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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (24 page)

BOOK: El sudario
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Los sudarios fúnebres de Jesús: ¿Es éste el ADN de Dios
?

Cada uno de ellos, se imaginó el padre Jimmy, debía de estar escrito en una prosa soporífera, de las que hacen que el lector caiga dormido antes de llegar a la segunda página.

Estaba preparado para apagar el ordenador e irse a la cama cuando, de repente, varias piezas del rompecabezas encajaron en su mente. Ni siquiera fue consciente de que había sucedido tal cosa. Simplemente sucedió. Fue como un relámpago. Se irguió en la silla. La pantalla del ordenador era borrosa, pero lo que veía en su mente era claro y preciso.

Se repitió a sí mismo que no era posible. El escenario que imaginaba era de locos, demasiado demente para ser cierto. Era tarde. Sin duda, el cansancio le había gastado una broma a su imaginación. O tal vez estaba soñando. Se apartó del escritorio y miró el crucifijo de la pared, esforzándose por volver a la realidad. El único ruido que se escuchaba en la rectoría era el sordo murmullo de su ordenador. A lo lejos también sonaba el leve ronquido de monseñor Gallagher, que dormía en el piso superior. Pero tanta quietud sólo sirvió para incrementar el horror que el padre Jimmy comenzaba a sentir. Las piezas encajaban. El doctor Johanson, el Sudarium, el ADN, las fotos en la carpeta de Jolene Whitfield, Aliados de la Familia, todo tenía para él un sentido terrible.

¡Y Hannah estaba atrapada justo en medio!

Capítulo XXXV

Aún no había amanecido cuando Hannah fue hasta el baño, tambaleándose. Se sentía más mareada que otras veces, pero no quiso encender la luz, temerosa de desvelarse si lo hacía. Orinó en la oscuridad y luego regresó a ciegas a su cama con dosel. Las colchas estaban revueltas y tardó un tiempo en acomodarlas.

Mientras lo hacía, se iba espabilando poco a poco, de modo que cuando terminó de colocar la ropa de cama y las almohadas, y se tapó hasta la barbilla con el cobertor, estaba ya más despierta que dormida.

Se quedó pensando en los cambios que se habían producido en la convivencia del grupo. Su posición en la casa no era la misma. Las palabras «has sido elegida» resonaban en sus oídos. ¿Era posible? ¿Se lo habían dicho, en verdad, la noche anterior? Sí, y recordó que alguien le había dicho también que todo estaba «predeterminado».

Por un momento, pensó que aquellas frases eran partes de un sueño que ahora recordaba adormecida. Como pompas de jabón, se desvanecerían en cuanto se levantara y comenzara el día. En ese mismo instante ya estaban flotando y alejándose, hacia arriba, desapareciendo en medio de una luz celestial.

Lentamente, se dio cuenta de que la luz no era sino el sol matinal, que entraba por la ventana. Volvió a levantarse y a ir al baño, esta vez para lavarse la cara con agua fría. Necesitaba aclararse la mente para poder ordenar en ella los sucesos de la noche anterior. Una buena taza de café y unos minutos de reflexión, antes de que el resto de la casa se levantara, era todo lo que necesitaba.

Las maderas del piso se quejaron suavemente mientras se dirigía a la puerta. Giró el picaporte y se sorprendió al descubrir que no se abría. Estaba atascada. Tiró con más fuerza. Siguió cerrada; tiró entonces con ambas manos. Repitió el esfuerzo una tercera vez, antes de darse cuenta de que la puerta no estaba atascada. La habían encerrado.

Lentamente, la cena de despedida le volvió a la memoria y recordó que la señora Greene la había mirado a los ojos diciéndole que ella era un cáliz, nada menos. El cáliz. Y luego siguió hablando sobre la manera en que había sido conducida a ellos y cómo ellos habían llegado hasta Hannah.

