El sudario (28 page)

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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El sudario
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Encendió la lámpara de la mesilla. En el cajón de la cómoda encontró un par de viejas medias de lana. ¿Qué más necesitaba? Sus ojos recorrieron la habitación. ¡La agenda!

Arrancó varias páginas y las convirtió en bolas de papel.

Ahora necesitaba un trozo de madera. Vio un paraguas. Tendría que servir. Llevó todo al baño y levantó la tapa del inodoro.

Primero dejó caer la media, empujándola por el desagüe todo lo que pudo. Después, utilizando la punta del paraguas, la empujó todavía más. Envolvió las bolas en papel higiénico y también las empujó. Finalmente, para rematar la faena, selló lo que quedaba con el resto del rollo. Satisfecha con su trabajo, tiró de la cadena.

El nivel del agua se elevó lentamente y se detuvo justo al borde. Esperó para ver si rebosaba. Cuando vio que no era así, volvió a tirar de la cadena y esta vez el agua comenzó a caer sobre el suelo embaldosado. Otro tirón y las baldosas quedaron cubiertas de agua.

Ahora tenía que despertar a alguien. Jolene y Marshall dormían en la habitación que estaba justo debajo de la suya, mientras que Judith ocupaba la de invitados, al otro lado del vestíbulo.

—¡Hola! —gritó—. ¡Tengo un problema! ¡Necesito ayuda! —el sonido de los golpes en la puerta resonaba por toda la escalera. Ya empezaban a dolerle las manos cuando finalmente escuchó movimientos—. ¿Hay alguien despierto?

—¿Qué sucede? ¿Pasa algo? —era Marshall. Abrió la puerta y asomó la cabeza.

—Es el inodoro. Está atascado. Hay agua por todas partes. Tengo que orinar ya o voy a explotar —saltaba alternativamente sobre uno y otro pie, como si bailara en un lecho de brasas ardientes.

Marshall observó la absurda danza con ojos abotargados, no acostumbrado aún del todo a la luz, y se encaminó al baño a echar un vistazo.

—Déjame ver qué puedo hacer. Usa el baño de abajo.

—Has llegado justo a tiempo.

Los Whitfield tenían su propio cuarto de baño, pero había uno para las visitas al final del pasillo. Jolene estaba sentada en la cama cuando Hannah pasó de puntillas por su puerta. Se quedó en el baño lo menos diez minutos, tiró de la cadena, abrió un poco el grifo y luego volvió a subir.

Marshall había secado la mayor parte del agua con toallas, pero no conseguía desatascar el inodoro. Su frustración aumentaba por lo tarde que era y por la falta de herramientas adecuadas.

—¿Qué demonios has echado al inodoro? —masculló.

—Demasiado papel higiénico. Es una de esas noches que tengo que usar el baño a todas horas —dijo Hannah con tono de disculpa.

—Tendré que arreglarlo mañana por la mañana.

—¿Y qué hago hasta entonces?

Se encogió de hombros, sin querer enfrentarse al problema.

—No lo sé. Creo que tendrás que seguir utilizando el baño de nuestro piso.

Sus chanclas mojadas dejaban huellas en el suelo del dormitorio.

—Gracias —le dijo Hannah cuando se iba. Contuvo el aliento, esperando el familiar sonido de la cerradura.

Pero lo único que escuchó, o creyó escuchar, fue el ruidode sus pisadas, casi chapoteos, al bajar las escaleras. ¡La puerta estaba abierta!

Había contado con el hecho de que conocían su necesidad de usar el baño y que lo aceptaban como una inevitable consecuencia de su embarazo. Hasta ahora, el plan había funcionado, a menos que Marshall no hubiera vuelto a la cama y estuviera al acecho en algún lugar, en la oscuridad, esperándola. Lo dudaba. Eso era cosa de las películas de terror, no pasaba en la vida real.

Esperó cuarenta y cinco minutos. Luego bajó las escaleras y desapareció en el baño del primer piso. Tiró de la cadena y abrió el grifo. Si alguien estaba despierto, pensaría que ella hacía otro obligado viaje al baño. Tuvo cuidado de cerrar con fuerza la puerta cuando volvió a su habitación, para que la oyeran en el piso inferior.

Eran casi las cuatro cuando volvió a levantarse, esta vez haciendo el menor ruido posible. Por la quietud de la casa, parecía que todos estaban durmiendo profundamente. La escarcha ya había caído y el cielo estaba parcialmente despejado. El césped brillaba, como si hubierasido rociado con polvo de vidrio. Sin encender la luz, Hannah se puso unos pantys y varios pares de medias. Siguieron dos suéteres, una chaqueta, los pantalones y la bufanda. Se levantó las perneras de los pantalones, de modo que cuando se puso la bata sólo se veían los zapatos. Esperaba que nadie fuera a mirarle los pies. Con suerte, nadie le miraría nada.

Se guardó el monedero en un bolsillo y rezó una breve plegaria.

