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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (13 page)

BOOK: El sudario
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Y pensar en un pecado era casi tan malo como cometerlo. Eso le habían enseñado las monjas en la clase de catecismo.

Vio que la última mujer dejaba el confesionario y se arrodillaba frente al altar. Ahora saldría el padre Jimmy. Pero no fue él quien apareció. Era un sacerdote de mayor edad, unos sesenta años, fornido, de facciones curtidas y pelo cano enmarañado. Se detuvo brevemente a conversar con una de las parroquianas.

Intentando superar su decepción, Hannah se acercó y esperó en silencio a que terminara la conversación y pudiera prestarle atención. De cerca, su rostro parecía autoritario, las rudas facciones daban impresión de rigor y fortaleza. Sus nutridas cejas también eran canas, lo que destacaba aún más sus llamativos ojos oscuros.

—Discúlpeme, ¿no está el padre Jimmy?

—¿Para confesarse?

—No, sólo quería hablar con él.

—Creo que está en la rectoría. ¿Puedo ayudarla en algo? —su voz profunda y sonora parecía surgir de la tierra.

—No, no. No quiero molestarle. Volveré en otro momento.

—No le molestará. Es su trabajo. ¿Por qué no viene conmigo, señora…?

Hannah tuvo un momento de confusión, hasta que se dio cuenta de que el cura había visto su alianza.

—Manning. Hannah Manning.

—Encantado de conocerla, señora Manning. Es nueva aquí, ¿verdad? Yo soy monseñor Gallagher.

La rectoría, una casa de dos pisos con celosías blancas y un porche amplio, estaba a tono con el resto del barrio, aunque no era tan grandiosa como la mayoría de los edificios. Monseñor Gallagher la hizo pasar a la recepción. Los muebles no eran de gran calidad, pero la habitación estaba inmaculada. La madera, muy bien pulida, brillaba intensamente. La ausencia de adornos y elementos domésticos indicaba que la habitación se reservaba para actos y encuentros oficiales. Una señora de edad apareció para preguntarle a Hannah si quería una taza de té y, al recibir una respuesta negativa, volvió a la cocina.

—Si toma asiento, señora Manning —dijo monseñor Gallagher—, iré a buscar al padre James. O padre Jimmy, como lo llama usted. Usted y todos los demás —a mitad de la escalera se detuvo y agregó—: Espero verla con frecuencia en el futuro. Naturalmente, la invitación es extensiva a su esposo, si él lo desea.

—Gracias, se lo haré saber —respondió Hannah ruborizándose levemente.

Cuando hizo su aparición minutos después, el padre Jimmy pareció sorprendido y a la vez contento de ver a la chica.

—¿Cómo estás? ¿Todo va bien?

—Bien, bien. Le pregunté a monseñor si estabas, y antes de que pudiera darme cuenta, me condujo hasta aquí.

—Le gusta hacerse cargo de todo. Es una buena cualidad para manejar una parroquia.

—No quiero quitarte tiempo. Sólo deseaba conversar. No estoy interrumpiendo nada importante, ¿no?

—No, estaba con mi ordenador, navegando en internet. Podemos hablar fuera, si lo prefieres. Hace un día precioso.

Una corriente de aire frío del norte había suavizado el agobiante calor que suele apoderarse de Massachusetts a finales de agosto, y los jardines, que ya deberían llevar tiempo quemados por el sol, permanecían verdes y frescos.

A medio camino entre la rectoría y la iglesia, la sombra de un par de arces caía sobre un banco de piedra. Hannah se sentó en un extremo, el sacerdote en el otro, como si ambos conocieran una regla no escrita sobre la proximidad adecuada entre un religioso y una feligresa cuando ésta es joven y atractiva.

—He tenido algunos pensamientos perturbadores, eso es todo —dijo Hannah—. Pensé que me ayudaría poder comentarlos con alguien —el sacerdote esperó a que continuara hablando—. Pensamientos que no debería tener. Pensamientos equivocados.

—Entonces haces bien en querer hablar con alguien.

—El problema es que prometí no hacerlo. No quiero romper esa promesa. Es tan complicado… Vas a pensar que soy una persona horrible.

—No, no lo haré —se quedó sorprendido por la confusión en que pareció sumirse Hannah repentinamente—. Temes traicionar la confianza depositada en ti, ¿verdad?

—Algo así.

—¿Te han hecho alguna confidencia perturbadora? ¿Quizá un encargo inquietante?

—Sí —respondió. El ceño fruncido dejaba clara su resistencia a entrar en detalles. El sacerdote era consciente de su poca experiencia en charlas con jóvenes. Las mujeres mayores y los niños se le acercaban pidiendo la absolución, pero la diferencia de edad le hacía menos consciente de su papel. Los pecados de las ancianas y los niños eran, inevitablemente, triviales. Hannah Manning pertenecía a su generación. El padre acusaba profundamente su inexperiencia.

—Si quieres hablar conmigo bajo el amparo de la confesión, lo que digas no saldrá de allí —le sugirió, señalando hacia la iglesia—. Tengo la sagrada obligación de no revelar nada de lo que digas. Así que no traicionarías a nadie. Tal vez de ese modo pueda ayudarte a encontrar la…, la paz que mereces.

