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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (29 page)

BOOK: El sudario
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Desde sus tiempos de monaguillo, se había dicho a sí mismo, y a todo el mundo, que su casa estaba en la iglesia. Era su vocación. La reconocía como reconocían las suyas el artista, el médico o el maestro. Daba gracias a Dios a diario por concederle esa certeza.

Y ahora se encontraba con todo aquello.

Sus ojos examinaron los rostros que le miraban, algunos aburridos, otros interesados, y otros más que parecían limitarse a cumplir con una rutina de años. ¿Cuántos reaccionarían, se preguntó, si diera un paso adelante y anunciara que la segunda venida de Jesús estaba próxima? ¿Qué harían si les dijese que Cristo volvería nuevamente a caminar por el mundo y a llevar a los humildes y a los caídos hacia la salvación? ¿Cambiarían sus vidas en un instante o se persignarían, temerosos, y volverían a sus estériles trabajos, o a sus casas, a ver insulsos programas de televisión?

Cuando terminó la misa, encontró a monseñor Gallagher en la sacristía.

—Qué sorpresa anoche —dijo, mientras retiraba sus vestiduras del guardarropa y el padre Jimmy se quitaba las suyas—. Mentiría si dijese que no se veía venir. ¿Has sabido algo de la muchacha?

—¿Perdón? —preguntó el joven cura, con el alba a medio sacar sobre la cabeza.

—La joven Manning. ¿Has oído algo sobre ella? Se tomó su tiempo para responder, alisándose el pelo con las manos.

—No. No he oído nada.

—Un asunto desagradable. No necesito decirte que te mantengas alerta.

—No, no hace falta, monseñor —así es como comienza, pensó, la caída, el deterioro. Empieza con la primera mentira. Con un «no he oído nada». La primera grieta en el cemento que sujeta el muro. Apenas se nota. Después de todo, la pared sigue en pie, ¿no? Pero la siguiente brecha será mayor, y después vendrán otras, y otras…

Entregó sus vestimentas blancas y doradas al monaguillo, que las colgó en el guardarropa.

—Eso es todo, Miguel —dijo monseñor, despidiendo al niño—. ¿Sabes que el señor Whitfield ha vuelto a la rectoría esta mañana?

—No, no lo sabía.

La joven sigue sin aparecer. Ha estado ausente toda la noche, ¡en su estado! Le sugerí que avisara a la policía si no vuelve pronto. ¿Qué puede haberla hecho salir de ese modo en mitad de la noche?

—Yo…, yo no puedo decírselo exactamente, pero ya le conté lo que ella cree que ha sucedido. Usted me ordenó que no volviera a hablar de ello.

Monseñor tomó aire, asintiendo con la cabeza.

—Sí, lo hice. Pero a la luz de las presentes circunstancias, es posible que haya errado.

—Bueno, ella estaba… terriblemente confundida.

Teme por el bebé que lleva en el vientre. Ha tenido fuertes deseos de quedarse con él desde el principio. Y ahora, tras lo sucedido, no quiere que el niño caiga en sus manos.

—¿Y qué crees tú que sería lo mejor para esta muchacha?

—Honestamente, no lo sé.

—¿Tiene pruebas de lo que dice o es, cómo dijiste…? ¿Teorético?

—¿Teorético, monseñor?

—Sí, es una manera de preguntar si se lo está inventando —la brusquedad de la respuesta evidenció que se había terminado su paciencia. La sacristía estaba demasiado caldeada, la atmósfera reseca le producía congestión en la nariz.

—No, no lo creo. No se lo ha inventado. Ellos mismos confirmaron sus sospechas.

No era la respuesta que monseñor esperaba escuchar. Afrontar los delirios de una chica inestable ya era suficiente problema. Si resultaba que no eran delirios, la situación tenía graves implicaciones. Recordó la explicación que el padre Jimmy le había dado la última vez.

—¿Pero cómo obtuvo esa gente la sangre de Jesús, el ADN, o lo que sea?

