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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (3 page)

BOOK: El sudario
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Capítulo IV

—Bueno, ciertamente te has convertido en un pájaro madrugador —murmuró Ruth Ritter, mientras trajinaba por la cocina—. Ésta es la tercera vez en lo que va de semana que te levantas antes que yo. ¿Qué te está ocurriendo?

Hannah levantó la vista de un huevo duro que descansaba sobre la mesa, que había estado contemplando hasta ese momento, absorta.

—Nada, simplemente no duermo bien, eso es todo.

—No estarás enferma, ¿no? —Ruth miró de reojo a su sobrina. Se jactaba de su capacidad de conocer a la gente. Aunque no había ido a la universidad ni tenía la casa llena de libros, le gustaba pensar que estaba dotada de una inteligencia natural. Se percataba de las cosas y podía detectar una mentira a kilómetros de distancia—. Porque eso es lo último que necesitamos, que te pongas mala. Con una persona enferma es suficiente. La úlcera de tu tío está volviendo a dar problemas.

La madre de Hannah solía decir que, de niñas, Ruth era la más bonita de las hermanas Nadler, la más vivaracha, la que se llevaba de calle a todos los chicos. Ahora eso era difícil de creer. Hannah no podía imaginarse a su tía como una mujer distinta de aquella rechoncha e irritable ama de casa, siempre vestida con una bata, que ahora se dirigía a la cafetera para ingerir la dosis de cafeína que la ayudaría a soportar otro día de trabajos y decepciones.

—¿Ya has hecho el café? —preguntó Ruth sorprendida.

—Claro. Estaba levantada.

—¿Estás segura de que no te pasa nada malo?

¿Por qué, en lugar de dar las gracias, respondía siempre con ironías de ese tipo? A Hannah no le gustaba que su tía se resistiera tanto a pronunciar palabras amables y afectuosas. Se diría que en el mundo de Ruth toda buena acción tenía segundas intenciones. O buscaban algo a cambio, o trataban de engañarla. Nadie hacía nada porque sí. Todos hacían cosas por algún motivo.

Ruth alzó la taza de café hasta los labios y dio un sorbo.

—¿A qué hora volviste del restaurante anoche?

—A la misma de siempre. A las doce y cuarto, o una cosa así.

—¿Y te has levantado con las primeras luces? —otra vez volvió a mirarla de reojo—. ¿Por qué no me cuentas de una vez lo que te sucede?

—Porque no me ocurre nada. ¡Nada, tía Ruth! ¡De veras!

En realidad, sí le ocurría algo. Una semana antes había llamado a Aliados de la Familia. Una mujer le dijo que le enviaría de inmediato una carta con toda la información necesaria y, sin pensarlo, Hannah le había dado la dirección de los Ritter. Más tarde se dio cuenta de que tendría que haber hecho que se la enviaran al restaurante.

—Mientras vivas bajo este techo y disfrutes de nuestra hospitalidad —decía Ruth constantemente— no habrá secretos en esta casa.

Si el sobre de Aliados de la Familia llevaba impresos corazones y un bebé, igual que el anuncio, tendría que dar muchas explicaciones. Así que todas las mañanas, durante esa semana, Hannah madrugaba para interceptar el correo antes de que pudieran verlo sus tíos. Hasta ese momento no había llegado ninguna carta.

A su edad, lo normal era pensar en novios y diversiones, y si acaso en crear una familia al cabo del tiempo. ¿Por qué le resultaba de pronto tan seductora la idea de tener un bebé para una pareja sin hijos? Vagamente, Hannah intuía que su madre tenía algo que ver en todo eso, pues había sido una mujer generosa, convencida de que todos tenemos la responsabilidad de ayudar a quienes son menos afortunados. «Cuando te encuentres apesadumbrada por tus propios problemas», le había dicho, «entonces ha llegado el momento de preocuparse por las demás personas». Y aquella lección había quedado grabada intensamente en la memoria de Hannah, por mucho que el sonido de la voz de su madre sonara ya con menos claridad que antaño.

