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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (12 page)

BOOK: El sudario
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—Ya no duermo toda la noche seguida —respondió Hannah—. Me resulta difícil ponerme cómoda. En general, me despierto porque tengo que ir al baño. Tres, cuatro veces cada noche.

El médico tomó notas en su libreta.

—No hay nada anormal en eso. Es importante que bebas mucha agua. ¿Y quién no estaría incómodo con lo que llevas dentro? —se rió—. Ahora recuéstate. Vamos a medir, ¿de acuerdo?

Hannah se acomodó sobre la camilla de reconocimiento. El doctor sacó un metro de su bolsillo y, poniendo un extremo sobre el hueso pélvico, lo extendió sobre su ombligo.

—¡Veintiún centímetros! —anunció—. ¡Perfecto! Ni demasiado, ni demasiado poco. Estás creciendo al ritmo exacto. Pero para asegurarnos…

Acercó una pesada máquina hasta el borde de la camilla. Antes de que la colocara donde Hannah no pudiera verla, la joven alcanzó a atisbar un monitor de televisión y varias hileras de teclas y botones sobre una futurista consola.

Con suavidad, le aplicó un líquido lubricante sobre el vientre.

—Está frío, ¿no?

—Un poquito. ¿Para qué es? —preguntó la chica.

—No hay que preocuparse. Vamos a sacar unas imágenes para asegurarnos de que todo se está desarrollando normalmente. Se hace con ondas sonoras, así que no sentirás nada. ¿Sabías que durante la Segunda Guerra Mundial la Marina desarrolló esta tecnología para determinar la posición de los submarinos en el océano? Ahora la utilizamos para ver la posición del bebé en el fluido amniótico. Eso es progreso, ¿verdad? —encendió la máquina y comenzó a mover sobre su estómago un pequeño aparato de plástico que Hannah encontró similar al ratón de un ordenador. Le hacía cosquillas—. ¿Cómo te están tratando los Whitfield? —preguntó, mientras miraba el monitor.

—¡Demasiado bien!

—¿Te alimentan bien? Es muy importante. Queremos un bebé sano, fuerte.

—Como demasiado.

El ratón se detuvo y el doctor Johanson se inclinó sobre el monitor. Después comenzó a moverlo otra vez, explorando sistemáticamente el vientre de Hannah.

—Éste no es el momento para preocuparse por la silueta. Tendrás mucho tiempo para ello después. Ahora disfruta de la comida. Recuerda, mucho hierro, carnes rojas, espinacas —emitió una serie de gruñidos de aprobación y finalmente apagó la máquina y limpió el aceite del vientre de Hannah con un paño húmedo—. Ya te puedes vestir.

Jolene estaba hojeando una revista de decoración cuando Hannah y Johanson salieron a la sala de espera.

—Sin problemas —proclamó el doctor—. Tal como le había dicho. Antes de que nos demos cuenta, ¡pum! Tendremos a nuestro bebé. ¿Las veo en otras dos semanas?

Entregó a la recepcionista varios papeles, y estaba a punto de retirarse cuando Jolene se dirigió a él.

—Ya que estoy aquí, doctor, ¿le importa que le haga unas preguntas? Sólo le entretendré uno o dos minutos.

El doctor Johanson miró su reloj y luego a Hannah, con un gesto que sugería que peticiones de esa clase eran muy frecuentes. Todo el mundo tenía un dolor o una molestia que ocuparía sólo un minuto de su tiempo. En realidad querían una consulta gratis. Era un riesgo de la profesión.

—Por supuesto, señora Whitfield —suspiró—, venga por aquí.

Hannah agarró un ejemplar de la revista
People
e intentó interesarse por la historia de la portada, que hablaba de una actriz de dieciséis años que había protagonizado una exitosa serie televisiva en la que hacía de guardabosques. La fotografía la mostraba en bikini sobre una moto de nieve «calentando el parque», como decía el titular.

