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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (5 page)

BOOK: El sudario
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—Cuéntame, ¿qué has estado haciendo?

—Nada, unas simples gestiones.

Teri terminó con el último de los azucareros y luego dijo:

—Llamé a tu casa hace diez minutos, para recordarte que hoy te toca la noche. Tu tía dijo que habías salido todo el día. Dime la verdad, ¿qué está pasando?

—Nada. No está pasando nada. Fui a Boston de compras, nada más.

Las cejas de la camarera se alzaron.

—De compras a Boston, ¿eh? Creía que eran sólo unas gestiones. Eres una terrible mentirosa, Hannah Manning. Vamos, a mí puedes contarme lo que sea.

—No hay nada que contar, créeme.

—Está bien, está bien. Como quieras. Sólo dos preguntas más.

—¿Qué preguntas?

—¿Lo conozco? ¿Está casado? —Teri dejó escapar una carcajada tan fuerte que Bobby asomó la cabeza por la puerta de la cocina, para ver a qué se debía semejante alboroto. El delantal limpio que se había puesto para el turno de la noche sólo conseguía resaltar la pegajosa suciedad de su camiseta.

—Ah. Ya estás aquí —gruñó a Hannah—. Ya era hora. Empezaba a temer que tendría que pasar toda la noche a solas con ésta.

—No sabrías qué hacer si tuvieras que pasar toda la noche a solas conmigo, cariño.

—Para empezar, lavarte con una manguera, y luego ponerte una bolsa en la cabeza.

—Puede ser. No tendrías más remedio que matarme; de lo contrario me moriría solita, de risa.

Desde bien pronto empezaban los dos con sus disputas, pensó Hannah para sí mientras se dirigía a ponerse el uniforme junto al vestidor oxidado que había en un rincón. Detrás de las cajas con latas de chícharos y puré de manzana se quitó el vestido y se preguntó si Teri creía verdaderamente que estaba viéndose con un hombre. Si lo pensaba era porque su imaginación siempre seguía ese curso. Para ella, detrás de cada puerta, debajo de cada cama, en el centro de toda ensoñación secreta, acechaba un apuesto galán con pantalones vaqueros bien ajustados.

Hannah se ató el delantal por la espalda y cuando volvió al salón se alegró de ver que había más clientes. A veces pasaba. Nadie durante horas y de repente el lugar se llenaba hasta los topes. Eso quería decir que Teri no tendría tiempo en toda la tarde de perseguirla y acosarla con preguntas sobre sus actividades. Era inofensiva y muy buena persona, pero a veces no sabía cómo parar, resultaba pesada. Algo parecido a sus peleas con Bobby.

A los pocos minutos Hannah ya estaba absorta en el trabajo, predecible y ahora extrañamente reconfortante. Dos raciones de carne con mucha salsa, para los camioneros de la mesa lateral. Pollo frito —«pechugas, no muslos, por favor»— para el señor y la señora Kingsley, la anciana pareja de jubilados que siempre pedía pollo frito y que nunca dejaba de darle las mismas indicaciones. Los clientes pedían en voz alta una taza de café, más bebidas o la cuenta. Hannah agradecía el trabajo, porque hacía que el tiempo transcurriera más rápido.

Teri se cruzó con ella, cargada con una bandeja de hamburguesas dobles y aros de cebolla.

—No sé tú —alcanzó a murmurar—, pero mis piececillos piden a gritos una semana de vacaciones en la playa, en Lauderdale. Tal vez podamos ir los tres: tú, yo y tu hombre misterioso.

Hasta eso de las nueve no volvió a hacerse la calma en el local. La siguiente oleada de parroquianos llegaría en unos cuarenta y cinco minutos, cuando terminaran las películas en el Cineplex. Hannah escuchó su nombre y miró alrededor para ver quién la llamaba. No era ningún cliente. Bobby estaba junto a la caja registradora, sacudiendo el auricular del teléfono.

—Para ti —gritó, señalándola.

