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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (4 page)

BOOK: El sudario
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Sin embargo, en cuanto entró cambió de opinión. La oficina era luminosa y atractiva, más parecida a un salón que a un despacho. El piso estaba cubierto por una elegante alfombra beis. Dos sofás floreados, separados por una bonita y pequeña mesa, daban calor a la estancia. En una hermosa estantería se veían delicados objetos artísticos. Un bello centro de flores, situado sobre un pedestal, remataba el agradable conjunto. El escritorio de madera de la señora Greene y la silla dorada situada frente a él, en la cual se encontraba sentada Hannah, parecían ser los únicos muebles funcionales, y, con todo, no podían catalogarse como muebles de oficina.

—Denominé a nuestro grupo «Aliados de la Familia» porque así es como lo veo, como un grupo de amistad y apoyo —dijo Letitia Greene—. La gente se acerca y comparte sus respectivas esperanzas y sus cualidades para aliarse en la creación de una nueva vida. Lo que hay que comprender, señorita Manning, es que nuestras madres sustitutas dan vida en varios sentidos. El más evidente, por supuesto, es el bebé. Pero también estarán renovando la vida de un hombre y una mujer, quienes con frecuencia se sienten frustrados e incompletos. También les están dando un futuro. Ustedes se convierten en sus salvadoras.

Escuchando a Letitia Greene, Hannah se sintió desbordada por las emociones. La pasión con que aquella mujer hablaba de su labor hacía que pareciese una persona profundamente viva. Pensó en su tía y en su tío, aislados uno del otro, y en las inútiles peleas que ocupaban sus días.

Y recordó a los grises clientes del restaurante, yendo de la comida a su trabajo y de su trabajo a la comida, un día tras otro. Incluso Teri, siempre alegre y bien dispuesta, estaba tan atrapada por el trabajo que su único alivio parecía ser el intercambio de insultos con Bobby. Todos llevaban unas vidas pequeñas, limitadas.

Entonces Hannah revisó también la suya, que le pareció la más pequeña y limitada de todas. No se parecía nada a la de aquella mujer llena de idealismo y entusiasmo.

—Perdone que hable tanto, pero, como puede ver, amo lo que hago —Letitia Greene rió al disculparse. Se puso las gafas y revisó el formulario que había rellenado Hannah—. Supongo que tendríamos que ponernos a trabajar. Usted no tiene toda la tarde para escucharme. Como le dije, cada situación es diferente y cada madre sustituta es especial. Intentamos alcanzar un acuerdo que sea bueno para usted. Buscaremos la más adecuada de las familias y concretaremos cuánto contacto quiere tener con ella. ¿Quiere que estén presentes durante el nacimiento? ¿Le gustaría que le enviaran fotos del niño a medida que crece? Ese tipo de cosas hay que hablarlas y acordarlas. Es lo mejor para todos. La remuneración… Bueno, estoy segura de que le parecerá generosa —Letitia Greene repasó la solicitud con un rápido vistazo—. Parece haber respondido a todas nuestras preguntas satisfactoriamente —dijo, dando su aprobación—. Y queremos darle todas las oportunidades para que pregunte lo que haga falta, ahora o más adelante. Por supuesto, es consciente de que habrá que hacer algunas pruebas médicas. Nada preocupante. Es sólo para confirmar que está tan sana como parece.

—Sí, por supuesto. Lo que haga falta.

—Ya que está aquí en la oficina, me gustaría hacerle una serie de preguntas personales, si es posible. Puede parecer un asalto a la intimidad, pero estamos hablando de un compromiso muy personal e íntimo. Es importante que todos nos conozcamos tanto como sea posible. Espero que lo comprenda. ¿Puedo tutearte?

—Claro. Por favor. Pregúntame lo que quieras.

Letitia Greene se acomodó en la silla, con el colgante de plata reposando sobre su esternón.

—En el formulario dice que eres soltera.

—Sí.

—¿Qué piensa tu novio de todo esto?

—No tengo novio.

—¿Cuándo tuviste la última relación?

Hannah se ruborizó.

—Yo, nunca… Salgo de vez en cuando con amigos…, lo que quiero decir…, nunca estuve con nadie tan seriamente como para decir que he tenido una relación, supongo.

—Ya entiendo. ¿Eres lesbiana?

—¿Qué? Oh, no. Me gustan los chicos. Es que no he encontrado a ninguno que, bueno… —no le salían las palabras. Trataba de pensar en los chicos que conocía. Estaba Eddie Ryan, que vivía en su misma manzana y a veces la llevaba al cine. En el instituto había tenido enamoramientos platónicos, aunque nunca había hecho nada para ir más allá. Teri decía que a veces era la mujer quien tenía que dar el primer paso, pero Hannah nunca se sentía capaz de hacerlo.

—¿Vives todavía con tus padres?

—No, vivo con mi tía y mi tío.

—¿Sí? —Letitia Greene la miró, curiosa, por encima de las gafas.

—Mis padres murieron cuando tenía doce años. Un accidente de coche.

—Lo lamento mucho. Debió de ser muy duro para ti. Aún debe de serlo.