—Eres bendita entre todas las mujeres —afirmó Jolene, con una voz extrañamente aguda. Hannah lo recordaba con claridad. Y cuando preguntó por qué, un velo extasiado había cubierto los ojos de la mujer, quien simplemente respondió—: Es un milagro. ¿No lo ves? ¡Un milagro! —y repitió la palabra una y otra vez.

—No es nuestra misión cuestionar la voluntad de Dios —insistió la señora Greene—. Él nos ha reunido. Él cuidará de nosotros.

Ahora lo recordaba todo. Sus pensamientos habían vuelto a los extraños episodios de medianoche en el jardín, cuando Jolene había repetido palabras similares, arrodillándose en el césped. En aquellos trances parecía transfigurada; pero no por algo oculto en los oscuros pinos del fondo del jardín o por las nubes en la noche, no, por otra cosa: transfigurada por alguien. Y entonces preguntó directamente.

—¿Es con Dios con quien Jolene habla por la noche en el jardín? ¿Habla con Dios?

—No habla con Dios —contestó la aludida, todavía extasiada—. Habla con su madre. También tú serás su madre esta vez —después había comenzado a tambalearse, con los ojos húmedos y brillantes, y su balanceo fue tan pronunciado que Hannah temió que la mujer fuera a caerse. Marshall y la señora Greene se acercaron para sostenerla. Parecían más enteros, pero Hannah no tenía dudas de que la ocasión había sido igualmente significativa para ellos.

Finalmente la habían llevado a su habitación. Cuando llegaron al primer piso, la señora Greene le dijo:

—Es un honor singular que te ha sido dado. Nunca lo olvides, Hannah. Un honor para toda la eternidad —Había eco en la escalera y las palabras tenían por ello algo de sobrenatural.

Nada de lo ocurrido había sido un sueño.

La luz procedente de las celosías aumentaba, lo que significaba que el sol ya había sobrepasado el granero. Hannah se volvió hacia la puerta del dormitorio, se reclinó sobre ella y tembló. ¿Cómo había sucedido todo aquello?

Se sujetó el vientre con las manos, como si quisiera acariciar al bebé en su interior. «Él», habían dicho. Entonces era un varón. ¿Cómo lo sabían? Por la ecografía, naturalmente. Eso, por lo menos, sería verdad, podía creerlo.

Pero lo tremendo era el resto. Toda esa historia sobre Dios y el cáliz y el destino que los había unido para favorecer el nacimiento de este niño. ¿Estaban locos? ¿Creían que ella llevaba en su vientre al hijo de…? El pánico, amargo y frío, la ahogó. Intentó nuevamente abrir la puerta. No pudo. Luego la golpeó hasta que le dolieron las manos. No se escuchaban movimientos, así que aporreó con más fuerza, hasta que finalmente oyó pasos en la escalera.

Se echó hacia atrás y esperó. Se escuchó el ruido de una llave en la cerradura y la puerta se abrió lentamente para dar paso al doctor Johanson. De pie, detrás de él, con una bandeja de desayuno en las manos, estaba Letitia Greene.

—¿Qué tal te sientes esta hermosa mañana? —preguntó Johanson, como si estuvieran en una rutinaria visita al consultorio.

—Bien —murmuró Hannah, retrocediendo hasta tropezar con la cama.

—Bien, bien. Ahora, más que nunca, es importante dormir bien —dejó que la señora Greene pasara y pusiera la bandeja con el desayuno sobre la cómoda.

—Cereales irlandeses —explicó—. Lo ideal para una fría mañana de invierno.

—Gracias, Judith. Puedes dejarnos solos.

A regañadientes, la mujer obedeció al doctor Johanson y comenzó a retirarse. Hizo una pausa en la puerta y, afirmando su autoridad, discutida momentáneamente, le dijo a Hannah:

—No dejes que se enfríe. Los cereales fríos no están buenos, ya sabes.

El doctor Johanson esperó hasta que se hubo retirado.