Hannah se limpió las manos en el delantal y cogió el auricular.

—¿Hablo con Hannah Manning?

—Sí.

—Soy la señora Greene, de Aliados de la Familia ¿Es mal momento para hablar?

—No, las cosas se han calmado un poco. Podemos hablar.

—Bueno. La verdad es que quería decirte que he quedado encantada contigo.

—También para mí ha sido agradable conocerla, señora Greene.

—Escucha, quiero que sepas que pienso que eres una muchacha muy especial. El tipo de mujer a quien recibimos con los brazos abiertos en nuestro grupo.

Hannah se sintió muy aliviada.

—Me alegra mucho lo que dice. No tenía intención de hablar tanto sobre mis padres. No sé por qué lo he hecho.

—Has hecho muy bien —la interrumpió la señora Greene—. Nos estábamos conociendo, ¿recuerdas? Sea como sea, déjame ir al grano. En cuanto te has ido, me he quedado sentada un rato, sola, pensando y examinando los documentos de las parejas con las que he estado trabajando. Me baso mucho en la intuición, ¿sabes?, y algo me dijo que había una que podía ser perfecta.

Hannah tragó saliva y se preguntó si escuchaba bien. Apenas habían pasado cuatro horas desde que había regresado de Boston. Una parte de ella, la que siempre se fijaba en las amas de casa deprimidas del supermercado, la que pasaba con su coche por la puerta de sus casas tristes, pensaba que aquellas noticias eran demasiado buenas para ser ciertas. No se solucionaría nada, porque nunca sucedía nada bueno en Fall River. Pero he aquí que la señora Greene la estaba llamando para decirle que tenía una pareja en mente. No una pareja cualquiera, sino la pareja perfecta.

—¿Estás ahí, Hannah?

—Sí, señora —respondió, saliendo de sus meditaciones. Se dio cuenta de que Teri limpiaba una mesa cercana que ya estaba limpia, con el evidente propósito de escuchar la conversación.

—¿Te resulta difícil hablar ahí? —adivinó la señora Greene.

—Un poquito.

—Entonces seré lo más breve posible. Quiero que conozcas a esta pareja, Hannah. Te puedo contar cosas de ellos más adelante. Por ahora, déjame decirte que han sido muy quisquillosos respecto a la madre sustituta que andan buscando. Pero son gente buena y sincera, que se toman esta relación muy en serio. Y no puedo pasar por alto mi intuición… Bueno, ¿te interesaría conocerlos?

—¿Y qué hay de las otras cosas que hablamos?

—¿Qué otras cosas?

—Mmm… —miró hacia Teri, que ahora se había decidido a limpiar los asientos de plástico rojo, también relucientes, la muy chismosa—. Los otros… pasos.

—Ah, las pruebas médicas y todo eso.

—Sí.

—Habrá que hacerlos, claro. A menos que hayas cambiado de idea por algún motivo.

—No, no he cambiado de idea.

—¡Bien! No esperaba menos, porque acabo de hablar con ellos. Para resumir lo que ha sido una larga conversación, déjame decirte que arden en deseos de conocerte. «Cuanto antes, mejor», han dicho. ¿Qué tal te viene mañana?

—Mañana trabajo a la hora de la comida.

—Después del trabajo, entonces. Dime la hora.

—Es que tengo doble turno.

—¿Perdón?

—Dos turnos. Comida y cena. Llego a las once y no terminaré hasta pasada la medianoche.

—Ya veo. Bueno, ¡al menos sabemos que eres resistente! —Letitia Greene rió con ganas—. ¿Por qué no me dices cuándo es un buen día para ti?

—El viernes es posible.

—Entonces, ¿a las dos de la tarde?

—A las dos de la tarde, el viernes. Muy bien.

—Perfecto. Nos encontraremos aquí en la oficina, en la calle Revere. Esta vez no te perderás, ¿no?

—No, recuerdo el camino.

No había terminado de colgar el auricular cuando ya sintió a Teri plantada detrás de ella. Se dio la vuelta y vio a la camarera moviendo, socarrona, la cabeza.