—Yo sólo puedo hacer hipótesis, basándome en lo que he leído. El Sudarium está guardado bajo llave en la cripta de la catedral de Oviedo. Se saca sólo en raras ocasiones, se muestra brevemente a los fieles y se vuelve a guardar en el relicario. Hace siete años, un Viernes Santo, en una de esas ocasiones, ocurrió un extraño incidente. El sacerdote que lo llevaba a la cripta, de regreso, sufrió un ataque cardiaco fatal y el Sudarium quedó sin vigilancia durante varios minutos. Pudo ser tiempo suficiente para que alguien tomara una muestra de la sangre.

—Pero si faltara un fragmento de la tela, lo habrían denunciado.

—No haría falta cortar un fragmento. Bastaría una hebra. Una mínima cantidad es todo lo que hace falta. Los científicos usaron una cinta adhesiva para tomar muestras de sangre del Sudario de Turín. ¿Por qué no podrían haber hecho en este caso lo mismo? Sería un robo indetectable.

—Entonces, ¿estás convencido de que esto es científicamente posible?

—Más que posible. Creo que ya ha ocurrido.

Monseñor Gallagher se pasó el dedo por el cuello de la camisa. ¿Por qué mantendrían tan alta la temperatura? La sacristía era un horno. Una molesta gota de sudor le bajaba por el pecho.

—Incluso si lo que dices es cierto, eso no significa que el segundo advenimiento sea inminente. No tenemos pruebas concretas de que ese paño esté manchado con la sangre de Cristo. Ésa es la historia que nos han contado. Es la tradición. Es lo que nuestros corazones quieren creer.

—El mismo Papa ha rezado ante ese paño —objetó el padre Jimmy.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? Nunca está de más rezar. Pero ¿y si no es la sangre de Cristo? ¿Y si es, no sé, la sangre de un soldado romano muerto en una batalla, o la de un aventurero medieval? ¿Y si es la sangre de un criminal común? ¿Qué es lo que esa pobre muchacha lleva en el vientre? Dos ladrones fueron crucificados junto a Jesús, ¿no es así? ¿Por qué no podría ser uno de ellos el que volviera a nacer? —vio cómo crecía el horror en el rostro del joven. Empalidecía por momentos. No había querido ser tan duro con él. El padre Jimmy era impresionable, todavía demasiado inocente en muchos aspectos—. Sólo por discutir, demos por bueno que la tradición, en este caso, coincide con la realidad, que el rostro de Cristo estuvo cubierto por ese mismo paño en la hora de su muerte. Lo que esa gente estaría resucitando es su persona física, el vehículo que él ocupó durante su corta estancia en la Tierra, el cuerpo al que él se sobrepuso. No su espíritu, su alma, su divinidad.

—A menos que esas personas estén divinamente inspiradas, como dicen.

—¡Ah, la inspiración divina! ¿Cuántos la han invocado y a cuántos ha llevado a la perdición? —esa reflexión lo sumió en profundos pensamientos. Agachó la cabeza, e inconscientemente se frotó las sienes con los dedos. El padre Jimmy esperó, incómodo, temeroso de interrumpir el pesado silencio que cubría la sacristía. Finalmente, el viejo sacerdote habló de nuevo—. Si es la voluntad de Dios, nada de lo que tú, o yo, o nadie pueda hacer impedirá que suceda. Si no es así, tú tienes una tarea sagrada que llevar a cabo, James.

—¿Qué tarea?

—Creo…, yo creo que tienes que encontrar a la muchacha.

—¿Por qué yo?

—Ella confía en ti, ¿no es verdad?

—Sí, pero yo me niego a entregarla a esas personas.

—No he dicho nada de entregarla a esas personas. Dije que la encuentres. De hecho, si tienes éxito, te prohíbo que se lo digas a los Whitfield. Ahora éste es un asunto de las autoridades de la Iglesia. Ellas se harán cargo.

—Entonces, ¿usted me cree, la cree a ella?

