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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (7 page)

BOOK: El sudario
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Sus rostros hablaban tan a las claras que Hannah pensó que iba a explotar de orgullo.

—Verdaderamente, quiero ayudarles —dijo—. Espero que me dejen ser quien geste a su bebé.

Capítulo X

Después del emotivo encuentro con los Whitfield, la cita con el doctor Eric Johanson fue un jarro de agua fría. Poseía una pequeña clínica cerca de Beacon Hill, lo que significaba que, una vez más, tendría que desplazarse en su coche hasta Boston. El viajecillo se estaba convirtiendo en una rutina.

Por su nombre, Hannah se imaginó al doctor Johanson como un nórdico alto y atractivo, de cabello rubio y ensortijado y ojos color azul marino. Por eso se sorprendió un poco al encontrar a un hombre bajo, calvo, cincuentón, de piel oscura, gafas de gruesos cristales y una barba cerrada y oscura que daba gran fuerza al mentón.

Tenía la voz suave y hablaba con un acento que ella no pudo identificar. Sonaba a centroeuropeo. Definitivamente, pensó, no era sueco. Sus modales eran corteses y algo anticuados, y cuando la saludó, le hizo una breve reverencia, lo que a la chica le resultó divertido, por infrecuente.

—Puedo decir por anticipado, sólo con verla tan hermosa y saludable, que no hay nada de qué preocuparse —se rió—. ¿Cómo dicen ustedes, los jóvenes? ¿«Está regalado»?

El doctor Johanson le hizo las preguntas habituales: ¿Tenía diabetes? ¿Hipertensión? ¿Fumaba? Rellenaba las casillas del formulario médico casi anticipándose a sus respuestas, como si adivinara lo que iba a decirle.

Hannah sólo dudó cuando le preguntó si alguna mujer de su familia había tenido problemas durante el embarazo. Su madre, alguna tía o una abuela, por ejemplo.

—Nos preocupa tu salud —explicó el doctor—. Pero también tenemos que preocuparnos por el bebé. Después de todo, eres la incubadora.

Ésta era la segunda vez que alguien usaba esa palabra que la desazonaba. Hacía que ella pareciera una mera máquina, apenas un manojo de tubos y cables, con su botón de encendido y apagado. «Madre sustituta» era una denominación mucho más agradable. Pero la mirada bonachona del doctor Johanson le indicó que no era su intención ofenderla. Tal vez fuera el término técnico.

—Puede que mi tía sepa algo sobre esos antecedentes. Ella es mi única pariente viva. Ella y mi tío. Podría preguntarles, si usted quiere.

—Tal vez eso no sea necesario —el doctor señaló la puerta situada a la derecha de su escritorio, que daba acceso a una pequeña y aséptica sala médica—. ¿Por qué no pasamos directamente al reconocimiento? Si no te importa, quítate la ropa. Encontrarás una bata colgada al otro lado de la puerta. Estaré contigo en un segundo —volvió a concentrarse en sus papeles e hizo algunas anotaciones en ellos.

La camilla de cuero negro estaba cubierta de un papel que crujió cuando Hannah se recostó, ladeada, con sus pies descalzos colgando a un costado. La habitación era fría y olía a desinfectante y alcohol. El delgado camisón no la protegía del ambiente fresco. Sobre la pared, un cartel turístico que anunciaba los encantos de la Costa del Sol mostraba a un grupo de personas disfrutando felizmente de las olas. Hannah, nerviosa, procuró distraerse con el cartel. Quiso pensar en lugares lejanos, sin agujas, guantes quirúrgicos ni desagradables instrumentos clínicos.

No le dio tiempo a pensar mucho en viajes, pues enseguida se abrió la puerta. El doctor Johanson se había quitado la chaqueta y ahora llevaba una bata blanca que le llegaba más abajo de las rodillas y le daba una cómica apariencia. Pensó que parecía un pingüino. Fue hacia el lavabo, se lavó las manos y se las secó con una toalla.

—Remanguémonos y pongámonos a trabajar; ¿de acuerdo? —dijo animadamente, mirándola a los ojos—. Necesitamos tomarte la tensión, hacerte un análisis de sangre y realizar un chequeo cardiaco. También te pesaremos. Luego un examen pélvico y una citología. No es que crea que exista el menor motivo de preocupación. Sólo queremos estar seguros de que no existen infecciones —le buscó el pulso en su muñeca izquierda—. ¡Por todos los santos, tu corazón está desbocado! Pum, pum, pum. Como un conejito saltarín. No estarás asustada, ¿verdad?

—Sólo un poquito nerviosa, creo.

—No hay motivo, jovencita —le posó una mano sobre el brazo, para confortarla—. Ninguna necesidad. ¿Cómo era esa expresión? Ah, sí, «está regalado». Y volvió a reír.

Y así fue. Estaba «regalado».

Dos días después, el doctor Johanson la llamó por teléfono al restaurante para decirle que los resultados de los análisis no mostraban nada fuera de lo normal. Su salud era perfecta.

—Felicidades —le dijo—. Ahora tenemos que elegir el gran día, ¿no?

