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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (26 page)

BOOK: El sudario
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Hannah se había dicho que debía actuar como si no ocurriera nada extraordinario. Tenía que parecer normal, al menos hasta el día siguiente al mediodía, cuando al fin podría alejarse de aquella gente. Irritarlos o provocar sus sospechas, entretanto, no servía para nada.

—Creo que sí, gracias —dijo, vivaz—. Me encontraba un poco mal esta mañana. Lo siento. Pero he logrado dormir una buena siesta esta tarde y ahora me siento mucho mejor.

—Cenaremos en cuarenta y cinco minutos.

—Déjame que me arregle y bajo —dijo con una sonrisa.

Se puso una blusa limpia, se recogió el pelo en una coleta y se lo ajustó con una goma. Un poco de colorete en las mejillas eliminó la palidez. Mientras bajaba las escaleras, escuchó a Judith dando órdenes. Un plato cayó al suelo en la cocina y se hizo añicos.

—Tranquila, sígueles el juego. Tranquila, sígueles el juego.

Nadie habló gran cosa durante la cena. Apenas unas palabras sobre lo que comían, o alguna petición de tal o cual condimento. Sin las comedias del pasado, no tenían mucho que decir. Habían caído las máscaras, y el sentido de cohesión que solía caracterizar las comidas en otro tiempo quedó en el recuerdo como lo que siempre fue: una ficción.

Jolene iba y venía de la cocina al comedor, pero ahora lo hacía por puro nerviosismo. Marshall había abandonado el aire de autoridad benevolente con el que solía presidir la mesa. A Hannah siempre le había parecido un hombre de cierta elegancia, incluso sofisticado. Ahora le tenía por poco más que un ratón, parapetado tras sus gafas metálicas.

Fue Judith, sentada frente a Hannah, quien provocó una palpable tensión en la mesa. Los Whitfield parecían mirarla constantemente para saber cómo reaccionar, mientras la fría mujer se concentraba, como un halcón, sobre Hannah, su presa. Durante el día había salido de la casa y había regresado con alguna ropa. Luego se instaló en la habitación libre del primer piso.

Judith dejó los cubiertos sobre el plato y se limpió la boca con la servilleta, señal de que se aprestaba a tratar algún asunto importante.

—¿Cómo fue tu encuentro con el doctor Johanson esta mañana, Hannah?

La chica tragó el último bocado de comida.

—Bien. Él fue quien lo dijo todo.

—Ya. ¿Y qué piensas de lo que te dijo?

La sala pareció quedarse sin aire. Jolene se acomodó en su silla, la cual crujió, rompiendo el tenso silencio.

Estaba claro que habían hablado de su encuentro con el médico. Hannah sabía que tenía que elegir sus palabras con cuidado, y que cuantas menos fueran, mejor. Trató de no parecer desconcertada.

—Fue mucha información de golpe.

—¡Por supuesto que lo era, pobrecita! —dijo Jolene, hablando por primera
vez
—. Nosotros nos hemos estado preparando para este momento durante años y años, y de repente, tú…

—Es suficiente, Jolene —cortó Judith. La otra mujer, obediente, agachó la cabeza y dirigió su mirada al plato de comida.

Judith apenas había quitado los ojos de Hannah. Era como si tratara de atravesar el cráneo de la muchacha para legar hasta los confines más íntimos de su mente.

—¿Y tú? ¿Pudiste asimilar esa información, la comprendiste?

—Lo mejor que pude —Hannah vio que la mandíbula de Judith se tensaba y por ello supo que su respuesta era insatisfactoria. Esperaban más. ¿Qué querían que dijera? ¿Qué estaba entusiasmada por el modo en que a habían tratado? ¿Qué la emocionaba su plan? ¿Tenía que parecerle excitante aquella locura? Sólo acertó a decir unas vaguedades—. Espero… tener la fuerza… para cumplir… mi parte adecuadamente.

No fue mucho. Jolene y Marshall miraron a Judith de reojo, intentando descifrar su reacción. Durante largo rato, el rostro de la mujer no indicó nada. Finalmente, su tensa boca pareció relajarse.

—Yo también lo espero —dijo—. Estaríamos todos terriblemente… decepcionados si no lo hicieras.

Hannah fue directamente a su habitación después de la cena, arguyendo que necesitaba dormir bien. El doctor Johanson le recordó esa misma mañana que no había sustituto para el sueño, especialmente en las últimas semanas. Se retiraba, si no había inconveniente. Nadie se opuso.

Se controló hasta que llegó al descansillo del primer piso y estuvo fuera de la vista de los demás. Entonces cedió a la presión bajo la que había estado durante toda la cena. ¿Cómo había sido engañada tan fácilmente, todos esos meses, por Jolene y Marshall? Y por Letitia. Ahora incluso su nombre resultaba falso. ¿Tan desesperada había estado, tan necesitada de afecto?

Apretó los labios para no llorar. El llanto era inútil e infantil. Lo que tenía que hacer ahora era resistir hasta el mediodía siguiente. Menos de veinticuatro horas. Lo conseguiría. Por la mañana tomaría el desayuno en su cuarto, y a eso de las once y media bajaría. No llevaría nada consigo, para evitar sospechas.