La puerta de la sala de espera se abrió y entró una mujer de unos treinta años. Saludó con un movimiento de cabeza a la recepcionistas y, con un sonoro «¡uf!», se derrumbó sobre una silla frente a Hannah. La chica levantó la vista: la mujer era enorme y su frente brillaba por el sudor.

—Dios, ¡que gusto poner los pies en alto! —exclamó la recién llegada a modo de explicación—. ¿Es el primero?

—Sí.

—Bueno, ¡éste es mi tercer y último embarazo! Le dije a mi marido que mis trompas iban a quedar atadas con un precioso lazo después del parto. Él quería un varón. ¿Qué le podía decir? Va a tener un chico para llevarlo a los partidos de los Red Sox de aquí a diez años, si no me caigo muerta de agotamiento en la próxima hora. ¿Sabes qué va a ser el tuyo?

—No, no lo sé.

—Algunas personas prefieren no saberlo. A mí las sorpresas no me gustan mucho. De este modo, me parece que todos pueden hacernos el regalo apropiado.

Aprendí esa lección duramente. Mi esposo fue y compró camisetas deportivas, pantalones, gorras de béisbol y no me acuerdo cuantas cosas más para el primero. Incluso le compró botas. No me preguntes por qué. Naturalmente, resultó ser una niña y todo eso todavía está guardado en algún cajón. ¿No tienen tú y tu esposo la más mínima curiosidad?

—Niña o niño, me parecerá bien.

Esto es lo que Jolene había querido decir al hablarle de las conversaciones con extraños. Al verte embarazada, dejan de lado todas las formalidades y comienzan a disparar preguntas. Hannah no podía imaginar a la gente aproximándose a una mujer no embarazada y preguntándole si le dolían los tobillos o de qué humor estaba su novio.

Pero el embarazo parecía ser una invitación abierta a todas las preguntas.

Deseosa de cortar la charla, ¡y nuevamente con ganas de orinar!, Hannah se excusó y le dijo a la recepcionista que necesitaba ir al baño.

—Ya sabes dónde es. La penúltima puerta a la derecha.

Hannah caminó por el pasillo, pasando el despacho del doctor Johanson, el consultorio que ya conocía y una sala de rayos x. Estaba a punto de entrar al baño cuando escuchó las voces de Jolene y el doctor, procedentes de un cuarto situado al final del corredor. No podía escuchar lo que decían, pero estaba claro que Jolene parecía excitada. ¿Trataba de calmarla el médico?

Curiosa, se acercó de puntillas. La puerta estaba parcialmente abierta y la habitación no tenía más luz que el brillo ocasional de una bombilla. Jolene y Johanson se encontraban de espaldas a la puerta, de pie, mirando juntos la pantalla de un monitor.

—Estoy a punto de explotar —dijo Jolene—. Es lo que había esperado tanto tiempo. Lo que queríamos.

El doctor Johanson le señaló a Jolene algo en la pantalla.

—Está sonriendo.

Se movió mientras tocaba unos botones y Hannah entrevió que miraban una imagen en blanco y negro en el monitor. No podía ver claramente de qué se trataba. Parecía un capullo, algo metido en una especie de cápsula. Entonces vio movimientos y la imagen se aclaró, tomó forma. Era un feto. Se distinguían la cabeza y las piernas, recogidas sobre el cuerpo en forma de media luna. Esforzándose, Hannah pudo distinguir una pequeña mano descansando sobre la mejilla. Estaba hechizada.

El doctor Johanson se puso de pie y volvió a fijar su atención en la pantalla. Ahora Hannah volvía a estar tapada. El médico pasó el brazo por el hombro de Jolene, acercándola y susurrándole algo que la joven no pudo oír. El gesto le pareció sorprendentemente íntimo. Como no quería que la descubrieran fisgoneando, se apartó rápidamente.

De pronto, se dio cuenta de lo que había visto. Fue como si experimentase una gran sacudida. ¡El feto de la pantalla era el suyo! Un verdadero ser humano, con pequeñas manos y pies, y un corazón que latía. ¡Y la mano se había movido! Ella lo había visto. ¡Era una madre auténtica!