Había planeado descender por etapas. Llegar hasta el baño era sencillo, pues el bebé siempre le podía servir como excusa si la veían. Sin embargo, cuando alcanzó el primer piso, sudaba copiosamente y su corazón latía con tanta fuerza que temía despertar a todo el barrio. Permaneció de pie en el baño, con la oreja pegada a la puerta, y escuchó los ruidos de la casa. Sólo se oían los crujidos y gemidos de las vigas y del entarimado, ya centenario. No había sonido humano alguno.

Se dio otros cinco minutos de tregua, para asegurarse, y luego, como quien pone un pie en las aguas heladas del océano, dio un primer paso, muy quedo, hacia el último tramo de escaleras. Se dijo a sí misma que ya no debía detenerse, sino concentrarse en su objetivo, la puerta principal. Ahora o nunca.

A mitad de camino, un escalón crujió bajo su peso. Se detuvo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Reunió valor para continuar. Las alfombras del recibidor amortiguarían sus pasos, una vez que llegara allí. El perfil de la puerta principal era visible gracias a la lechosa luz que provenía de las ventanas, dibujando ataúdes de plata en el suelo. Cruzó el vestíbulo y corrió el cerrojo de la puerta principal sin apenas hacer ruido. La de la cocina, testigo de su anterior intento de fuga abortado, necesitaba engrasarse y debía evitarla.

Con cuidado, entreabrió la puerta y se preparó para recibir la bofetada de frío. Cuando tuvo espacio suficiente para poder salir, es decir, a causa de su estado cuando estaba muy abierta, salió al aire nocturno.

Entonces una mano la sujetó por el pelo.

—¡Marshall! ¡Rápido! —Judith Kowalski gritaba y tiraba de Hannah hacia atrás, hacia la casa. Tiró con tanta fuerza que Hannah creyó que le arrancaría la cabellera. La estridente voz de la mujer y el dolor por los tirones del pelo provocaron una gran descarga de adrenalina en su cuerpo. No la encarcelarían otra vez, no la iban a amordazar y atar como a un animal. No tenían derecho a tratarla de ese modo.

Se dio la vuelta, sacudiendo los brazos, y golpeó a la mujer en el rostro. La sorpresa del golpe, más que su fuerza, desconcertó a Judith, que aflojó la presión sobre el pelo de Hannah. La joven pudo volver a moverse, pero Judith, sujetándola por detrás, la inmovilizó de nuevo. Le pasó un brazo alrededor de la garganta, ahogándola, mientras con el otro procuraba mantenerla quieta.

Hannah intentó respirar. El esfuerzo duró sólo un par de segundos. A causa del forcejeo, los dos cuerpos dieron varias vueltas. Hannah se desorientó y no se dio cuenta de que llegaba al borde de los escalones. Sus pulmones luchaban por tomar aire. En un último esfuerzo por liberarse, clavó su codo en el estómago de Judith. El golpe, ayudado por el hielo que había en los escalones, lanzó a la mujer, trastabillada, de espaldas. Rodó por los escalones, hasta pararse en el sendero con un ruido sordo; se había estrellado contra los adoquines.

Hannah no comenzó a correr hasta llegar al helado césped. A toda prisa, se encaminó hacia los bosques cercanos a la casa. Cuando llegó a los pinos miró hacia atrás, únicamente para ver a qué distancia se encontraba Judith.

Las luces de la puerta de entrada estaban encendidas y Marshall permanecía de pie en el umbral, en bata. Judith yacía inmóvil sobre el camino adoquinado, con el camisón levantado hasta los muslos y una pierna doblada hacia dentro, en un raro escorzo. Parecía una muñeca de trapo, tirada por una niña caprichosa que hubiera recibido un juguete más interesante.

Hannah se mantuvo dentro de las arboledas que bordeaban las casas de la calle Alcott, consciente de que no debía salir al descubierto hasta llegar a la intersección de Alcott con la calle principal. El suelo no estaba tan resbaladizo bajo los árboles y se podía mover velozmente. Su bata se enganchó con unos arbustos y tuvo que pararse a desenredarla. Nadie parecía estar persiguiéndola.

¿Estaban preocupados por Judith? Probablemente la habían llevado adentro y habían llamado a una ambulancia. Hannah no oyó ninguna sirena, así que tal vez la mujer sólo se había quedado conmocionada por la caída. Todo sucedió tan de repente: la fuga en la oscuridad, el tirón de pelo, la lucha. Hannah se esforzó en concentrarse en el momento presente, que era lo importante.

Siguió su camino. Los árboles de los bosques dieron paso a una pradera en la que los chicos practicaban deportes en verano. El viento había derribado parte de la alambrada que la rodeaba, ahora cubierta de hielo. Al otro lado de la calle, la torre de Nuestra Señora estaba bañada por la luz de la luna.

Hannah estaba atravesando el desierto cruce de calles cuando escuchó el ruido de un coche que se acercaba por la avenida Alcott. Agachada, corrió hacia la parte posterior de la iglesia, por el jardín de la rectoría, esquivando el banco de piedra en el que el padre Jimmy había oído su primera confesión el pasado verano. Una gran mata de hortensias le ofreció refugio temporal. A pesar de las capas de ropa que llevaba, el frío había comenzado a calarle los huesos.