—Lo que yo creo es que unos fanáticos se han embarcado en una misión que puede causar un daño imposible de predecir a la Iglesia, y eso es suficiente. El mundo no necesita en este momento otro falso profeta, sobre todo uno nacido de la ciencia. Piensa en las consecuencias si se corre la voz. Cada alma perdida y solitaria de aquí a Tombuctú vendría corriendo a adorar a este niño, quien quiera que sea. Los medios de comunicación se encargarían de que la historia llegara a cada rincón del planeta. ¡Imagínate la histeria general!

¿Qué sucedería con la Iglesia, en medio de todo ese caos? La mayoría de nosotros, en el sacerdocio, llevamos vidas muy corrientes, James. Cuidamos nuestros pequeños jardines y recogemos nuestras modestas cosechas. Pero tú has sido llamado a hacer algo importante. Dios ha traído a esta muchacha hasta ti para que puedas evitar que surja el caos. Ahora lo veo claramente. Tú también debes verlo. Esto es obra del demonio. Así que encuéntrala, James. Detén esta herejía. Protege ala Iglesia, a la que tanto amas.

Abrumado por el tono imperativo, de urgencia, en la voz de monseñor y agobiado por los secretos que no compartía con él, el padre Jimmy sintió que las lágrimas se acumulaban en sus ojos.

—Lo intentaré, padre. Haré lo que pueda. Monseñor puso su mano sobre la cabeza del sacerdote.

—Eso es todo lo que Dios nos pide, James.

Capítulo XLII

La confundió el entorno. Así se lo explicaría Teri a sí misma más adelante. Allí, en el Blue Dawn Diner, era lógico que no hubiera reconocido a la mujer aquella a primera vista.

Estaba de pie, detrás de la caja registradora, con un grueso abrigo de lana azul y un gorro ruso, y trataba de llamar la atención de Teri. Quizá el ridículo sombrero también contribuyó a confundirla. Era una mañana de domingo más concurrida de lo habitual. El ayudante de cocina no había ido a trabajar alegando que estaba enfermo, aunque nadie le creyó. Como sucedía tantas veces, estaría durmiendo la mona tras una noche de juerga con sus amigos.

En cualquier caso, Teri tenía que ocuparse de todas las mesas. La nueva camarera todavía no era capaz de trabajar al ritmo adecuado, aunque ya no era realmente nueva. ¡Hacía siete meses que trabajaba ahí! Y Bobby volvía a ser el mismo gruñón de siempre.

Ahora, para añadir más dificultad a lo que ya era una locura sin control alguno, la mujer que estaba al lado de la caja registradora chasqueaba los dedos en dirección a Teri cada vez que pasaba a su lado.

—Estaré contigo en cuanto pueda, preciosa. ¿No ves que hago lo que puedo? —todas las mesas estaban ocupadas. ¿Dónde creía la buena mujer que se iba a sentar? ¿En las piernas de alguien?

Rápidamente, Teri retiró los platos sucios de una mesa de cuatro, anotó el pedido de los postres y luego, con los platos balanceándose precariamente en la mano y el antebrazo derechos, fue hacia la cocina. Esta vez la mujer no se contentó con chasquear los dedos y la empujó un poco, sobresaltándola hasta tal punto que se le cayó un plato al suelo.

—Lo siento muchísimo —dijo la señora, mientras se agachaba a recoger los pedazos. Fue entonces cuando Teri reconoció a Jolene Whitfield.

Bobby apareció a la carrera, desde la cocina, con una escoba y un recogedor.

—Yo me ocupo de eso, señora. No quiero que se corte y luego nos demande y pierda hasta la camisa que llevo puesta —Bobby no llevaba camisa, sólo su habitual y grasienta camiseta, pero dejó escapar una carcajada que pronto se disolvió en un acceso de tos típico de fumador.

—Ha sido un accidente —se disculpó Jolene, mientras Teri, temerosa por la integridad del resto de los platos, desaparecía en la cocina.

Bobby se lo tomó con filosofía.

—Está bien. Si espera un minuto, le conseguiremos mesa.

—No necesito una mesa. He venido sólo a hablar con Teri.

