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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (6 page)

BOOK: El sudario
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—Sí.

La señora Greene hizo una pausa para asegurarse deque Hannah entendiera lo que estaba diciendo.

—¡Bien! Bueno, fíjate, yo aquí, hablando y hablando como una cotorra, sin considerar que tal vez tú tengas preguntas que hacerme.

Hannah dejó la taza de té en el borde del escritorio y se acomodó en la silla. No tenía claro cómo empezar, pero tampoco podía ocultarle la verdad a la señora Greene por mucho más tiempo.

—No pensé que fuera tan sencillo —dijo, con una risita dubitativa.

—¿Qué quieres decir, querida?

—Puesto que me llamó, debe considerar que estoy cualificada para esto…

—Claro. Si todas las pruebas médicas salen bien, y no tengo razón para pensar que no sea así.

—Pensé que tendría que pasar un examen o algo parecido.

La señora Greene sonrió comprensiva.

—Por Dios, no. Tener un bebé es uno de los actos de la vida que no requiere entrenamiento alguno. Si tienes buena salud, tu cuerpo lo hace todo por ti. Siempre he pensado que había una razón por la que Dios ponía a los bebés a salvo dentro de las barrigas de las mamás. De ese modo, no podemos mangonear y estropearlo todo, como hacemos con tantas cosas en este mundo. Nos ayudamos con tecnología médica, pero el nacimiento sigue siendo principalmente un milagro exclusivo de la naturaleza.

—Entonces, no importa si no he tenido ninguna…

—¿Ninguna qué, querida?

—Experiencia —de repente, las palabras se acumulaban en su boca—. La última vez, me preguntó si había tenido relaciones. Y yo dije que sí. En realidad, las he tenido, pero no ese tipo de relaciones. No sé si entiende lo que quiero decir. No hubo relaciones sexuales. Probablemente debería habérselo dicho de inmediato, señora Greene. Yo todavía soy…

—Sí, continúa…

—Todavía soy virgen.

Letitia Greene suspiró ruidosamente. Un pesado silencio invadió la oficina. Las yemas de los dedos de la mujer juguetearon con el colgante de plata. La joya que colgaba del collar era como el reloj de un hipnotizador. Para no ver la decepción pintada en el rostro de la señora Greene, Hannah se concentró en el adorno. Era peculiar, una cruz cuadrada sostenida en su base por dos ángeles alados, de rodillas.

—Ay, ay, ay —exclamó finalmente la señora Greene—. Me alegra mucho que me lo hayas contado, Hannah.

Ahora déjame decirte algo. Que hayas tenido relaciones sexuales o no, no es importante. El sexo es un asunto genital externo. El embarazo y la ovulación son asuntos internos. No hay que confundirlos. El hecho de que seas sexualmente inexperta no dice nada de tu capacidad para llevar adelante una gestación.

—¿Entonces no va a descartarme?

La mujer pareció sorprendida, pero de inmediato dejó escapar una carcajada. Era una risa amistosa, no burlona. Tras unos instantes, la chica también rió.

—¡Por favor! —dijo la mujer, secándose los ojos con un pañuelo—. ¿Has estado preocupada todo este tiempo por eso? Pues verás, pensándolo bien, yo diría todo lo contrario, la virginidad te vuelve muy deseable. No tendremos que preocuparnos de todas esas enfermedades de transmisión sexual, ¿verdad? Mi querida, mi dulce muchacha, confía en mí. Esto va a salir espléndidamente. ¡Recuerda! ¡Mi instinto no falla!

Se oyó un ruido en la puerta y Letitia Greene se enderezó de súbito en su silla, como si una descarga eléctrica hubiera atravesado su cuerpo. Alzó los brazos y cruzó los dedos en un gesto de complicidad con Hannah.

—El primer encuentro —susurró— siempre es excitante.