—Me adaptaré a lo que usted piense que sea lo mejor, doctor. Me gustaría planear algunas cosas, pero si usted tiene prisa, bueno…

—¡No hay nada de qué preocuparse! Los Whitfield están ansiosos por poner las cosas en marcha. Pero no podemos forzar a la naturaleza, ¿verdad? Las prisas no son buenas consejeras, dicen. Déjame ver. Tengo tu ficha y mi calendario frente a mí. El momento ideal sería la primera semana después de tu periodo, así que de acuerdo con mis cálculos… a principios de marzo estaría bien. Y veo que la clínica está libre el 3 de marzo. Es un martes. ¿A las diez de la mañana? ¿Qué te parece?

El corazón de Hannah se aceleró. Faltaban menos de tres semanas para el 3 de marzo.

—¿Podré seguir trabajando?

—Claro que podrás, querida, siempre que no hagas grandes esfuerzos ni levantes objetos pesados y esas cosas. El procedimiento de implantación no lleva nada de tiempo. No hace falta anestesia. No sentirás nada. Como te dije, «está regalado».

—Entonces, el 3 de marzo. Ah, doctor, tengo una nueva dirección adonde puede enviar desde ahora mi correspondencia.

Era simplemente un apartado de correos que había alquilado. No quería que Ruth y Herb, sus tíos, curiosearan las cartas de Aliados de la Familia. Ya eran de por sí bastante curiosos como para darles más motivos de interés.

—CC 127 —repitió el doctor, para confirmar que anotaba correctamente la dirección—. Suena muy bien. Una buena dirección, mucho mejor, me han dicho, que la 126.

Se rió, y Hannah celebró la broma con él.

Su primera carta llegó dos días después. Una elegante tarjeta de felicitación que mostraba un arcoiris sobre un bucólico paisaje inglés. La tinta violeta le dijo a Hannah quién la había escrito incluso antes de ver las firmas.

Al final del arcoiris yace una vida de sueños.

Jolene y Marshall.

El futuro, que durante tanto tiempo le pareció aterradoramente vacío, había dejado de asustarla. Ahora su vida tenía un sentido y otras personas se preocupaban por su bienestar. Lo que había sido un sueño difuso ya no era tal. Estaba a punto de convertirse en realidad.

Empezó a llevar su trabajo con una alegría proporcional a su estado de ánimo. Ya no le afectaban las largas horas de actividad ni las interminables disputas entre Teri y Bobby. Tampoco se enfadaba por las miserables propinas. Además, éstas comenzaron a mejorar notablemente. Un camionero que sólo había pedido un café le dejó diez dólares debajo del plato. Cuando le preguntó si no se había equivocado, le respondió:

—No, preciosa, tú haces que este maldito lugar sea un sitio de lo más agradable.

Teri también notó que había cambiado, y atribuía su actitud más relajada y alegre a las propiedades terapéuticas del sexo. Incluso Ruth se dio cuenta de que algo sucedía.

—¿Qué pasa que estás tan feliz todo el tiempo? —le gruño una mañana durante el desayuno.

—Nada, eso mismo, que estoy feliz —le contestó Hannah.

La mujer limitó su escéptica respuesta a un somero «¡mm!». Estaba convencida de que la gente no tenía motivos para sentirse bien consigo misma y que cuando parecía contenta era porque, probablemente, había violado la ley.

La noche anterior al gran día, Hannah hizo lo que llevaba años sin hacer. Se sentó en el borde de la cama, cerró los ojos y le rezó a su madre, pidiéndole que le diera fuerzas. Después se metió debajo de las sábanas y cayó en un sueño profundo. Cuando despertó, se notó más descansada de lo que había estado en años. Casi parecía que nadie hubiera dormido en su cama. La almohada prácticamente no tenía marca alguna. Se diría que había pasado la noche levitando.

La calma que empezó a experimentar durante su primer encuentro con los Whitfield había crecido hasta transformarse en una profunda serenidad, un halo de bienestar que envolvía todo su cuerpo y la protegía de cualquier angustia. Una hora después, cuando se subió a su coche, se dispuso a poner la radio en un gesto rutinario, pero se detuvo. Prefería prolongar su estado de ánimo sereno. Cuando estaba a medio camino de Boston, ya le parecía que Fall River se encontraba en realidad a años luz.

Encontró sitio para estacionarse muy cerca de la clínica. Decididamente, era un día mágico. Cuando entró a la sala de espera del doctor Johanson tuvo una placentera sensación de paz. Reinaba un silencio libre de cualquier impureza. La recepcionista la recibió con una inclinación de cabeza. Al principio, Hannah no había visto a los Whitfield, que estaban sentados en un rincón, juntos, algo rígidos, con las manos cruzadas sobre el regazo.

Jolene había cambiado sus habituales ropas llamativas por un sencillo traje sastre de color gris. La saludó con un leve gesto de la mano, como si un saludo más expresivo pudiera perturbar aquella mañana tan especial. Con voz apenas más alta que un susurro, Marshall dijo:

—Te apoyamos en todo —parecían unos padres nerviosos en una reunión escolar.