Las emociones se agolparon en su ánimo hasta producirle vértigo, casi mareos. Tenía que volver a la sala de espera antes de que fuera demasiado tarde. Estaba a punto de desmayarse…

—No te pasa nada, ¿verdad? —preguntó la mujer embarazada mientras Hannah se dejaba caer en una silla—. Estás blanca como la leche.

—Estoy bien. Tengo un poco de hambre, eso es todo.

—Qué me vas a contar —dijo la mujer—. Comer y hacer pis, hacer pis y comer. Es todo lo que hacemos. —Hannah hizo un esfuerzo para sonreír—. Pero déjame que comparta un secreto contigo —continuó—. El día que ponen el bebé en tus brazos es el más feliz de tu vida. ¿Y sabes lo que es todavía mejor?

—¿Qué?

—El segundo día, el tercero, el cuarto y el quinto.

Una Jolene feliz irrumpió en la sala de espera, seguida de Johanson.

—Gracias, doctor, por su paciencia —le dijo, y luego se dirigió a Hannah—: ¿Qué te parece si nos vamos a comer a un buen restaurante? Conozco uno muy elegante en la calle Newbury.

—Como quieras.

—Eso es lo que me gusta oír —dijo el doctor Johanson—. ¡Buenas comidas, buenos alimentos, cantidades saludables! —luego saludó a la otra paciente—. ¿Y cómo está usted hoy, señora McCarthy?

—Estaré mucho mejor, doctor, cuando deje caer este peso.

—Ya no falta mucho, se le prometo, señora McCarthy.

—Diez minutos son demasiado tiempo. O sea que falta muchísimo.

—Vamos, vamos. Una semana más, es todo. Por aquí, por favor.

La señora McCarthy se puso en pie y siguió al doctor. Justo cuando estaba a punto de desaparecer, se dio la vuelta hacia Hannah.

—¡Recuerda! Vale la pena cada segundo. Es maravilloso.

En el vestíbulo, saliendo de la clínica, Hannah le preguntó a Jolene si todo estaba bien.

—Estuviste mucho rato con el doctor.

Jolene quitó importancia a su encuentro con el médico.

—Ya sabes cuánto me preocupo. Soy muy pesada. Me obsesiono con cualquier tontería. Pero el doctor Johanson dice que estoy bien. No era nada. Nada de nada. Afirma que no puedo estar mejor.

Capítulo XVIII

La imagen de la pequeña mano apoyada en la cabecita perseguía a Hannah. También la idea de que un día sostendría la manita y acariciaría la pequeña cabeza. Quería hacerlo, aunque sólo fuera una vez, unos instantes.

¿Por qué no le habían mostrado lo que ahora ella sabía que eran ecografías de su bebé? Le molestaba el comportamiento secreto de Jolene y el doctor Johanson, agazapados sobre el monitor de televisión examinando las imágenes del niño en su vientre. Le parecía una violación de su intimidad. El niño era de Jolene, cierto, y ella tenía todo el derecho del mundo a verlo. ¿Pero no lo tenía también Hannah? Se suponía que iban a recorrer juntas el camino. Y las primeras imágenes del bebé le habían sido ocultadas deliberadamente.

Hannah recordó que estaba allí para realizar un trabajo muy especial, que hacía su cuerpo. ¿Cómo era posible que los Whitfield, a quienes consideraba bondadosos, esperaran que se olvidara de las sensaciones que estaba experimentando?

Todas las noches se iba a dormir con el bebé en los pensamientos, y cada mañana, incluso antes de ponerse la bata y las zapatillas, su corazón volaba otra vez hacia la criatura que pronto nacería. Le hablaba cuando creía estar a solas o cuando Jolene se encontraba lejos. Y pronto comenzó a imaginar que el pequeño le respondía. Se cruzaban mensajes todo el día. «Te quiero mucho». «También yo te quiero». «Lo eres todo para mí». «Y tú para mí».

Jolene no volvió a hablar de su visita al doctor. Por contra, se preocupaba cada vez más por las «apariencias».