—Bueno —dijo, restregándose las manos rápidamente, como si se las lavara bajo un grifo imaginario. Me han contado que la de ayer fue una noche diferente— mantenía la misma actitud jovial, las mismas arrugas alrededor de los ojos cuando sonreía. Pero había algo más, algo que Hannah no podía definir con exactitud. Parecía más sólido, más fuerte. El brillo de sus ojos ya no era pícaro, sino más incisivo. Definitivamente, no era el mismo.

Apartó su mirada.

—¿Están todos ustedes confabulados en esta historia?

—Sí, lo estamos. Pero la confabulación también te incluye a ti, Hannah. Tú eres la más importante. —Nunca solicité entrar en este asunto.

—Ninguno de nosotros lo hizo, Hannah. Todos fuimos llamados, cada uno para contribuir a nuestra manera, con nuestras habilidades. La tuya es la contribución más íntima y crucial. Sin duda me entiendes.

—¿Por qué me mintieron? ¿Por qué me mintió la señora Greene?

—¿Mentirte? Te pedimos que gestaras un hijo para los Whitfield, eso es todo. Estuviste de acuerdo. Ahora has descubierto que no es sólo su hijo, sino que es un hijo para todo el mundo. ¿En qué cambia eso las cosas?

Se acercó a ella. Hannah intentó retroceder, pues no deseaba que la tocara.

—¿Por qué yo?

—¿Y por qué María? ¿Por qué Bernadette de Lourdes, una inocente niña de catorce años? ¿Hay alguna razón para que fuera elegida ella y no otra? No tenemos respuesta a esas preguntas. ¿Puedes decirme por qué tú, una camarera de diecinueve años, sin novio, sin familia, se sintió llamada a ser madre? ¿Puedes explicar por qué te atrajo el anuncio del periódico? No puedes. Es importante que cada uno de nosotros acepte su destino y dé gracias por él.

La estaba confundiendo con su charla. Sí, ella había buscado algo que orientara su vida. La idea de tener un bebé la había llenado de alegría, no de miedo. Pero había sido su elección, después de todo, suya y de nadie más. En cuanto al anuncio, ella lo había visto en el periódico de Teri. ¿Significaba eso que también Teri era parte del plan de Dios? No, todo resultaba demasiado ridículo.

—Veo que no me crees —dijo con tristeza el doctor Johanson—. Quizá no me explique bien. ¡El inglés! Resulta agotador a veces. Siéntate, Hannah.

—Prefiero estar de pie.

—Como quieras. Déjame que te lo explique de otro modo. Jesús nos dijo que estaría siempre con nosotros, hasta el fin de los tiempos. Leemos eso en la Biblia, y siempre pensamos que significa que su espíritu nos acompañará y cuidará. Y así es. Pero cuando dijo que estaría siempre con nosotros, lo afirmó en sentido literal, no sólo espiritualmente. Primero deja su imagen grabada en un pedazo de lino, el Sudario de Turín. Nadie puede verlo durante mil 800 años. Cuando el hombre inventa la fotografía, hace una foto y el negativo revela el rostro y el cuerpo de Jesús, que permaneció allí esperando dieciocho siglos. También nos dejó su sangre. En el Sudario de Turín y en el Sudarium de Oviedo. La sangre de sus heridas del costado y la cabeza, de sus manos y sus pies. Y ahora descubrimos que en la sangre, como en toda célula del cuerpo, está el ADN, que contiene toda la información de la persona. El ADN es como un plano. Es un código. Y si podemos extraerlo y ponerlo en un óvulo humano, seremos capaces de duplicar a la persona, hacerla regresar a nosotros. Mucha gente cree que la ciencia nos aleja de Dios. Pero eso no es cierto. La ciencia es parte del plan de Dios. Gracias a ella, Jesús volverá a la Tierra. La ciencia es responsable de su segundo advenimiento. ¿Entiendes ahora?

No entendía. Le dolía la cabeza. Si todo lo que le decía era cierto… Pero no, no podía serlo. Estaba embarazada de un niño, un niño corriente que daba patadas y vueltas en su vientre, como todos los bebés. El doctor podía decirlo que quisiera. Ella sabía lo que tenía en su interior. El médico decía locuras.