Capítulo IX

Hannah vio entrar primero a la mujer y de inmediato juzgó que andaba por la cuarentena. Su falda y su blusa eran una explosión de colores: rojos, naranjas y azules profundos. Un chal púrpura, con estampados amarillos, colgaba de sus hombros. Pendientes de oro, que más bien parecían pequeñas campanillas, le adornaban las orejas. Su cabello era oscuro. Los labios estaban pintados de rojo ladrillo, y no había escatimado rímel. En principio, el efecto debería haber sido llamativo y vulgar, pero la mujer llevaba la sobrecarga de arreglos con buen gusto. Hannah la encontró un poco dramática, exagerada.

El hombre, por su parte, parecía unos diez años mayor e iba vestido de modo más clásico, con traje oscuro a rayas y corbata roja. Parecía un directivo de empresa o un banquero. Sus facciones eran agradables, pero no había en ellas nada fuera de lo común, excepción hecha de su abundante cabellera canosa, que le daba un aire distinguido. Hannah pensó que el caballero valdría para protagonizar anuncios de champú.

No se parecían a ninguno de sus conocidos de Fall River. Éstos tenían buena posición, con estilo, formaban el tipo de pareja que su tía, con el desdén que la clase media baja reserva para quienes están más arriba en la escala social, llamaba «gente bien».

La señora Greene se puso en pie de un salto y les dio la bienvenida extendiendo los brazos.

—¿No es excitante? —dijo, y sin esperar respuesta retrocedió un paso y señaló con orgullo a la joven—. Joleney Marshall Whitfield, me gustaría presentarles a Hannah Manning.

Ésta se puso de pie y tendió la mano. Jolene la cogió con gentileza entre las suyas, como si fuera un objeto muy delicado.

—Encantada. Esto es casi como una cita a ciegas, ¿no? Marshall, saluda a Hannah Manning.

El saludo del hombre fue más ceremonioso, menos vigoroso, pero sonrió con calidez, descubriendo una hilera de dientes regulares y bien cuidados. Con un metro noventa de estatura, era una cabeza más alto que su esposa, que parecía compensar con carácter lo que le faltaba de altura. Como un perro pastor guiando a las ovejas, la señora Greene condujo a todos hacia los sofás y les invitó a sentarse: los Whitfield a un lado de la mesita de café y ella y Hannah al otro.

—Así que eres de Fall River —dijo Jolene Whitfield, comenzando la conversación de inmediato.

—Sí, señora.

—¿Señora? Eso no es correcto. Llámame Jolene, por favor. Y a él, Marshall. Me han dicho que la zona es muy agradable. Nosotros nos hemos mudado hace poco a East Acton. ¿Conoces East Acton?

—No, no lo conozco…, Jolene.

—Es encantador. Tiene muchos árboles. Un poquito aburrido, si te digo la verdad. Todo el mundo apaga la luz a las diez de la noche. Pero está cerca de donde trabaja Marshall, aquí en Boston. Y tenemos un jardín precioso.

La señora Greene terció:

—¿Te conté que la señora Whitfield es artista? He visto sus trabajos. Son maravillosos. Los vende en Newberry.

—Alguna vez, de Pascuas a Ramos. Cuando se muere un obispo. Casi siempre hago cosas en casa, en el estudio. Me mantiene ocupada.

—Es muy modesta. Ella tiene una visión tan… característica. ¡No te imaginas lo original que es! Sorprendentemente, Hannah pensó que sí podía imaginárselo.

Luego se habló del señor Whitfield, que era de Maryland y trabajaba en el mundo de los seguros. Hubo puntos muertos en la conversación. Hablaron un poco del tiempo y de las rutas más bonitas de los alrededores, y la señora Whitfield elogió la chaqueta de Hannah, de la que dijo que hacía juego con su cabello.

—Bueno, ahora si les parece… —intervino la señora Greene, presintiendo que era el momento de dirigir la conversación hacia el tema que les había reunido—. Le he explicado a Hannah el servicio que prestamos aquí, en Aliados de la Familia. Y ya les conté a ustedes por teléfono la buena impresión que me había causado Hannah.