La puerta de la oficina del doctor Johanson se abrió v salió Letitia Greene. En cuanto vio a Hannah, su rostro se iluminó y alzó la mano con el puño cerrado, en un gesto que la joven interpretó como de victoria o solidaridad. Hannah sentía que allí la consideraban de un modo diferente al habitual. Para ellos no era una adolescente que casi había fracasado en la enseñanza secundaria, sino una mujer adulta, una igual, una camarada.

El doctor Johanson estaba en la puerta, algo ensimismado, esperando a que le prestaran atención. Llevaba la misma bata blanca que le había hecho parecer cómico unas semanas antes, pero que ahora daba a sus movimientos una seriedad que sorprendió a Hannah.

—¿Cómo te encuentras esta mañana, querida? ¿Estás lista? —le preguntó, mientras la ayudaba con su bata.

Hannah se sintió reconfortada al ver que el médico no había perdido su encantadora cortesía.

—Sí, estoy lista —Hannah creyó ver a la señora Whitfield contener las lágrimas. Todos parecían solemnes. Le extrañó un poco, pues suponía que se trataba, más bien, de una ocasión alegre.

El doctor la condujo amablemente a su oficina, cerrando la puerta detrás de él.

—Es un día importante para todos nosotros —le dijo, como si estuviera leyendo sus pensamientos. Hizo un gesto indicándole que se sentara. Estamos creando una nueva vida y eso siempre es una responsabilidad seria que no se debe tomar a la ligera, por mucho que lo que hoy vamos a hacer sea en realidad muy sencillo. Pudimos obtener seis óvulos de la señora Whitfield y los hemos fertilizado en el laboratorio con el semen de su marido. En un momento, los colocaré en tu útero y veremos si arraigan. Los instrumentos que uso son mínimos, básicamente un catéter microscópico inserto en una jeringa, y tú no sentirás casi nada. Pero el implante no es una ciencia exacta, por eso es importante que estés relajada y tranquila. Así es como puedes ayudar, Hannah, confiando en mí y pensando sólo en el bien que estás haciendo. ¿Alguna pregunta?

—¿Cuánto tiempo durará la operación? —preguntó, notando una fuerte sensación de sequedad en su garganta.

—Por favor, no es una operación, es un procedimiento. No más de diez o quince minutos. Después te pediremos que comas algo y que descanses un par de horas, para que tu organismo pueda estabilizarse. Pasado ese tiempo, misión cumplida, y entonces, bueno… entonces todo esta en manos de Dios.

Capítulo XI

Hannah volvió a experimentar aquella sensación. Una vaga náusea, una especie de acidez creciente que subía desde la boca del estómago hasta la garganta, donde se quedaba atravesada como un trozo de comida sin masticar. La primera vez que le sucedió corrió al baño, pensando que iba a vomitar. Pero no lo hizo. Ahora sabía que si se quedaba quieta, respiraba profundamente y esperaba, la sensación acabaría pasando. Por eso estaba sentada en el borde de la cama a las diez y media de la mañana, con los ojos semicerrados, agarrada al respaldo de una silla.

Le faltaba media hora para entrar a trabajar. Pensó en llamar y decir que estaba enferma. Pero no estaba propiamente enferma, sino sólo temporalmente indispuesta. Cuando fue a su consulta, dos semanas después de la intervención, el doctor Johanson le había dicho que se trataba de un síntoma normal. El test hormonal había confirmado lo que todos esperaban y que Hannah había sabido antes de que le extrajeran sangre: que el implante había arraigado. Estaba embarazada.

Apenas podía creer las palabras del médico, tal fue la alegría que le produjeron. Y seguía muy contenta, pese a que no era particularmente feliz en ese preciso momento. Estaba mareada y pensar en ello le hacía sentirse peor. Su imagen en el espejo de la cómoda no la ayudaba.

Bueno, no había lugar para las quejas, alguna incomodidad era inevitable. No la estaban pagando por nada. Su primer cheque de Aliados de la Familia había llegado precisamente un par de días después de que el doctor johanson le hiciera el anuncio oficial de su embarazo. Vino con una carta en la que además se especificaban las vitaminas prenatales que debía comenzar a tomar inmediatamente. La recibió justo después de un alegre folleto titulado
Ejercicios para las futuras mamás
. Ahora le llegaba correspondencia de Aliados de la Familia casi a diario. El apartado de correos 127 se estaba convirtiendo en un sitio concurrido.

Le gustaba ir a mirar el casillero antes de entrar al restaurante. Si se daba prisa, se dijo, todavía tendría tiempo de hacerlo. Un par de respiraciones profundas más y la sensación de ardor y náusea pareció disminuir. Ahora sólo quedaba la mala cara.

En el casillero del apartado de correos esperaba otra de las elegantes tarjetas que Jolene Whitfield usaba en su correspondencia. Era una reproducción de un paisaje de El Greco, un pueblo español iluminado por relámpagos en una noche espectral. La triste imagen no estaba en consonancia con el alegre mensaje que Jolene había escrito, con su habitual tinta violeta. La mujer reiteraba la felicidad que sentían ella y Marshall y la invitaba a almorzar.

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