—¿Así que no pudo esperar ni siquiera veinticuatro horas para volver a verte?

Hannah estuvo a punto de corregirla, pero luego lo pensó mejor. La única forma de mantener a Teri tranquila era decirle lo que quería escuchar. Además, si las cosas funcionaban bien con Aliados de la Familia, iba a tener que habituarse a decir algunas mentiras aquí y allá.

—Tienes razón —le respondió, apartando la vista—. Me dijo que no puede pasar un día sin mí.

—Bien hecho, muñeca —la animó Teri—. Ya era hora.

Capítulo VIII

Para Hannah el tiempo pasó muy despacio, el viernes tardó mucho en llegar. Las horas parecían arrastrarse. Hizo su trabajo en el Blue Dawn Diner como si estuviera en trance. Teri, a la vista de su vasta experiencia personal, adjudicó la preocupación de Hannah al incipiente amorío que imaginaba y le daba constantes consejos sobre los hombres. Una y otra vez aleccionaba a su amiga para que fuera capaz de mantenerlos interesados sin «entregarse». Hannah le seguía la corriente.

El viernes por la mañana lo dedicó a elegir la ropa que se pondría. Al final se decidió por una falda de lana, una blusa blanca y una chaqueta de punto de color tostado. Un frente polar había invadido la región durante la noche. Le habrían venido mejor unos pantalones y un suéter gordo, sobre todo porque la calefacción del coche estaba medio estropeada. Pero la falda y la chaqueta eran más adecuadas.

Se puso un poco de colorete en las mejillas y se oscureció ligeramente las pestañas. A eso de las doce y cuarto consideró al fin satisfactorios los resultados que veía en el espejo del tocador. Aún tenía una hora para llegar a Boston. Le sobraban, pues, cuarenta y cinco minutos, por si había atascos o era difícil estacionarse.

Por el camino, Hannah trató de concentrarse en las preguntas que quería hacerle a la señora Greene. ¿Cuánto tiempo llevaría el procedimiento in vitro? ¿Era doloroso? ¿Se hacía en una sesión o en varias? ¿Qué documentos legales había que firmar? Seguramente, un montón. ¿Y cuándo comenzarían los pagos mensuales que recibiría a cambio de su sacrificio?

Aunque pareciera mentira, no tenía temores respecto al embarazo. Confiaba ciegamente en la buena respuesta de su cuerpo. De todos modos, habría médicos controlando el proceso, esforzándose por que todo saliera bien. Sólo una cuestión la desazonaba. No tenía demasiada experiencia en asuntos sexuales. Mientras su automóvil circulaba entre el intenso tráfico, se preguntaba si esa ignorancia sería importante.

¿Qué sucedería si en Aliados de la Familia querían a una mujer más… experimentada? Tuvo un momento de pánico. Tal vez la señora Greene lo consideraría un peligro demasiado grande si supiera la verdad.

Poco a poco aumentó su miedo, de modo que al llegar ante la puerta se sintió poco menos que paralizada. Por un instante, observó la placa de bronce en la que estaban inscritas las iniciales ADF con un tipo de letra muy floreado. Incapaz de entrar, miró a su alrededor y respiró hondo, intentando armarse de valor. Había otra puerta, que daba acceso a un despacho de abogados. Era de vidrio, de estilo antiguo, reforzado con alambre para evitar roturas o asaltos. «Gene P. Rosenblatt, abogado», anunciaban las letras negras, grabadas con plantilla sobre el vidrio; pero la pintura estaba tan descascarillada que uno dudaba que el abogado estuviera vivo o por lo menos que siguiera ejerciendo.

Se volvió hacia la placa de Aliados de la Familia, suspiró y abrió la puerta.

Letitia Greene estaba sentada en su escritorio, revisando varias carpetas de colores.