¿Qué habría hecho, en realidad, se preguntó Hannah, para impresionar a la señora Greene?

—Tal vez —continuó la señora Greene— sería útil que ella escuchara la historia de vuestros propios labios. ¿Jolene?

—Es muy sencilla. Esperamos demasiado. Teníamos otras prioridades. Antes de que nos diéramos cuenta ya era demasiado tarde —un velo de tristeza cubrió el rostro de la mujer.

—No sabemos si eso es así, Jolene —intervino su esposo—. A lo mejor, aunque hubiéramos comenzado a los veinte las cosas habrían salido igual.

—Pero lo cierto es que no comenzamos a los veinte. Es muy posible que entonces yo hubiese podido tener un hijo. Me lo dijo el médico. Lo comentaron dos, en realidad. Pero dejamos pasar el tiempo. Y un buen día, bueno, el mal estaba hecho. Sabes que ésa es la verdad. Sabes que esperamos demasiado.

Marshall Whitfield acarició el hombro de su mujer, consolándola.

—Eso ya no tiene importancia, querida. Ya pasó. Hemos hablado de ello miles de veces.

Jolene ignoró el gesto de su esposo.

—Lo hicimos mal. Esperamos más de lo debido. Marshall estaba ascendiendo en la empresa, cada año le iba mejor. Y a ambos nos encantaba viajar. Nuestro plan era recorrer el mundo mientras éramos todavía jóvenes y relativamente libres, antes de ponernos a formar una familia. Sabíamos que, una vez que tuviéramos hijos, estaríamos atados y viajar se volvería más difícil.

—Han estado en todas partes, Hannah —comentó la señora Greene—. China, India, Turquía, España, el norte de África. Les envidio mucho.

—No me arrepiento de esos viajes —dijo Jolene—. Vimos lugares extraordinarios. Pero siempre quedaba un país que visitar. ¿No fue así, Marshall? Durante diez años, pospusimos los planes familiares. Cuando llegó el momento, pensamos que sería sencillo, más o menos como cuando proyectábamos un viaje. Elegir la fecha, comprar el billete y salir. Una tontería, supongo. El año en que por fin nos decidimos a tener un bebé dejé de tomar las pastillas anticonceptivas y… ¡nada! El médico nos dijo que tuviéramos paciencia, que nos diéramos tiempo. Pero nada. Un año después descubrí por qué no podía mantener el embarazo: unos fibromas impedían que el óvulo se implantara en la pared uterina. Me operaron. Y me volvieron a operar. Una vez creí que estaba embarazada definitivamente, pero aborté al tercer mes. Eso fue hace siete años.

—Pensamos adoptar un niño —dijo Marshall—. ¡Hay tantos bebés que necesitan un hogar! Todavía no lo hemos descartado.

—Pero no es lo mismo —le interrumpió Jolene—. Siento que nos estamos privando de algo muy importante en nuestras vidas. Algo nos falta.

—Estoy segura de que ella te comprende, Jolene. No tienes que explicar tu necesidad de tener un hijo propio. Es el deseo natural de todos los hombres y mujeres.

Jolene se dirigió directamente a Hannah.

—Yo ovulo. Soy fértil, como cualquier otra mujer, el conteo de esperma de Marshall es normal. Sólo que no puedo llevar la gestación a buen término. Por lo demás, no hay nada anormal. Soy capaz de todo lo demás. Créeme, lo soy.

La señora Greene se incorporó sobre la mesa para acariciar la mano de Jolene, del mismo modo que lo había hecho con Hannah en su primer encuentro.

—Por supuesto que lo eres. Puedes amar a tus hijos acunarles en tus brazos, y mimarles y verles dar sus primeros pasos, y ayudarles a que se hagan adultos. Puedes hacer todo eso.