Ruth sacó un plato de pasteles de canela del horno y los examinó cuidadosamente, para seleccionar el que la decepcionaba lo menos posible.

—Pensé que ibas a estar trabajando en el turno de mañana toda esta semana —dijo.

—Sí, era lo previsto, pero las cosas no van muy bien. Después de las vacaciones, todos se quedan en casa, para gastar menos, supongo.

—No seas tonta. No dejes que Teri te quite todos los buenos turnos —Ruth se tomó el pastel y el café y luego sacó de la nevera una docena de huevos—. Espero que este dichoso tío tuyo no se quede dormido hoy. Anda, dile que el desayuno está servido.

Aliviada por aquella oportunidad de escapar de la cocina, Hannah subió las escaleras gritando:

—¡Tío Herb! La tía Ruth dice que el desayuno está listo.

El hombre respondió con un gruñido.

—Ya viene —dijo, traduciendo el mensaje a su tía, y luego miró por la ventana de la sala de estar. Tal como esperaba, el cartero estaba haciendo en ese momento su ronda por la manzana. Tras abrigarse, se deslizó por la puerta y salió a su encuentro en el camino de entrada.

—Me vas a ahorrar unos pasos, ¿eh? —dijo el cartero alegremente. Buscó en su saca y le dio un paquete atado con cordones no muy apretados.

Un rápido vistazo confirmó a Hannah que se trataba del habitual hatillo de facturas, revistas y folletos publicitarios. Justo cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, vio el sobre con el membrete de Aliados de la Familia en el borde superior izquierdo. Estaba a punto de guardárselo en el bolsillo, cuando sonó una voz enfadada.

—¿Y ahora qué estás haciendo? ¿Calentando a todo el vecindario? ¿Tienes idea de lo que cuesta el gas de la calefacción? ¿Por qué dejas la puerta abierta para que se escape el calor?

Herb Ritter, en bata y pijama, con su escaso cabello gris todavía despeinado, estaba de pie frente a la puerta.

—Lo siento, sólo fue un segundo.

—Yo me encargo de eso.

Herb le arrebató el paquete y regresó a la cocina, donde se sentó en su lugar habitual, a la cabecera de la mesa.

Hannah puso una taza de café frente a él y esperó, mientras el hombre examinaba el correo, lo cual desde luego no la ponía de buen humor. Su carta estaba al final.

Sobresalía lo suficiente como para que ella pudiera leer «Aliados» en el remite. Alargó la mano sobre el hombro de su tío y la sacó del hatillo.

—¡Eh!, ¿qué estás haciendo?

—Creo que esta carta es para mí. Tiene mi nombre.

—¿Quién te escribe? —preguntó Ruth.

—Nadie.

—¿La carta se escribió sola?

—Es personal, tía Ruth. ¿Te importa?

Las indignadas palabras de Ruth la siguieron escaleras arriba.

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo, jovencita? ¡En esta casa no hay secretos!

Hannah no hizo caso. Cerró la puerta de su dormitorio, esperó hasta recuperar el aliento y después, cuidadosamente, abrió el sobre.

Capítulo V

Los dos días de la muerte del sacerdote llamaron al guarda desde la oficina del arzobispo.

Su eminencia y «varios invitados» iban a visitar la Cámara Santa esa noche. Se le ordenó colocarse a la entrada del templo cuando estuviera cerrada la catedral, abrir las puertas en el momento apropiado y montar guardia durante el tiempo que durase la visita.

El guarda supuso que aquello tenía que ver con la muerte del viejo sacerdote, aunque la policía de Oviedo ya había examinado el lugar sin encontrar nada extraño ni sospechoso. Se habían tomado fotografías del cuerpo del sacerdote antes de retirarlo. Todas las reliquias de la Cámara Santa habían sido meticulosamente examinadas y recontadas, descartándose el robo.