—Estoy ultimando unos detalles —k dijo, con una sonrisa amable—. Déjame archivar estos papeles. Estaba a punto de hacerme un té. ¿Te apetece una taza? Debes de estar helada, con el frío que hace —se puso de pie y desapareció por una puerta que había en un rincón y parecía dar a otro cuarto. Hannah no recordaba haberla visto en su visita anterior.

La joven se quitó el abrigo y lo colgó en un perchero de metal, cerca de la entrada. Luego se miró en el espejo. Su pelo estaba un poco alborotado por el viento, pero la ropa le pareció adecuada. Le daba aspecto de estudiante universitaria.

—Aquí estamos —la señora Greene entró de espaldas por la puerta, con una taza de té en cada mano. Hannah se sentó frente al escritorio de palo de rosa, cogió la taza que le ofrecía y la posó delicadamente sobre su regazo—. Les dije a los Whitfield que vinieran a las dos y media. Pensé que eso nos daría un poco de tiempo para charlar y repasar algunas cosas antes de que los conozcas.

Hannah comenzó a llevarse la taza a los labios, pero notó cierto temblor y, temerosa de derramar el contenido, volvió a dejarla en su regazo.

—Me parece que estoy un poquito nerviosa.

—No hay razón para ello. Los Whitfield son una pareja muy agradable. Llevan casados veinte años. Probaron todos los procedimientos conocidos por la ciencia y, en fin, nada. Lamentablemente ella ha tenido fibromas —la expresión sorprendida de Hannah dio pie a una explicación—. Ya sabes, tumores completamente benignos, pero la primera vez que se los quitaron sufrió daños en la pared del útero. Desde entonces, se le interrumpen los embarazos a las cinco o seis semanas, pobrecita. No suelo dar tantos detalles, pero en el caso de la señora Whitfield conviene hacerlo, porque ella es reacia a contar su desgracia. Tú eres su última esperanza —Letitia Greene sopló sobre su té para enfriarlo y luego dio un sorbo con evidente placer—. Creo que te gustarán. Su situación es algo delicada, y por eso quería hablar contigo de antemano. Lo que hay que tener en cuenta, como madre sustituta potencial, es que estás brindando un gran servicio a quienes lo necesitan. No sé si antes has contactado con otras organizaciones…

—Sólo con ustedes.

—Bueno, las hay de muchos tipos. Algunas enfocan la sustitución como un contrato, una especie de alquiler. Así de simple. Estás para suministrar un bebé y eso es todo. No hay ningún contacto con la familia. Otras organizaciones se preocupan más por las necesidades emocionales y psicológicas de la madre sustituta. Es complicado lograr el equilibrio justo. Eso es lo que intento, encontrar el equilibrio. Creo que el contacto con la familia es necesario, para que también los padres puedan disfrutar de los placeres del embarazo. Por supuesto, existe el peligro de que tú, madre sustituta, te encariñes con la familia. Podrías esperar que continuara la relación después del parto, cuando en realidad eso no es posible. Cada cual debe seguir adelante con su vida. Por separado. ¿Entiendes lo que digo?

—Por supuesto.

—Es fácil decir eso ahora, Hannah, porque no has pasado meses y meses llevando en tu vientre el hijo de otros.

—¿Teme que me quiera quedar con el bebé?

—No me refiero a ti, hablo en general. Ha habido casos. Por fortuna, ninguno en nuestra agencia.

—Esa situación sería horrible.

La señora Greene suspiró, subrayando su acuerdo con Hannah.

—Sí, lo sería. Horrible y cruel. Especialmente en el caso de los Whitfield —Hannah enarcó las cejas y esperó a que la señora Greene se explayara—. Ellos están pensando en una fertilización in vitro y un transplante de embrión. Se usarían óvulos de la señora Whitfield, pues ella todavía ovula, y serían fecundados con el esperma de su marido en el laboratorio. Los embriones resultantes te serían implantados. Por tanto, ya ves que el niño no estaría vinculado a ti. Sería de los Whitfield desde el comienzo. Tú serías sólo la incubadora. ¿Entiendes?

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