Sus palabras sonaron rimbombantes, casi pomposas, incluso para él. Las decía sinceramente, pero se dio cuenta de que debía hablar con sencillez, desde el corazón, no desde la cabeza. ¿Cómo se hacía eso?

Hannah observó signos de perplejidad en su agradable rostro.

—¿Tenemos que regresar a la iglesia para confesar?

—No necesariamente, podemos hacerlo aquí.

—Pero yo pensé…

—El confesionario aporta intimidad y anonimato a la gente, eso es todo. Si quieres, vamos.

—Creo que preferiría hacerlo aquí.

—Ahora mismo vuelvo.

Entró por la puerta lateral de la iglesia y volvió con una estola púrpura, que se colocó en el cuello mientras se volvía a sentar en el banco. Evitando los ojos de Hannah, hizo la señal de la cruz y la bendijo.

—En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, amén.

La respuesta, archivada en la memoria de Hannah desde la infancia, brotó de manera automática.

—Bendígame, padre, porque he pecado. Han pasado siete años desde mi última confesión. Éstos son mis pecados —dudó—. Yo…, yo quiero algo que no me pertenece.

—¿De qué se trata?

—De este bebé. Quiero quedarme con este bebé. El padre Jimmy logró ocultar su sorpresa a duras penas. ¿Por qué no iba a poder quedárselo? ¿Estaba enferma? ¿Corría peligro el bebé? Nadie se le había acercado antes para hablar con él de un aborto.

—¿Alguien te dice que no puedes quedártelo? —preguntó.

—No me pertenece. No es mío.

—Lo siento, no te entiendo.

—La mujer que te presenté, la señora Whitfield… Es su bebé, yo soy una madre sustituta. Estoy gestando el bebé para ella y su esposo.

—¿Y qué hay de tu propio esposo?

Hannah agachó la cabeza.

—No estoy casada. Me dieron este anillo para que disimule.

—Ya veo —pero no veía. ¿Qué se suponía que tenía que decir ahora? ¿Cuál es la doctrina de la Iglesia sobre madres de alquiler? No tenía ni idea. En silencio, rezó pidiendo inspiración, implorando una respuesta que no le hiciera parecer tan poco preparado como se sentía—. ¿Cuándo…, cuándo comenzaron a surgir estos sentimientos?

—Hace un par de semanas. No sé cómo explicarlo. Siento a esta persona creciendo dentro de mí. Siento el latir de su corazón. Escucho sus pensamientos. Quiero que sea mío, pero no tengo derecho. Los Whitfield han intentado tener un hijo durante mucho tiempo, y los destruiría si me lo quedara. Eso es lo que me dijo la señora Greene. Llevan meses preparando su habitación, su cuna, sus cosas.

—¿Quién es la señora Greene?

—La mujer que arregló todo esto. Tiene una agencia, la agencia a la que fui.

—¿Has hablado con ella de esto?

—Todavía no. En una de las primeras entrevistas me dijo que tenía que estar segura de lo que hacía, porque no quería que sus clientes sufrieran más aún. Ya han pasado bastante, me dijo.

El cura trató de imaginarse la situación, pensó en sus protagonistas, en los extraños lazos que los unían. Recordó la historia bíblica del rey Salomón, que tuvo que decidir cuál de las dos mujeres era la verdadera madre deun niño que ambas reclamaban para sí. No parecía tener aplicación en este caso.

En medio del silencio, pudo escuchar a un par de niños con sus patines, el ruido que hacían los pequeños vehículos sobre la vereda, mientras se alejaban en dirección al pueblo.

—¿Te pagan para que lo hagas? —preguntó.

—Sí —murmuró Hannah—. Supongo que piensas que eso también está mal.

—No, no. Pienso, bueno, pienso que los sentimientos que tienes son muy naturales. ¿No sería extraño que no los tuvieras?

—Amo a este bebé. Lo amo de verdad.

—Como debe ser, Hannah —tienes que ser sencillo, se dijo. Directo. Dile lo que de verdad crees—. Cada instante que lleves contigo a este niño debes amarlo, hacerle saber que el mundo al que va a entrar es un lugar lleno de alegría. Ésa es una parte de tu trabajo. También del mío. Es parte del trabajo de todos. Nadie es dueño de los hijos de Dios. Los padres tienen que dejar que sus hijos crezcan y abandonen el hogar y se hagan adultos. Pero nunca dejan de amarlos. Que tengas que dejar a este bebé no quiere decir que debas dejar de amarlo.

—No sé si podré.

—Puedes, Hannah. Podrás. Lo que estás pasando debe de ser normal en las madres en tu situación. Creo que deberías pedirle consejo a la señora Greene. Seguro que se ha enfrentado a casos similares con anterioridad. ¿Te sientes cómoda hablando con ella?

Hannah asintió.

—Es muy agradable. Ella también tiene un hijo gracias a una madre sustituta.

—Entonces puede entender a todas las partes. Seguramente no quiere que te sientas triste. Acude a ella. Habla con ella. Escucha lo que tiene que decirte. Y promete que luego vendrás a verme.