Trataría de actuar amistosamente con todos, sobre todo con Judith. Pero en cuanto el coche de Teri apareciera en la entrada, saldría corriendo. Antes de que se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo, Teri se la llevaría lejos. Incluso no le importaba ir a casa de Ruth y Herb…

Se adormeció pensando en su viejo barrio y el Blue Dawn Diner, y no oyó la llave de la cerradura de su puerta.

Capítulo XXXVIII

El eco de los pasos del último feligrés resonó en las naves de Nuestra Señora de la Luz Divina. Después de esperar un tiempo prudencial, el padre Jimmy entreabrió la cortina del confesionario y vio que la iglesia estaba vacía. Miró su reloj y vio que le quedaban quince minutos de su turno. Cualquier otro día habría dado por terminada su jornada, visto que no quedaban almas que aliviar.

Pero se quedó.

Era él quien necesitaba consuelo.

¿Tenía razón monseñor cuando decía que el diablo se vale de los débiles para hacer su trabajo? Nunca se había considerado débil, pero ahora no encontraba fuerzas para entender sus propios sentimientos. Apenas pasaba un momento del día sin que pensara en Hannah y su situación. ¿Estaba poniendo su vocación en peligro al hacerlo? ¿Estaba entrando en la trampa del diablo?

Por otro lado, creyera lo que creyera monseñor, Hannah no era una muchacha neurótica en busca de atención. Sus miedos eran reales. Alguien tenía que ayudarla a salir de la terrible situación en la que se encontraba.

Las palabras de monseñor resonaron en su mente. «Eres un sacerdote, James, no un policía».

Pero de eso se trataba exactamente, de ser sacerdote, lo que siempre deseó. Pero un buen sacerdote, no uno más. Un cura compasivo, firme, que no se retirara frente a las dificultades ni se acobardara ante un desafío.

Tal vez el problema fuese que últimamente pensaba demasiado y no rezaba lo suficiente. Estaba confiando demasiado en la razón para resolver su conflicto interior, en vez de recurrir al único que podía ayudarlo verdaderamente: Dios. No había problema que el Señor no pudiese solucionar. El padre Jimmy tenía que confiar en su sabiduría para seguir adelante.

Gracias a ese pensamiento, su corazón empezó a calmarse, y se sintió invadido por la paz. Se sentó, cerró los ojos y respiró con calma, intentando, sencillamente, experimentar la presencia de Dios. Monseñor Gallagher tenía razón al recordarle cuál era su verdadera misión.

Corrió la cortina una vez más y miró por la ventana para asegurarse de que no hubiera feligreses de última hora. Entonces, preparándose para salir, hizo girar el picaporte del confesionario. La puerta estaba atrancada. Lo intentó nuevamente, pero sin éxito, igual que la primera vez. Inexplicablemente, se resistía a abrirse. En la tenue luz, se agachó para inspeccionar el picaporte.

Según lo hacía, se oyó un ruido repentino. Era algo que nunca había escuchado antes en la iglesia, un ruido metálico, acompañado del sonido de monedas agitándose. Se incorporó tan rápidamente que se golpeó la cabeza con la repisa del confesionario. ¿Qué era ese ruido? Entonces escuchó otra cosa que le hizo contener la respiración: los pasos de alguien que se alejaba a la carrera.

—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien ahí? El portón de la iglesia se cerró estruendosamente. —¿Quién va, qué quiere?

Después percibió el olor, que cosquilleaba en su nariz. No le pareció desagradable hasta que se dio cuenta de lo que era. Las volutas de humo trepaban por el suelo del confesionario. A través de la rejilla pudo ver brillos amarillentos. Con horror, se dio cuenta de que las pesadas cortinas situadas a cada lado del confesionario estaban ardiendo. En pocos momentos las llamas llegarían hasta la misma estructura de madera.

El padre Jimmy sacudió el picaporte con desesperación, dándose cuenta ahora de que la puerta había sido atrancada adrede y que estaba atrapado en un cubículo apenas más grande que él mismo. Intentó abrir la puerta con el peso de su cuerpo, pero el espacio era demasiado reducido para que pudiera conseguir suficiente impulso. El sólido confesionario había sido construido para resistir asaltos más fuertes que el suyo.

La ventanilla era su única vía.

Recostándose en el banco, alzó los pies y golpeó con ellos el entramado, hasta que la madera comenzó a astillarse. Cuando el agujero fue lo suficientemente grande, salió por él, desgarrando su casulla y haciéndose un profundo corte en el brazo izquierdo. A cada lado, las llamas ardían furiosas.

Cayó al suelo y se alejó del confesionario a gatas, justo en el momento en que el fuego mordía ya la madera. Fue entonces cuando descubrió la causa del incendio. Una mesa de velas votivas se había caído, volcando muchas de ellas en la base de las cortinas del confesionario.

¿Había caído la mesa o alguien la había empujado? Recordó los pasos apresurados, el portazo.