El guarda contó su historia varias veces a las autoridades. No es que hubiera mucho que decir. El sacerdote parecía encontrarse muy bien ese día y había subido los escalones sin dificultad aparente. Creía recordar que intercambiaron algún comentario amable, pero nada de importancia. Más tarde, tras esperar un rato —estaba casi seguro de que habían sido unos veinte minutos—, el guarda había ido en busca del sacerdote. Y lo encontró muerto. Y eso había sido, más o menos, todo.

Un roce de sotanas y el rumor de varias voces le anunciaron que se acercaban el arzobispo y sus acompañantes. De los tres invitados, el guarda reconoció sólo al más alto. Era de Madrid, y también arzobispo, si la memoria no le fallaba. Los otros dos tenían un aire de similar importancia. Los rostros graves hablaban a las claras de la seriedad de su misión.

Las visitas especiales a la Cámara Santa eran programadas con semanas de anticipación, y siempre le decían de antemano quiénes serían los invitados, para que pudiera tomar las medidas de seguridad apropiadas a cada caso. Esta vez no le habían dado nombres ni mayores instrucciones. Esta visita era evidentemente secreta.

Insertó la gran llave en la cerradura y abrió la pesada puerta. Luego entró por delante de los cuatro hombres, bajó las escaleras y buscó el segundo juego de llaves, las que abrían la verja de la Cámara Santa. Notó en sus espaldas el aliento de los acompañantes.

—Déjenos —murmuró el arzobispo al entrar al sagrado recinto—. Déjenos ya.

Uno de los «invitados» se retorcía las manos con evidente nerviosismo. El guarda se preguntó si se darían cuenta de que estaban justo en el lugar donde había caído el cuerpo del sacerdote.

Tal como mandó el arzobispo, se retiró. Durante unos instantes pudo escuchar aún las voces de los cuatro visitantes, pero cuando llegó a la primera entrada las palabras ya eran inaudibles. Con todo, creyó distinguir claramente una, pronunciada varias veces: «falta…, falta…». ¿Falta? ¿Qué podía faltar? Todo había sido revisado y contabilizado en la Cámara Santa. Todo estaba en orden.

Esperó. Los minutos pasaban con tal lentitud que acabó sacudiendo vigorosamente su reloj de bolsillo, pensando que se había parado.

No había visto motivo para informar de que había dejado su puesto unos minutos para acompañar hasta la salida de la iglesia a una mujer que se había quedado rezagada. No le pareció importante. Ahora, sin embargo, se preguntaba si ese lapso había sido descubierto. Según pasaba el tiempo, la angustia se iba apoderando de su ánimo y de su estómago.

Al cabo de una eterna hora y media, escuchó que pronunciaban su nombre, llamándole, y se apresuró a cerrar la reja de la Cámara Santa. El arzobispo y sus invitados abordaron silenciosamente los escalones, con los rostros aún más serios que antes. En la entrada, el guarda cerró la enorme puerta e hizo girar la llave en la cerradura. Cuando hubo terminado, descubrió que el arzobispo se encontraba detrás de él.

—Las llaves —le ordenó, extendiendo la mano derecha.

El corazón del guarda se detuvo, como si se hubiera vuelto de plomo. Lo estaban expulsando de su puesto. ¿Cómo mantendría ahora a su familia? Era un pensamiento egoísta, lo sabía, dadas las circunstancias, pero no podía evitarlo. Entregó ambos juegos de llaves.

—No, sólo las de la Cámara Santa —dijo el arzobispo—. Me temo que permanecerá cerrada hasta nuevo aviso. Diremos a la prensa que son necesarias ciertas reformas estructurales. Está autorizado a contarles lo mismo a los turistas.

Mientras guardaba las llaves dentro de su sotana, el arzobispo le dirigió un seco «buenas noches» y fue a reunirse con sus invitados.

