantástico para creerlo.

—Pero debemos averiguar qué hay de cierto.

—¿Qué sugieres? Que yo, como pastor de Nuestra Señora de la Luz Divina y representante de la iglesia católica, vaya hasta la casa, llame a la puerta y diga: «Discúlpeme, ¿es el Niño Jesús el que está creciendo en la panza de esa joven?». Me echarían al instante. Nos convertiríamos en objeto de rechifla general. Los dos. Y con toda la razón. Siempre supe que tenías una mente imaginativa, y lo consideraba una cualidad, hasta ahora. Pero has dejado que tu imaginación se desate. Y no hace falta que diga que espero que se trate sólo de tu imaginación. Lo siento, James, es demasiado absurdo.

Apartó su silla, dando por terminada la discusión.

—¿Por qué le han ocultado tantas cosas los Whitfield? Están obsesionados con las circunstancias en las que fue crucificado Jesús. Tienen archivos sobre el tema.

—¡James! —en boca de monseñor, el nombre sonó como un desafío—. Todas las personas, sean cuales sean sus aficiones e intereses, tienen derecho a tener hijos. Con madres de alquiler o de otro modo. Ya he oído bastante sobre este asunto —respiró hondo antes de seguir—. Habrá un segundo advenimiento, James, pero sucederá de acuerdo con los planes de Dios, y no con los de un científico loco. Pensar de otra manera es poner su omnipotencia en duda. Y ahora me temo que voy a tener que imponerte una disciplina, por tu bien. No has de volver a ver a esa mujer. Bajo ninguna circunstancia. Si necesita ayuda espiritual, yo se la daré. Si necesita asistencia psicológica, yo haré lo posible para que la obtenga. Pero tú ya no tienes nada que ver con ella.

¿Está claro?

—Sí, padre —murmuró.

—Muy bien —monseñor Gallagher dio media vuelta y salió rápidamente de la cocina.

Aturdido, el padre Jimmy escuchó sus pasos subiendo la escalera y luego el ruido de la puerta que se cerraba en el primer piso. No se sentía con fuerzas para moverse.

Capítulo XXXVII

—Tranquila, sígueles el juego. Tranquila, sígueles el juego.

Hannah recitaba estas palabras por lo bajo, como si fuera un rezo.

No tenía nada que ganar dejándose llevar por la ira que sintió al pensar cómo la había explotado esa gente; tampoco la ayudaría el pánico que amenazaba con apoderarse de ella cuando pensaba en el futuro. Era esencial parecer dócil y pensar sólo en el presente. Teri iba a llegar al día siguiente, al mediodía, a buscarla. Su amiga la apartaría de todo esto. Y nunca regresaría. La solución era así de simple.

—Tranquila, sígueles el juego. Tranquila.

La vida en la casa había cambiado. Judith Kowalski se había hecho cargo de todo, incluida la llave de su dormitorio. Subía de vez en cuando, con los ojos siempre atentos a cualquier signo de insubordinación. La personalidad apacible, casi gregaria, que mostró como Letitia Greene había desaparecido. Ahora era una mujer dura y fría. Judith Kowalski era seca, eficiente, sin sentido del humor. Su falda de lana gris y su suéter a juego ahora le daban aire de carcelera. De lujo, pues la ropa era cara, pero carcelera al fin y al cabo…

—¿Te sigo llamando Letitia? —preguntó Hannah cuando la mujer entró en la habitación, a eso de las diez, para llevarse la bandeja del desayuno.

—Como prefieras —dijo secamente, cortando cualquier intento de conversación—. No has comido mucho.

—No tenía hambre.

Judith se encogió de hombros. Bandeja en mano, dejó la habitación y cerró la puerta al salir. Hannah esperó a oír el ruido de la llave. Al no escuchar nada, su primera idea fue que Judith se había olvidado de encerrarla. Después se dio cuenta de que posiblemente la estuvieran poniendo a prueba. Así que se quedó a propósito en su habitación. Se dedicó a un intenso aseo. Estuvo largo rato en la bañera, hasta que se enfrió el agua. Luego pasó un cuarto de hora alisándose el pelo, hasta que le dolió el cuero cabelludo.

Judith Kowalski volvió a las once, sin duda para controlarla, y anunció que el almuerzo sería servido abajo al cabo de una hora.

—Tal vez me lo salte —dejó caer Hannah—. Esta mañana no tengo mucha hambre.

—Como quieras. Habrá un plato esperándote si cambias de idea.

De nuevo se fue con sequedad. Y nuevamente Hannah advirtió que la puerta no quedaba cerrada con llave.

Era verdad que no tenía apetito. Pero sobre todo necesitaba estar a solas para reflexionar sobre los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas y comprender qué significaban para ella y para su hijo. No estaba segura de entender toda la cháchara científica que habían desplegado ante ella. A decir verdad, ni siquiera sabía si deseaba entenderla. El ADN y los embriones, mezclados con las profecías religiosas, la confundían y asustaban. Sólo tenía clara una cosa: si el óvulo había sido alterado antes de ser implantado en su vientre, si había sido genéticamente modificado de alguna manera, entonces Marshall y Jolene no eran los padres. No era su hijo. El bebé le pertenecía a ella más que a nadie. ¿No era ella quien lo hacía crecer, quien lo alimentaba, quien lo protegía?

Se recostó en la cama y se pasó una mano sobre el vientre, imaginándose el contorno de la cabeza del bebé, sus pequeñas manos, la barriguita redonda, que crecía día a día. Y pensó en las piernas, que ya golpeaban con impredecible vitalidad. Como había hecho antes, envió silenciosos mensajes de amor a su hijo, le dijo que le protegería, con su propia vida si fuera necesario.

Durante todo ese tiempo había estado esperando una señal, y ahora se daba cuenta de que la señal estaba dentro de ella. Quienquiera que fuese el padre, ella era su verdadera madre. No importaba la forma en que el niño hubiera llegado a su vientre, ella era responsable de su cuidado. Permaneció totalmente inmóvil, pero cada fibra de su ser parecía responder a la llamada del instinto maternal. Nadie se lo quitaría.

Un ruido inusual en los pisos inferiores hizo que Hannah se acercara a la ventana. Había idas y venidas en el estudio. Vio cómo Jolene sacaba sus cuadros y los amontonaba en la parte trasera del coche. Marshall la seguía con unas cajas. Hannah supuso que contenían las carpetas del archivo. Cerraban el estudio y transportaban su contenido a otra parte.

No habían mencionado las vacaciones desde la noche anterior, así que, presumiblemente, Florida no sería su destino. Con Jolene al volante, el coche cargado se alejó.

Volvió una hora después. La actividad continuó sin pausa toda la tarde.

Judith Kowalski hizo su entrada en la habitación de Hannah al caer la tarde, mientras el pálido sol comenzaba a descender detrás del horizonte. Encendió la luz, pulsando el interruptor instalado junto a la puerta.

—Está oscureciendo. Deberías dar la luz —le dijo—. ¿Vas a cenar con nosotros esta noche?

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