—Lo haré. Gracias, padre.

El padre Jimmy sintió que le invadía una oleada de alivio. Hannah parecía menos ansiosa. Algo de su habitual dulzura volvía a su rostro. Tal vez no había fracasado completamente.

La acompañó hasta el caminillo y fue recompensado con una tímida sonrisa. Pero durante toda la tarde no pudo dejar de preguntarse si le había dado el consejo adecuado o si, en verdad, su consejo no tenía ningún valor.

Capítulo XX

Pasó una semana hasta que hannah reunió coraje suficiente para hacer lo que el padre Jimmy había sugerido. Esperó hasta que Jolene se metió en su estudio y estuvo lo suficientemente concentrada en «curar» un lienzo como para no querer detenerse por nada. Entonces asomó la cabeza y le dijo que iba a ir con su coche hasta el Framingham Mall.

—Iría contigo, pero estoy sucia hasta los codos con estuco.

—No te preocupes, otra vez será.

Hannah no tuvo problemas para hallar la calle Revere. La zona hervía de actividad: mensajeros con sus paquetes, oficinistas en el descanso del almuerzo, estudiantes camino de una de las universidades cercanas. Mientras subía la escalera de la agencia, deseó no importunar a la señora Greene. No había llamado antes por temor a que la mujer le dijera algo a Jolene y que ésta reaccionara mal y se pusiera como loca. Le parecía mejor dejar a un lado a los Whitfield por el momento. Una buena charla con la señora Greene pondría, seguramente, todo en perspectiva, tal como le había dicho el padre Jimmy.

Cuando llegó al descansillo, no vio el cartel de Aliados de la Familia y se preguntó si, distraída como estaba, había entrado en un edificio equivocado. Miró a su alrededor. No, allí estaban la puerta acristalada y las letras que la identificaban como la oficina de «Gene P. Rosenblatt, abogado». Así que estaba en el lugar correcto.

Pero el cartel no estaba. Vio varias marcas de tornillos en la pared, donde antes estuvo el rótulo. Pensando que se debía de haber caído, intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Llamó con los nudillos. Golpeó más fuerte una segunda vez, esperando una respuesta. No la hubo.

Confundida, estaba a punto de bajar las escaleras cuando vio una luz en la oficina del abogado. Cruzó el pasillo y empujó la puerta. Al abrirse sonó una campanilla a modo de bienvenida. Un hombre rechoncho con unas gafas de cristales tan gruesos que parecían haber sido hechos con el fondo de viejas botellas estaba inclinado sobre un archivo.

Se enderezó y parpadeó varias veces.

—¿Sí, jovencita? ¿En qué puedo servirla?

—Estaba buscando a la mujer de la otra oficina, de Aliados de la Familia.

—¿Aliados de la Familia? ¡Eso es lo que quería decir «ADF»! Ah… Muchas veces he estado a punto de pasar, saludar, presentarme, por así decirlo —dio un empujón al cajón metálico, que se cerró con estruendo.

—¿Sabe si ha salido a un recado, o a comer?

—¿Salir a comer? —sus ojos, agrandados por los cristales, parecían espirales—. Tal vez salió una o dos veces, la primavera pasada.

—No, hoy. ¿No la ha visto irse hoy?

—Bueno, eso sería difícil, porque la oficina lleva tiempo cerrada.

—¿Cerrada?

—Sí. Tuve la intención de ir y presentarme, como vecino, para charlar un poco. Antes de que me diera cuenta, se fueron. Lo vaciaron todo y cerraron.

—¿Cuándo fue eso?

—Bueno, veamos —se sumió en lo que parecía una profunda concentración—. Estuve enfermo una semana. Gripe. Me parece que fue entonces cuando quitaron el cartel. No. Un momento. Fue después de que mi hermana viniera de visita. Así es. Ella estuvo de visita a mediados de la primavera. Así que creo que el lugar está cerrado, aunque parezca mentira, desde hace más de cuatro meses.

Capítulo XXI

En el estacionamiento, hannah echó una moneda en el teléfono y marcó el número de Aliados de la Familia. Sonó cuatro veces y luego se escuchó un clic y una voz grabada dijo que el número ya no estaba en funcionamiento.

Intentó recordar cuándo había tenido contacto con la señora Greene por última vez. Hacía sólo una semana, la mujer había llamado a la casa de East Acton. Hannah no había hablado directamente con ella, pero después de colgar, Jolene le había dicho: «Letitia te manda saludos». Y el primer día de cada mes Hannah recibía su cheque de Aliados de la Familia, a los que la señora Greene siempre añadía una afectuosa nota personal.

¿Pero cuándo la había visto por última vez, cara a cara?

Ya hacía tiempo.

Se preguntó si los Whitfield sabían que las oficinas estaban cerradas. Si lo sabían, no se lo habían dicho.

Caminó hasta el parque cercano y se quedó mirandolas embarcaciones de recreo. Muchos estudiantes universitarios descansaban sobre el césped, decididos a tomar el tibio sol de finales del verano. Hannah encontró un banco libre, se sentó y trató de despejarse.

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