—Sí —murmuró Hannah.

—¿Quieres contarme algo del accidente? —Hacía tanto tiempo que no hablaba de aquella tragedia, que Hannah se emocionó inesperadamente. Todo el mundo evitaba el tema o simplemente daba por supuesto que ya había superado el trauma y continuaba con su vida. Por el contrario, aquella mujer buena y vital, Letitia Greene, parecía verdaderamente interesada.

—Fue en Nochebuena —comenzó Hannah, dubitativa—. Volvíamos de casa de mi tía Ruth. Allí es donde vivo ahora. Solíamos pasar cada Nochebuena juntos, porque eran… bueno, son… mi única familia. Entonces residíamos en Duxbury. Me quedé dormida en el asiento trasero y lo siguiente que recuerdo es que caí al firme de la carretera y escuché a mi madre gritar. Me preguntó si estaba bien y me dijo que me quedara quieta, que ya venían a ayudarnos. Por su voz me di cuenta de que estaba sufriendo mucho. Cuando intenté moverme para poder verla, me gritó: «No, quédate donde estás. No mires» —Hannah sintió un nudo en la garganta, hizo una pausa y respiró hondo.

—Tómate tu tiempo, querida —le aconsejó en voz baja Letitia Greene.

—Es que fue todo tan terrible, ahí tirada, esperando que viniera la ambulancia y sin atreverme a moverme. Más tarde me di cuenta de que ella lo que no quería era que viera a mi padre. Él murió instantáneamente. Chocamos contra un camión que invadió nuestro carril. Estaba nevando, y el conductor se había quedado dormido y…

Se sorprendió de lo vivos que estaban los detalles en su memoria. Era como si el accidente hubiera ocurrido hacía siete días, no siete años. Ruth y Herb nunca habían hablado del accidente con ella, así que se había guardado sus espantosos recuerdos para sí durante todo ese tiempo. Ahora tenía la inquietante impresión de que contaba la historia por primera vez, y además a una extraña a quien apenas conocía.

—El camión se estrelló contra el lado del conductor de nuestro coche, por eso mi padre murió tan rápidamente. Aplastado. Dicen que no sufrió. Milagrosamente, a mí no me pasó nada. Pero mi madre entró en coma camino del hospital. Murió una semana después por las heridas internas que había sufrido. «Lo siento, preciosa» fue lo último que me dijo. «Lo siento mucho».

—Tus padres debieron de quererte mucho.

—Sí, creo que sí —otra vez notó cómo crecía el nudo en la garganta.

Durante largo tiempo Hannah no había pensado en el amor. Tal sentimiento era algo que pertenecía a la remota época de su vida anterior al accidente. Ahora recordaba paseos otoñales por las alamedas, entre las hojas caídas, de la mano de su madre. No quería soltarla, porque era feliz junto a ella bajo la tibia luz del sol.

—¡Ustedes dos! —decía su padre, fingiendo estar celoso—. ¡Sepárense de una vez!

Hannah se dio cuenta de que se había hecho un pesado silencio en la oficina, al dejarse llevar por la corriente de sus recuerdos. Letitia Greene la miraba con gesto de comprensión, la cabeza inclinada levemente hacia un lado. Aquella mujer no se parecía a tantas otras personas que salían huyendo a la menor demostración de sentimientos. Era tan receptiva, parecía entenderlo todo tan bien, que Hannah no tenía vergüenza en absoluto.

Letitia alargó su mano hacia ella sobre el escritorio; Hannah la cogió. Ese simple contacto desencadenó otra oleada de emociones inesperadas. Por un momento, las dos mujeres, de la mano, se miraron en silencio.

Pero no estaban solas.

Al otro lado del espejo, en un pequeño cuarto ubicado detrás del escritorio de Letitia Greene, dos personas observaban. Miraban y escuchaban, mientras Hannah relataba su vida. Aunque el vidrio coloreado les permitía ver y no ser vistos, no se habían atrevido a hacer el más mínimo movimiento, y sus miradas no se habían apartado del rostro de Hannah ni un segundo. Sólo había cambiado el ritmo de su respiración. Mesurada al principio, ahora era más agitada, más rápida y breve. Evidentemente, aumentaba la ansiedad de ambos.

—Espero no haber hablado más de la cuenta —dijo Hannah.

Letitia sacudió la cabeza con gentileza.

—Lo que me has contado no es para ponerlo en el formulario. Gracias por compartirlo conmigo —soltó la mano de Hannah—. A esa sinceridad me refiero cuando digo que los Aliados de la Familia somos gente que se acerca para conocerse. Personas que van a emprender juntas un viaje muy íntimo. Dime, Hannah, ¿por qué quieres emprender este viaje?

Hannah había estado pensando su respuesta durante días. No podía decirle que sentía en lo más hondo que el anuncio del periódico se dirigía específicamente a ella. Por comprensiva que fuera, aquella mujer podría encontrar el comentario un poco descabellado. Podría decirle que llevaba meses y meses esperando una señal del destino y que justo en el momento de mayor desolación le había llegado su folleto por correo. Pero en realidad había mucho más.

