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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (10 page)

BOOK: El sudario
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Las torrijas de Jolene, cubiertas con mantequilla y empapadas con auténtica mermelada de Vermont, eran una delicia. Hannah devoró su plato y sin dudarlo pidió otro.

—Eso es lo que quería oír —dijo la anfitriona, mientras sumergía otra rodaja de pan en el bol de la mermelada—. Esto es bueno para ti. Vitaminas, leche, calcio —la mujer dejó caer el pan rebozado en la sartén y éste empezó a freírse ruidosamente—. ¿Quieres un poco más de zumo de naranja? Luz de sol guardada en un vaso, ¿no es eso lo que dicen del zumo?

Hannah observó cómo volteaba hábilmente la torrija con una espátula. Viajera del mundo, jardinera, artista y cocinera. La chica se preguntaba si la curiosidad y la actividad de Jolene tenían límite, La cocina estaba equipada con los electrodomésticos más modernos, pero era acogedora, decorada a la vieja usanza. Hannah estaba contenta por poder sentarse allí, al calor, y tener a alguien que se preocupara por ella, Jugueteó con los dedos de sus pies dentro de las medias y escuchó el freír de la sartén.

—Voilà
. La señorita está servida Jolene puso un plato frente a Hannah. La torrija era de un dorado perfecto. Incluso la mantequilla derretida parecía oro fundido—. Un apetito saludable, el tuyo. Nada me podría hacer más feliz esta mañana. Come, querida, antes de que se enfríe. Después quiero enseñarte mi estudio.

Minutos más tarde, Hannah la siguió fuera de la cocina, bajo la pérgola que iba hasta el granero por detrás de la casa.

—Y ahora, tachán, tachán… aquí está, mi estudio.

Tiempo atrás había sido, probablemente, un taller, pero una remodelación completa borró el rastro de sus orígenes. Se eliminaron muros y columnas, y parte de la vieja pared exterior se había reemplazado por paneles de vidrio que dejaban entrar toda la luz posible.

Pese al desorden reinante, podía verse que el suelo estaba cubierto por baldosas de piedra. Como los estudios de todos los artistas, daba cierta impresión de caos incipiente. Varios de los cuadros de Jolene colgaban de las paredes y un gran lienzo inacabado, de por lo menos un metro por metro y medio, reposaba en un atril en el centro de la estancia. Una mirada bastó a la joven para comprender que estaba fuera de su elemento y que no entendería gran cosa de todo aquello.

Jolene era una pintora abstracta, pero sus «cuadros» parecían otra cosa. Más bien una abigarrada mezcla de telas y pinturas, tiras de cuero y periódicos, pegados unos junto a otros, y en algunos casos cosidos con hilo, o tal vez con cables. La espesa pintura corría y chorreaba como si fuera sangre, y en algunos lugares parecía que la mujer había acuchillado las telas repetidas veces con un instrumento muy afilado. Hannah se preguntó si la palabra «pintura» era la más adecuada para designar aquellos trabajos. Parecía rodearlos un aura de… dolor. Ésa era la única palabra que le venía a la mente.

Buscó algo inteligente que decir, pero no se le ocurrió nada y recurrió a un lugar común.

—No sé mucho de arte moderno.

Jolene notó la expresión confundida de su rostro.

—No es tan complicado. Simplemente déjate llevar, intenta sentirlo.

Hannah intentó seguir su consejo.

—¿Quieren decir algo?

—Quieren decir lo que quieras que digan.

—¿Por ejemplo? —preguntó, deseosa de que le diera alguna pista.

—Me pones en un compromiso, se supone que un artista nunca habla de su trabajo. Es la regla número uno. Pero supongo que no hablo mucho si digo que todos estos cuadros se pueden ver como heridas.

—¿Heridas?

—Sí, heridas. Los lienzos han sido lastimados, asaltados, traumatizados de una u otra forma. Están heridos y sangran. Entonces yo trato de curarlos, por así decirlo. Les coso las heridas y cauterizo las llagas. Como un médico que trata a quien ha sufrido un accidente grave. De ese modo, quien los observa puede ver tanto la herida como la curación. Me gusta considerar mi arte como un modo de curación.

—Ya veo —dijo la chica; pero no lo veía.

—Los lienzos están enfermos. Y yo los curo.

Capítulo XV

El tiempo a finales de mayo era demasiado bueno como para desperdiciarlo, y el desayuno le había dado fuerzas. Decidió pasear. Esa tarde, al pasar junto al granero, vio a Jolene trabajando denodadamente en el estudio.

—¿Nunca te tomas un descanso? —le preguntó.

—¿No te lo he contado? —respondió Jolene—. Voy a tener mi propia exposición. En una famosa galería, en Boston.

—¡Felicidades! Espero poder ir.

—Cuento contigo para que dirijas a mis admiradores.

—Eso está hecho. Tenía intención de darme ahora un buen paseo.

—Disfrútalo. Ten cuidado con el tráfico.

Parece una típica madre, pensó Hannah, que apreciaba las atenciones de la mujer.