En ese momento la camioneta paró frente a la rectoría y Marshall se apeó de un salto. Golpeó repetidamente la puerta, luego retrocedió y se limpió nerviosamente los zapatos en el felpudo de la entrada. En el piso superior se encendió una luz, y luego otra en el vestíbulo. Finalmente, monseñor Gallagher abrió la puerta y tuvo lugar una breve conversación.

En un momento de la charla, monseñor pareció invitar a Marshall a entrar, pero el hombre negó vigorosamente con la cabeza, señalando su reloj. Parecía cada vez más agitado.

Monseñor le palmeó paternalmente en el hombro. La chica sólo pudo oír palabras sueltas.

…mis ojos y oídos abiertos

… Cuente con ello…

… de su parte. Muchas gracias.

Después de un apresurado apretón de manos, el anciano sacerdote se retiró y Marshall volvió a su coche. Hannah se quedó observando, hasta que las luces traseras desaparecieron en el camino. Luego salió de su escondite en las hortensias. A través de una ventana lateral, podía ver a monseñor conversando con alguien en el vestíbulo. Se dio cuenta de que el padre Jimmy también se había levantado. Después el vestíbulo se oscureció.

Instantes más tarde se encendió una luz en la parte trasera de la casa, donde estaba la cocina. Con cuidado, se acercó. El padre Jimmy estaba buscando comida en la nevera. Atrajo su atención golpeando suavemente en la puerta. Primero pareció sorprendido, y luego aliviado.

—¿Puedo entrar? —dijo lo más bajo que pudo, a través del vidrio.

El padre Jimmy se llevó un dedo a los labios y señaló hacia arriba. Ella interpretó que monseñor se encontraba justo en el piso superior y tenía que guardar silencio para no alertarle.

Sus mejillas estaban rojas de frío, la luz de la cocina destacaba el tono dorado de su pelo. Tenía la respiración tan agitada que se diría que venía de patinar sobre hielo. Tardó poco en comprender que tal euforia era consecuencia del miedo. Iba vestida de calle y la bata que llevaba en vez de abrigo estaba rasgada.

—Tuve que escapar —susurró—. ¿Puedes ayudarme?

La cogió de la mano y la condujo a través de la cocina. Bajaron las escaleras que llevaban al sótano, donde se almacenaban muebles usados, viejos bancos de iglesia y algunas estatuas rotas. El aire frío olía a humedad.

El padre Jimmy habló por primera vez.

—¿Qué ha sucedido?

—¿No te lo ha dicho monseñor?

—Todo lo que ha dicho es que el señor Whitfield había venido en tu busca. Hubo una discusión en la casa, te enfadaste y saliste corriendo. Al ver que no volvías, se preocuparon.

—¿Preocuparse? No les importo. Me matarían al instante, si no fuera porque llevo este bebé. Me encerraron en el dormitorio. Como a un rehén.

—Cálmate, Hannah. La exageración no ayuda —incluso mientras la reprendía, se preguntó por qué estaba siendo tan duro. En realidad le creía.

—Deja de tratarme como a una muchacha confundida y voluble. Tenía razón al sospechar de ellos. Ahora no tengo que probarlo. Lo sé a ciencia cierta. Me lo dijeron todo ayer.

El sacerdote sintió que se le encogía la garganta.

—¿Qué te dijeron?

—Vas a pensar que estoy loca. Sé que lo harás. Nadie va a tomarme en serio, pero no me importa. Tengo que irme de aquí y proteger a mi bebé. Van a venir a buscarme dentro de poco. Esperaba que me ayudaras.

El cura se colocó frente a la escalera para impedir que se marchara.

—Sólo cuéntame qué te dijeron. Por favor.

Hannah se sintió repentinamente incapaz de pronunciar palabra. Se sujetó el estómago y comenzó a balancearse, con un leve quejido en la boca. Sus ojos se humedecieron. El padre Jimmy se acercó y le cogió ambas manos. Ella recostó la cabeza sobre su pecho y lloró abiertamente.

—¿Qué te dijeron? —murmuró, sintiendo la suavidad de su pelo bajo los labios.

—Me dijeron… que había sido elegida —Hannah alzó la cabeza, angustiada. Elegida como cáliz para el segundo advenimiento.

Más tarde, el padre Jimmy sería incapaz de describir la sensación física que se apoderó de su cuerpo. Fue como si una inmensa ola a punto de romper, una fuerza brutal que lleva al nadador de un lado a otro, atravesara su cuerpo. No había experimentado nada similar hasta entonces. Se sintió mareado, y el sótano desapareció por un instante.

Cuando pasó la tremenda sensación y se recuperó, vio la cara de Hannah, dos ojos azules clavados en los suyos. Era, pensó, el rostro más luminoso que jamás había visto.

Capítulo XLI

—Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado. Cristo regresará.

Con las manos tendidas hacia el cáliz, el padre Jimmy recitó el misterio de la fe, y la escasa cantidad de feligreses que había conseguido despertarse para la misa de la mañana lo recitó con él. Había menos gente de la habitual ese domingo, ya que el tiempo era desagradable y los caminos estaban muy resbaladizos por la escarcha caída la noche anterior.

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