Casi como un autómata, corrió hacia la parte frontal de la iglesia y se lanzó contra las puertas, que también estaban cerradas. Quitó los cerrojos y las abrió de par en par.

Fuera, bajo el techo del atrio, con expresión sorprendida, estaba monseñor.

—¡Por todos los cielos, James! ¿Qué te ha pasado?

—¿Quién atrancó estas puertas?

Sin responder, el padre Jimmy hizo sonar la alarma de incendios. El ruido fue ensordecedor.

Capítulo XXXIX

Cuando volvió a mirar el reloj en la mesilla, Hannah se sorprendió al ver que eran ya las ocho y media. No recordaba haberse levantado durante la noche, y eso era inusual a esas alturas de su embarazo. Se preguntó si le habían dado algo con la cena.

No se sentía mareada, pero sí pesada. Le extrañaría que hicieran algo que pusiera en peligro la salud del bebé. No, mientras siguiera gestando estaría a salvo. Pero después…

Esperó en la cama a que se oyeran los pasos de todas las mañanas, cuando la llevaban el desayuno, pero Jolene se demoraba más de lo habitual. Cuando sus ojos se habituaron a la claridad, se sentó, miró a su alrededor y se llevó una sorpresa. La bandeja del desayuno ya estaba sobre la cómoda. Alguien la había dejado y se había ido mientras ella dormía. Se acercó y la examinó. Una campana plateada cubría un plato de huevos revueltos y dos tostadas de pan integral. Las tostadas estaban frías. La tetera aún conservaba algo de calor, así que se sirvió una taza y se alegró al ver el vapor saliendo del líquido ambarino.

La bandeja debía de llevar allí unos quince o veinte minutos, lo cual era extraño. Habitualmente, el más mínimo ruido la despertaba. Notó que el té estaba más amargo que de costumbre, por lo que le agregó dos cucharaditas de azúcar. Probó un poco más y luego se detuvo. No quería volverse paranoica, pero el sabor era otro. O habían cambiado de marca o…

Llevó la tetera al baño y vació su contenido en el inodoro. Después rompió las tostadas en pequeños trozos y también los tiró, junto con los huevos.

Daba igual. De todos modos no tenía hambre. Intentó abrir la puerta del dormitorio y no le sorprendió demasiado encontrarla cerrada.

Fue a la ventana, corrió la cortina y miró hacia el jardín. El cielo estaba blanquecino. El bebedero se había congelado y los pinos, llenos de escarcha, parecían frágiles, a punto de partirse. Mientras contemplaba el gélido paisaje, apareció Jolene, procedente de la cocina, y comenzó a esparcir grano para las aves alrededor del bebedero.

Al parecer, seguía dispuesta a transformar el jardín en un santuario de vida natural. Hannah recordó las salidas nocturnas de la mujer durante el otoño y los extraños trances en los que caía. En ellos hablaba de peligro, un peligro que se presentaría «en mi nombre». Jolene había señalado repetidamente hacia la calle Alcott, en dirección al centro de East Acton, como si fuera de allí de donde vendría el peligro. De pronto, Hannah se dio cuenta de que Jolene no temía al pueblo. Era la iglesia. Había señalado hacia Nuestra Señora de la Luz Divina. El padre Jimmy era el peligro, lo que la mujer temía.

Recordó que Jolene había aparecido en la iglesia en diversas oportunidades, aduciendo que estaba buscándola. Siempre en la iglesia, nunca en la biblioteca ni en la heladería. Parecía no gustarle que Hannah conversara con el sacerdote. Hannah deseaba llamar al padre Jimmy, pero eso no sería posible hasta que estuviera a salvo en casa de Teri. Era lo primero que haría una vez que llegara allí.

Jolene acabó de esparcir las semillas y volvió a entrar.

El resto de la mañana transcurrió sin novedad. Hannah vio el coche de Jolene desaparecer por la calle. Más tarde, Judith salió a hacer un recado en su coche, para volver al poco tiempo. Fuera lo que fuera lo que estaba pasando, nadie informaba a Hannah. Tal vez pudiera enterarse de algo antes del almuerzo. A medida que avanzaba la mañana, un nuevo temor comenzó a crecer en su mente: podían dejarla encerrada en su habitación todo el día.

Hacia las once y media, ya no podía quedarse quieta e iba y venía por el cuarto, como una fiera enjaulada. Teri llegaría en media hora y no había señal de vida alguna en el piso inferior. Golpeó en la puerta, hasta que escuchó pasos en la escalera.

Era Judith, vestida con ropas de trabajo, que contrastaban fuertemente con su habitual elegancia. Sin joyas ni maquillaje, sus facciones parecían más toscas.

—¿Sí? —dijo secamente.

—Yo…, yo temía que se hubieran olvidado de mí —bromeó Hannah.

—¿Es todo?

—No vi a nadie esta mañana. Quiero decir, bueno, pensé que tal vez podía ayudar con la comida.

—Jolene todavía no ha empezado a prepararla. Comeremos a la una —Judith se dispuso a cerrar la puerta. Hannah se las ingenió para reclinarse contra el marco, impidiéndolo—. Estoy segura de que le vendrá bien mi ayuda.

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