La calle Alcotet era tranquila. Sólo el ruido de una máquina cortacésped perturbaba su paz. Las casas eran imponentes, edificadas sobre terrenos que parecían extenderse hasta el infinito. En su viejo barrio, habrían cabido diez inmuebles en el lugar que aquí ocupaba uno.

Pero lo que más contribuía a darle cierto aire atemporal eran los árboles: cedros, alerces y pinos que ya habían visto pasar a varias generaciones.

Cuando llegó a la esquina vio un cartel que identificaba la iglesia católica de ladrillos rojos como Nuestra Señora de la Luz Divina. En el jardín, enfrente, había una gran imagen de la Virgen con los brazos abiertos en señal de bienvenida. En torno al pedestal lucían unos cuantos rosales.

Se detuvo a observar. Un grupo de gente bien vestida salía de la iglesia y se congregaba debajo del pórtico. Hablaban animadamente, y Hannah esperaba ver de un momento a otro a una pareja de novios salir deprisa y desatar una tormenta de arroz. En cambio, apareció un sacerdote vestido con una sotana de ribetes dorados. Le seguía una pareja radiante. La mujer acunaba a un bebé vestido de blanco, el hombre llevaba a su esposa, gentilmente, tomada de la mano. Al ver a la familia, todos lanzaron exclamaciones de alegría y alguien sacó varias fotos con flash.

Hannah se dio cuenta de que se trataba de un bautizo.

Se sintió como una intrusa y quiso seguir su camino, pero por un segundo sus pies parecieron pegados al suelo. El sacerdote miraba hacia ella y le dio la impresión de que le había sonreído antes de volver a concentrar su atención en los padres. Parecía muy joven para ser sacerdote, apenas aparentaba veintitantos años. Llevaba el pelo corto y peinado hacia delante, lo cual acentuaba su juventud. Se sintió aún más incómoda, así que se obligó a dar la espalda a la feliz escena y continuar hacia el pueblo.

Los comercios eran demasiado caros para su gusto y sus posibilidades, así que se limitó a mirar escaparates. Así como Fall River daba la sensación de barrio en decadencia, sin iniciativa, East Acton parecía rezumar optimismo y prosperidad. Cada rincón estaba limpio y cuidado. A tramos regulares había bancos de madera para los transeúntes cansados, y jardineras con pensamientos, iguales a los de la estación de ferrocarril.

Se detuvo un rato ante un comercio llamado Puñaditos de Cielo, dudando si entrar o no. Una parte de sí le decía que no debía. Varios maniquíes de bebés mostraban en el escaparate sus ropas color pastel para el verano. No había precios a la vista, lo que sólo podía significar una cosa: la mercancía estaba fuera de su alcance. Así y todo, pensó, por mirar no perdía nada.

Llamó su atención un par de diminutas zapatilla que había sobre el mostrador. Apenas medían poco más de siete centímetros; tenían brillantes cordones rojos y tiras de color a cada lado. Estaba a punto de tocarlas, cuando una voz alegre le dijo:

—¡Para el futuro deportista! Preciosas, ¿no es verdad?

Hannah retiró la mano.

—Sí.

—¿Busca algo en especial? —continuó la vendedora—. Acabamos de recibir unas preciosas gorritas.

—Simplemente estaba mirando, eso es todo.

—¿Para un niño suyo o para el bebé de otros?

—No, no, para el mío.

—Bueno, si tiene alguna pregunta no dude en hacérmela —pero Hannah ya estaba saliendo de la tienda.

En su camino de regreso, vio que había cesado toda actividad en Nuestra Señora de la Luz Divina. Se tomó su tiempo paseando por la calle Alcotet, tratando de apartar de su mente la imagen del par de pequeñas zapatillas. Cuando llegó al jardín, Jolene estaba descargando cajas de una camioneta.

—Te vi en el pueblo, mirando escaparates —le dijo—. Hace un día perfecto para eso. Iba a acercarme, pero me pareció que estabas muy metida en tu propio mundo y no quise molestarte. ¿Cuenta nuestro pueblo con tu aprobación?

—Es bonito.

—Lo poco que hay de pueblo, ¿no? Nadie se pierde en East Acton —emitiendo un fuerte gruñido, levantó una caja de cartón llena de disolventes y pinturas.

—¿Puedo echarte una mano? —se ofreció Hannah.

—No te molestes. Son sólo unos materiales de pintura que fui a buscar. No quiero que hagas esfuerzos excesivos ni que te hagas daño.

—Por favor, no soy una inválida. Al menos todavía.

—Está bien, si insistes. Coge la caja pequeña. No pesa mucho —de una patada abrió la puerta del estudio, y luego le advirtió—: Ten cuidado.

La caja no pesaba casi nada. La chica hubiera dicho que contenía plumas. Curiosa, Hannah levantó la tapa y echó un vistazo.

Había, sobre todo, material médico: paquetes de gasa esterilizada, guantes quirúrgicos, bastoncillos de algodón, apósitos, vendas. También se veía un trozo grande de tela que parecía muselina y lo que una etiqueta identificaba como «máscaras para el procedimiento auricular».