El guarda notó que sus rodillas flojeaban, tal era el alivio que sentía. Su pan estaba asegurado, después de todo. Por supuesto, su obligación era montar guardia junto al viejo sacerdote, pero también tenía la responsabilidad de proteger la catedral y todos sus tesoros de los visitantes que permanecían dentro más allá de las horas establecidas. De cualquier manera, sólo se había apartado del anciano por un momento. No era para tanto.

Mientras guardara silencio, pensó, nadie tendría por qué saber nada de la mujer extranjera. Como el viejo sacerdote, él se llevaría el secreto de aquellos minutos a la tumba.

Capítulo VI

De mi mayor dolor surgió mi mayor alegría. La vida nos sorprende constantemente, ¿no es verdad? —Letitia Greene cogió un pañuelo de papel y se secó delicadamente los ojos humedecidos por las lágrimas—. El día que llevé a Ricky a casa de vuelta del hospital fue el más feliz de mi vida. Una vida que casi se había hecho pedazos. Mi marido y yo estábamos al borde del divorcio. No pensé que sobreviviríamos. No creí que yo sobreviviría. Y el niño fue nuestra salvación.

Hannah esperó, mientras la mujer sentada detrás del antiguo escritorio de palo de rosa se daba un respiro para recuperar la compostura. Aparentaba cuarenta años. Vestía ropas caras y empleaba un tono cordial que tranquilizaba a Hannah.

—¿Te lo puedes imaginar? Después de quince años creyendo que nunca sería madre, este… este ángel llegó a nuestras vidas. Su nombre es Isabel y fue quien nos devolvió la vida. ¡Sí, una perfecta desconocida! Quería ayudarnos, pero no creo que ni siquiera ella fuese consciente de los maravillosos efectos de su acción. Nos unió y nos convirtió en una familia feliz. Nunca olvidaré el día que llevé a Ricky de la maternidad a casa. Ése de ahí es Ricky —en un lugar destacado del escritorio, dentro de un marco dorado, se veía la fotografía de un chico pelirrojo y pecoso, de unos siete años. La movió para que Hannah pudiera verla mejor—. Pensé que iba a morir de alegría. Era casi más de lo que podía soportar. Y la felicidad parecía aumentar con el paso de los días. Solía decirle a Hal, mi marido: «¿Qué voy a hacer con tanta alegría?». Estoy segura de que él no tenía ni idea, en esa época, del profundo efecto que su respuesta tendría en mí. Pero se volvió… —Letitia Greene se inclinó hacia delante, como si no quisiera que nadie más la oyera. El valioso colgante de plata que pendía de su cuello se balanceó, reflejando la luz—. Y ¿sabes lo que me dijo? —dejó que el silencio se prolongara dramáticamente.

—No —respondió Hannah—. ¿Qué dijo?

—Dijo: «Compártela. ¡Comparte tu alegría, Letitia!». Bueno, fue como si me hubiera alcanzado un rayo —las palabras parecían escaparse, desbordantes, de la boca de la mujer—. ¿Qué iba a hacer con toda esa alegría? Debía compartirla, por supuesto. Por eso, cuatro años después, aquí estoy, ayudando a otras parejas sin hijos a reunirse con personas muy especiales para sembrar más felicidad.

Señaló con orgullo varias fotografías colgadas en la pared, detrás de su escritorio. Mostraban a parejas sonrientes, con adorables bebés en brazos. Al lado de alguna de las fotografías había cartas enmarcadas, rebosantes de gratitud por la maravillosa labor de Letitia Greene.

Hannah las miró con respeto. ¡Y pensar que había estado a punto de no ir! Había dudado hasta el último instante, incluso cuando vio que no encontraba la calle y que llegaba con retraso a la cita porque, una vez localizada, no había manera de estacionarse. Las oficinas de Aliados de la Familia estaban en el segundo piso de un edificio de ladrillo del siglo XIX, y la escalera que conducía a él desde la calle estaba tan sucia y pobremente iluminada que Hannah tuvo miedo y consideró la posibilidad de dar media vuelta y volver a su casa.

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