—Llevo tiempo trabajando en un restaurante y tengo la sensación de estar desperdiciando mi vida. No encontraba la manera de cambiarla, pero cuando vi el anuncio y luego leí el folleto, me pareció que tal vez esto era lo que debía hacer. Quizá pudiera brindar a otros ese don del que usted hablaba, hacer feliz a alguien. Creo…, yo quiero ser útil.

Letitia se puso de pie, dio la vuelta al escritorio y abrazó a Hannah.

—Yo también lo quiero. Por supuesto, todavía no podemos dar nada por seguro. Toda la información que me has dado tiene que ser revisada, y puede que volvamos a llamarte para que te entrevistes con un psicólogo, para que te asegures de que es la decisión correcta para ti. Y también están los exámenes médicos que mencionamos.

Acompañó a Hannah a la salida, con su mano sobre el hombro de la muchacha. Por un instante, Hannah evocó los inolvidables paseos que daba con su madre.

—Ah, una cosa más —dijo Hannah cuando Letitia abría la puerta—. El número de teléfono que puse en el formulario es del restaurante donde trabajo. Si tienen que contactar conmigo, es mejor que me llamen allí.

—Comprendo. Ahora ve a casa y piensa en todo lo que hemos hablado. No es un asunto que se deba decidir a la ligera. Quiero que sea una decisión absolutamente meditada y buena para ti. Para todos nosotros.

Cuando Hannah dejó la oficina, Letitia Greene esperó hasta que se desvaneció el sonido de sus pasos en la escalera, luego cerró la puerta con llave y echó el cerrojo. Se tomó un instante para recomponerse y se frotó las manos, como si haciéndolo descargase cierta tensión acumulada.

Se abrió una puerta situada en un rincón de la sala y apareció una pareja de edad mediana. La colorista vestimenta de aire sudamericano de la mujer y su abundante maquillaje daban a entender que era la más extravertida de los dos. Con su pelo canoso y su arrugada chaqueta de espiguilla, el hombre parecía un serio profesor de alguna de las muchas universidades del área de Boston. Durante largo rato ninguno habló.

Finalmente, una sonrisa cambió el rostro del hombre y dijo lo que todos estaban pensando.

—Creo que hemos encontrado a nuestra muchacha.

—Estoy segura de que todos se alegrarán cuando escuchen la buena noticia —agregó Letitia.

—Por fin —dijo la mujer del alegre vestido—. Ahora puede comenzar todo.

Capítulo VII

Hannah se estuvo haciendo reproches todo el viaje de regreso desde Boston. ¿Por qué había tenido que hablar tanto de la muerte de sus padres? Al fin y al cabo, lo único que Letitia Greene quería saber era si vivía en su casa. No era casualidad que la mujer hubiese acabado mencionando la posibilidad de hablar con un psicólogo. Debía de pensar que estaba ante un caso clínico. Y no la culpaba por ello.

Tendría que haber pensado un poco más cómo iba a presentarse. Pero tenía tan poco mundo, tan poca experiencia en entrevistas de trabajo, reuniones o citas. El único trabajo que había tenido era el del Blue Dawn Diner, y no tuvo que buscarlo, le vino como caído del cielo. Había ido a comer allí frecuentemente, con sus tíos, desde los doce años; y el dueño, Hill Hatcher, casi la consideraba de la familia.

¿Creyó que las cosas iban a ser igual de fáciles en Aliados de la Familia, que bastaría con entrar a la oficina y responder algunas preguntas? En fin, más le valía olvidarse de aquella historia. Había quedado como una tonta y no merecía la pena darle más vueltas.

Mientras su Nova traqueteaba hacia el sur por la autopista 93, pasando junto a los tristes depósitos de la ESSO y las fábricas grises de la zona, con aquellos feos letreros visibles a medio kilómetro de distancia que parecían salpicar de manchas el cielo, su ánimo se iba ennegreciendo.

Si no mediaba algún milagro, cualquier cambio radical, un día seguiría al otro, un año se convertiría en el siguiente y ella jamás sería capaz de separarse de sus tíos. Ésta había sido su gran oportunidad de salir de Fall River y la había echado a perder por su estupidez.

Al entrar al aparcamiento del Blue Dawn Diner miró al reloj del tablero y vio que llegaba con treinta y cinco minutos de retraso. Por lo menos no había demasiados coches estacionados, así que, teniendo pocos clientes, Bobby tal vez no estuviera demasiado irritado por su tardanza.

Ya se había quitado el abrigo cuando aún no se había cerrado la puerta del restaurante tras de sí.

—Bien, bien, bien —gritó Teri, que estaba rellenando los azucareros de las mesas con sobrecitos rosas y azules de edulcorantes—. Miren lo que nos trae el viento.

—Lo siento, Teri. ¿Tuviste que prepararlo todo sola? Te devolveré el favor.

—Venga ya, al carajo con los preparativos. Esto lo puedo hacer hasta dormida. ¿Estás bien? Se te ve sofocada.

—No es nada. Los apuros para no llegar tarde.

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