O Jolene era una mujer increíblemente predispuesta a los accidentes o le gustaba estar preparada para cualquier emergencia, pensó Hannah. Después cayó en la cuenta: eran los materiales para sus cuadros.

Sonrió por su propia inocencia y se preguntó qué eralo que Jolene pensaba «pintar» con otro instrumento que ahora veía: el «aparato de tracción y sostenedor de cabeza».

Capítulo XVI

Los meses después, ya en julio, Jolene se había convertido en la madre adoptiva que Ruth Ritter nunca había sido para la joven. A veces se entrometía demasiado, pero era una buena compañía. Hannah y ella compraban juntas, preparaban las comidas e incluso hacían parte de la limpieza, aunque Jolene siempre diferenciaba trabajo pesado de trabajo liviano y se reservaba el primero para sí.

Hannah volvía a tener una familia.

Marshall cogía todos los días el tren de las ocho de la mañana a Boston, y le esperaban con la cena preparada y servida cuando regresaba a las siete menos cuarto de la tarde. En la sobremesa charlaban y discutían sobre los grandes asuntos del mundo o los pequeños acontecimientos del hogar. Las opiniones de Hannah eran consideradas y respetadas como las demás. Era una diferencia de trato tan enorme con el que había recibido de los Ritter, donde la confrontación o el silencio obstinado eran los únicos modos de comunicación, que Hannah se sentía cada vez más libre de expresar sus opiniones.

Jolene y Marshall eran buenos lectores, lo que ayudó a que la joven volviera a los libros, como cuando era pequeña. Empezó a visitar la biblioteca de East Acton, creada por las mujeres de los fundadores del pueblo en 1832. Salvo durante algunos breves periodos de grandes crisis, había permanecido abierta desde entonces.

Hannah empezaba a pensar mucho en la vida de «después», el futuro indeterminado que esperaba más allá del nacimiento de su…, del bebé de los Whitfield.

El cambio más importante se estaba produciendo en su cuerpo. Nueve kilos más en veinte semanas, más o menos lo previsto. Su vientre comenzaba a hincharse. Se había «destapado», en palabras del doctor Johanson. Su rostro era más redondo, su color más rosado y sus rubios cabellos más brillantes. Para quien toda la vida había tenido pechos pequeños, su nuevo tamaño la avergonzaba hasta tal punto que al principio utilizaba camisetas XL para disimularlos.

—Ésa es la mejor parte del embarazo, preciosa —dijo Teri cuando Hannah admitió su vergüenza en una conversación telefónica—. Si los tienes grandes, presume de ellos, porque no te van a durar para siempre. Las dos veces que estuve embarazada, el apodo que Nick me puso fue Pamela. Ya sabes, por la loca de la serie de televisión, la de los pechos grandes. No me podía quitar sus manos de encima. Era casi una razón en sí misma para tener un bebé.

Teri telefoneaba regularmente y la mantenía al tanto de las últimas noticias del restaurante. Pero Hannah se daba cuenta de que, con el paso de los meses, las historias sobre largos turnos y propinas escasas ya significaban poco para ella. Era bueno, sin embargo, oír la voz de Teri.

—Con Brian me salieron manchas. ¡Tetona y con manchas! ¡Qué mezcla! Aunque eso no detuvo a Nick. Estoy segura de que estás preciosa. Me encantaría verte un día de éstos.

—A mí también me gustaría, Teri.

—Entonces ven con tu coche. O, silo prefieres, voy yo.

Llamar a Ruth y Herb era menos satisfactorio. Sus respuestas monosilábicas confirmaban la total falta de interés de los tíos por su vida. Parecía inconcebible que hubiera pasado siete años conviviendo con ellos. En cuanto colgaba el teléfono, Fall River desaparecía de su memoria como el humo. Olvidaba de inmediato sus calles grises e invernales, tan distintas de las verdes y bañadas por el sol de East Acton. El mundo era muy diferente aquí, tan lleno de esperanzas y posibilidades. Le encantaban sus caminatas diarias. El visto bueno que les daba el doctor Johanson aumentaba su placer.

Aquella mañana de miércoles se sentía especialmente bien. Los libros de la biblioteca, apilados sobre su mesa, le daban un buen pretexto para salir. Se puso una de las viejas camisas de Marshall que Jolene le había dado. Una mirada al espejo confirmó que la prenda ocultaba suficientemente su embarazo, y se apresuró a bajar las escaleras. Jolene estaba en su estudio «traumatizando» una pieza de metal con un par de pinzas.

La joven se paró a observarla. El metal parecía ser originalmente una bandeja de horno, y Jolene estaba cortando un pedazo en forma de «y». El metal se resistía a las pinzas y la mujer gruñía por el esfuerzo. Hannah iba a hacer un comentario alentador, pero se contuvo. No quería distraer a Jolene. Su arte era, obviamente, una tarea intensamente personal.

El metal se dio al fin por vencido y la pieza cayó al suelo. Los hombros de Jolene se relajaron y acarició con los dedos el metal cortado, murmurando algo en voz baja mientras lo hacía. Luego llevó la maltratada pieza a sus labios, cerró los ojos y la besó.

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