Las palabras de la señora Greene el contacto de su mano parecieron hacer efecto en Jolene Whitfield, reconfortándola y calmándola. Ésta sacó un pañuelo y se sonó la nariz.

—Bueno —dijo Marshall, rompiendo el incómodo silencio que siguió—, ya lo sabes todo sobre nosotros. Cuéntanos algo de ti.

Había tan poco que contar, pensó Hannah. Había terminado hacía poco los estudios secundarios, trabajaba en un restaurante y vivía con parientes que se tomaron la tarea de criarla como una obligación ingrata.

Su mundo era muy reducido. Sin embargo, no siempre había sido así. Hubo un tiempo, cuando sus padres aún vivían, en el que ella tenía un gran entusiasmo por la vida, los libros y los viajes.

Cuando todavía era un bebé, su madre la llevaba a la biblioteca en la que trabajaba y ella se pasaba las horas y los días en la cuna que habían colocado en una de las oficinas. A medida que fue creciendo, la sección de libros infantiles se convirtió en su segundo hogar. Allí pasaba el tiempo, leyendo todo lo que caía en sus manitas. Libros sobre delfines, sobre indios, sobre una casa mágica, sobre viajes prodigiosos a exóticos y remotos lugares. Siempre que levantaba la vista de las páginas, allí estaba su madre, detrás del mostrador, revisando las tarjetas de los usuarios de la biblioteca y respondiendo a sus preguntas. En el camino de regreso a casa, Hannah le contaba todo lo que había aprendido ese día.

Pero después del accidente su interés por los libros se había extinguido. Los asociaba a su madre y leer le traía demasiados recuerdos dolorosos. El rendimiento escolar sufrió como consecuencia de ello, aunque sus maestros decían que era una etapa que tenía que atravesar, una fase perfectamente comprensible, dado el trauma que había sufrido. Ya saldría adelante. Pero nunca salió. Cuando aprobó la secundaria, entre las últimas de la clase, pocos de sus profesores recordaban, si es que alguna vez lo habían sabido, que ella fue una vez una niña inteligente y estudiosa, llena de curiosidad. Para los maestros, era una chica silenciosa, desmotivada, que miraba por la ventana, soñando, san duda, con el día en que no tuviera que asistir a las aburridas clases y pudiera buscarse al fin un trabajo.

Miró a los Whitfield, viajeros universales, personas educadas y de buena posición. Allí estaban, esperando su relato.

—Me temo que mi vida no ha sido tan excitante como la suya —dijo, disculpándose. No he salido mucho de All River. Trabajo en un restaurante, el Blue Dawn Diner.

—¡Qué nombre tan poético! —exclamó Jolene Whitfield—. ¿Te gusta tu trabajo?

Al principio, Hannah pensó que la mujer sólo trataba de ser educada. ¿A quién le importaba un estúpido viejo restaurante en un pueblo que había vivido mejores tiempos? Pero notó que Jolene se inclinaba hacia delante, con las manos apretadas sobre su regazo, sus oscuros ojos concentrados en ella. Marshall Whitfield mostraba un similar interés. Entonces Hannah se dio cuenta de lo que estaba pasando: la necesitaban casi tanto como ella los necesitaba a ellos. Jamás hubiera creído que tenía el poder de hacer que personas como los Whitfield fueran más felices. Pero las miradas, incluso los cuerpos de aquella pareja, proclamaban un apasionado interés por su vida y sus circunstancias.

La invadió un sentimiento de bienestar. Ella, que nunca tomaba nada más fuerte que una gaseosa, se sintió como quien se relaja con una copa muy cargada. De pronto le parecía saber a dónde ir y qué hacer. El anuncio del periódico había sido, sin duda, la señal que esperaba, la estrella de Oriente que la había llevado hasta los Whitfield.

Los ojos de todos estaban clavados en ella. Incluso la radiante y habladora señora Greene parecía feliz simplemente con su papel de elemento catalizador del encuentro.

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