El hombre barrió los pedazos rotos y los llevó en el recogedor a la cocina.

—Oye, Teri, no es la mejor hora para reuniones sociales. Estamos un poco ocupados.

—No me digas, Bobby. No me había dado cuenta. Me he estado limando las uñas en el baño durante las últimas dos horas.

—Vamos, muévete, ¿quieres? ¡Hay clientes esperando desde el martes pasado!

Teri cogió cuatro hamburguesas especiales del pasaplatos, se metió una botella de tabasco en el bolsillo del delantal y salió con el paso seguro de quien, a esas alturas, podía servir las mesas con los ojos cerrados.

Una vez que sirvió la comida a una madre de ojos apagados y a sus hijos de ojos igualmente inexpresivos, se acercó a Jolene.

—¿Qué la trae por aquí, señora Whitfield?

—Estoy buscando a Hannah.

—¡Qué gracioso! Ayer yo buscaba a Hannah en su casa. Ahora usted hace lo mismo en mi lugar de trabajo. ¿Qué está sucediendo?

—Nada serio, espero. Hannah se ha enfadado conmigo esta mañana y se ha marchado.

—¿En serio? Pobrecita. ¿Por qué se ha enfadado?

—No lo sé. Es un desequilibrio emocional. Lleva un tiempo tan alterada que no se puede predecir su comportamiento. ¿Has sabido algo de ella?

—No, pero me gustaría. ¿Me disculpa un segundo?

Teri recorrió las mesas y llenó algunas tazas de café. Para dejar claro que no tenía prisa, Jolene se quitó el gorro ruso y se sacudió el pelo.

Que espere un poco, pensó Teri. Había visto a Jolene mirando por la ventana hacia el estacionamiento. Un hombre de edad mediana y cabello cano estaba sentado al volante de una camioneta. «El señor Jolene», supuso Teri. ¡Que los dos esperen un poco!

Pasaron diez minutos antes de que volviera a la barra.

—Mire, dudo que Hannah vaya a aparecer por el restaurante. ¿Puedo hacer algo por usted?

Jolene parecía deprimida.

—Tal vez sí. Su tía y su tío viven en Fall River, ¿no es así? ¿Tiene su dirección? No la encuentro. Quizá no conozco los nombres auténticos. Nunca se me ocurrió que tuvieran otro apellido. Pero, claro, es lógico.

—Si Hannah necesita tiempo para estar sola, creo que usted debería dárselo. Se habrá ido sólo por unas horas. Probablemente la llamará en cuanto se calme. Son todas esas hormonas alborotadas, que la vuelven loca. Usted sabe cómo es el embarazo. Además, si necesita algo de paz y tranquilidad, la casa de Ruth y Herb es el último lugar adonde iría. Allí no sería bienvenida, no sé si me entiende.

—¿Qué puedo hacer entonces? No sé dónde buscar. Pensé que serías capaz de ayudarme —Jolene hizo un último esfuerzo por mantener la compostura—. Hannah tiene unas cuantas ideas locas en la cabeza. Ni siquiera puedo explicárselas. No sé de dónde salieron. Son… ridículas, francamente. Pero no quiero decir nada malo de su amiga. Quiero a Hannah, como usted, pero…, pero…

La mujer dejó de luchar contra las lágrimas, que ahora le corrían por las mejillas, dejando un reguero de maquillaje que le daba a su rostro aspecto de máscara.

Buscó un pañuelo en el bolso. Viendo que la búsqueda era inútil, Teri le alcanzó una servilleta de papel.

—Gracias. Lamento dar este espectáculo, pero estoy muy preocupada por Hannah. Se encuentra en un estado tan alterado que le podría pasar cualquier cosa.

Los sollozos eran tan fuertes que se sobreponían al ruido del local, y algunos clientes miraban hacia donde se encontraban. Olvidando cualquier atisbo de decoro, Jolene cogió a Teri del brazo, desesperada, como si estuviera a punto de ser arrastrada por la corriente de un río.

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