Ese fin de semana, durante la cena, sacó a colación el tema de las conversaciones con la gente y de lo que debían decir cuando les preguntaran.

—No hay nada de qué avergonzarse —insistió Marshall—. Es nuestro hijo. Hannah nos está brindando un servicio y una asistencia especial y afectiva. No tiene por qué negarlo.

—No digo que deba negar nada. Lo que me pregunto es por qué cualquier desconocido tiene que estar al tanto de nuestros asuntos. Tú sabes de sobra lo chismosa que es la gente en este pueblo. Con los amigos íntimos, bueno, es otra cosa.

—Estás dando demasiada importancia a este asunto —insistió el marido—. La gente que diga lo que quiera. Y, al fin y al cabo, ¿no te parece que todos tienen derecho a saber que este servicio está disponible?

«¿Servicio?», pensó Hannah. La expresión la inquietaba.

Jolene no estaba convencida.

—Entonces, ¿qué dirá en la biblioteca cuando esté buscando libros y la bibliotecaria le pregunte cuándo nacerá el niño? ¿O qué contará en la galería? Piensa en toda la gente que estará en la inauguración. ¿Qué les dirá?

—Les dirá que en diciembre, que nacerá en diciembre. Es muy sencillo.

—¿Y qué sucederá si alguien le pregunta por el padre? ¿Dirá «es el simpático señor Whitfield, que vive en la calle Alcott»? ¡Imagínate!

—Me rindo, Jolene, tú ganas. ¿Qué es lo que sugieres? —la irritación de Marshall era visible.

La mujer puso sobre la mesa un pequeño estuche y lo abrió. Sobre un fondo de terciopelo negro se destacaba un anillo de compromiso.

—Esto responderá a muchísimas preguntas, créeme. Ella puede decir que su esposo está en el extranjero y que vive provisionalmente con nosotros. ¿No es una buena explicación?

—No quiero que Hannah haga nada con lo que no se sienta cómoda.

—Tomémoslo como un juego en el que Hannah será la protagonista. Es sólo un anillo, Marshall.

El hombre se reclinó en la silla, reacio a continuar con la discusión.

—¿Qué te parece, Hannah?

—No sé. ¿Crees que es verdaderamente necesario?

—¡Otra igual! —exclamó Jolene—. ¿Qué daño puede hacer una mentira tan inocente? ¡Un anillito de nada! Y si mantiene a raya a los indiscretos… Pruébatelo, Hannah. Hazlo por mí. Una pequeña prueba, nada más.

La joven cogió el anillo del estuche y lo deslizó en su dedo.

—¡Le queda bien! —gritó Jolene, tan alegre que Hannah no se atrevió a quitárselo.

Capítulo XIX

Hannah continuó soñando con la cabecita que un día descansaría contra su pecho, con la pequeña mano que cogería la suya y con esos piececillos que ahora empezaban a dar patadas dentro de ella y pronto las darían fuera, hasta destaparse en la cuna azul. Se inclinaría y le haría cosquillas, y luego acomodaría la blanca manta sobre el diminuto cuerpo y…

Pero no. Sería Jolene quien acomodaría la manta y haría las cosquillas a los piececitos. Hannah se esforzó en pensar en otra cosa. No ganaba nada entregándose a semejantes ensoñaciones.

Se puso a dar vueltas sin rumbo por la casa. El coche de Jolene no estaba en el garaje. No había nadie. Fue al piso superior, cogió un suéter de su cómoda y se lo puso sobre los hombros. Quince minutos más tarde estaba sentada en el último banco de Nuestra Señora de la Luz Divina.

Había unos pocos fieles, en su mayoría mujeres mayores, cerca del confesionario. Las devotas desaparecían en él una tras otra, para emerger minutos más tarde y arrodillarse frente al altar, donde recitaban quedamente los avemarías que el sacerdote les había encomendado como penitencia. No permanecían mucho tiempo arrodilladas, de modo que sus pecados, supuso Hannah, no podían ser graves. Al menos no tanto como el que ella no podía apartar de sus pensamientos.

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