Se dio cuenta de que él estaba esperando que diera muestras de haber entendido su explicación. Más que eso, parecía querer que ella mostrara estar satisfecha, incluso halagada, por todo lo que le había dicho. Su respiración era agitada. Consideró que lo mejor era hacerle esperar.

—¿Por qué nos necesita? ¿No puede volver por sí mismo? —acertó a preguntar, esperando que las dudas no lo enojaran.

Pero el médico sonrió, seducido por su ingenuidad.

—Por supuesto que puede. Pero es nuestra misión traerle de regreso. Para mostrarle que estamos dispuestos a aprender otra vez, a seguirle, a postrarnos a sus pies. Él nos ha elegido, pero nosotros debemos elegirle a Él. Debemos demostrar que ésa es también nuestra voluntad. Y Dios nos ha concedido todas las herramientas necesarias. Nos ha regalado la semilla sagrada. Simplemente, la estamos sembrando.

Sus palabras tenían poco sentido para ella, pero Hannah asintió, pensativa, sugiriendo que estaba de acuerdo. ¿Qué otra cosa podía hacer hasta que le fuera posible contactar con el padre Jimmy o con Teri, o con cualquiera que pudiera sacarla de esa casa?

—¿Y lo que nosotros hacemos es bueno? —preguntó.

—¡Es lo más grande que puede pasarle a la humanidad! ¡Volver a tener a Jesús entre nosotros!

Todo mi trabajo, todos mis estudios se han encaminado a esto. Todos buscamos un objetivo. Los Whitfield, Judith Kowalski, incluso tú, mi querida Hannah. Tú también buscas. Y pronto sabrás que tenemos la misión más grande de todas —el doctor respiró profundamente, se tranquilizó y dio por terminada su explicación—. ¿No quieres echarte un poco ahora?

—No.

La mano del hombre asió su antebrazo con tanta firmeza que ella pudo sentir las uñas clavándose en su piel a través del camisón. Resistió la tentación de gritar.

—No obstante, es lo mejor que puedes hacer. Déjame ayudarte.

Se sacudió la mano de su brazo.

—Está bien. Puedo hacerlo sola.

La observó detenidamente mientras se metía en la cama. La chica se dijo que no debía mostrar miedo, pero sus piernas temblaban bajo las sábanas. El peso del bebé —su bebé, no el de ellos— la empujaba contra el blando colchón. La criatura estaba dando patadas otra vez. Ella alzó los ojos al techo.

—Mucho mejor, ¿verdad? —dijo suavemente el médico, una vez que Hannah se quedó quieta.

Con un hilo de voz la chica le preguntó:

—¿Por qué estaba cerrada con llave la puerta?

—Consideramos que tal vez no te has percatado del todo de la importancia de tu misión —le respondió—. Pero lo harás. Lo harás. ¿Ahora quieres tomar tus cereales? No están buenos los cereales fríos. Pero saben muy bien cuando están calientes, ¿no crees?

Hannah notó, no sin inquietud, que volvía a tratarla con sus habituales modales corteses.

Capítulo XXXVI

Al igual que Hannah, el padre Jimmy se había despertado esa mañana preguntándose si la noche anterior estaba en sus cabales. Después de todo, había acabado imaginando un escenario que cualquier persona cuerda habría descartado de antemano. Mientras preparaba el café en la cocina de la rectoría, sus imaginaciones nocturnas seguían pareciéndole descabelladas.

El día se anunciaba cristalino y helado. La alegre luz del sol que entraba por la ventana minimizaba las supuestas conspiraciones que parecían terroríficas, enormes, a medianoche. Sin embargo, tras dos tazas de café y un plato de cereales, se encontró pensando de nuevo en la situación de Hannah. Una cosa estaba clara: hasta que todo se arreglara, ella estaría mejor en cualquier casa que no fuera la de la calle Alcott.

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