—Te agradeceré cualquier ayuda que puedas darme —dijo.
—Bien. —Forsythe se imaginó con toda claridad la sonrisa de complacencia del director delegado—. Escucha. Primero llamaré a Sam Kendall. No creo que esté enterado de tu inminente cambio de situación laboral, y si tú no se lo dices, tampoco se lo diré yo. Kendall podría facilitarte algunos recursos, además de aprovechar su don para arreglar las cosas con las autoridades locales.
—Una excelente sugerencia, Doug. Muchas gracias. —Forsythe no se hacía muchas ilusiones respecto a los agentes que podría facilitarles el director ejecutivo asistente del FBI, y sabía que Kendall era un negado a la hora de tratar con la policía, pero era mejor que nada—. ¿Alguna cosa más?
—Bueno, si de verdad quieres encontrar a Vaner y a tu chico perdido, entonces conozco a un rastreador que podrías utilizar. Fue agente del FBI, pero ahora trabaja por libre. Entre tú y yo, ha realizado algunos excelentes trabajos para nosotros. Estoy seguro de que te podrá ayudar. A cambio de dinero, por supuesto.
—Por supuesto —asintió Forsythe, que ya estaba elaborando planes—, ¿Cómo se llama?
—Martin Crowe —respondió Nielsen, después de una breve pausa.
—¿Nuestro Martin Crowe?
—Quieres encontrarlos, ¿no?
—Por supuesto, pero…
—Entonces más te vale que llames al señor Crowe ahora mismo. El tiempo vuela, James.
Cuarenta minutos más tarde y después de desembolsar mil dólares, Forsythe estaba cara a cara con Martin Crowe, el hombre más aterrador que había visto en su vida.
Crowe mantuvo una expresión inescrutable en su rostro moreno mientras escuchaba en silencio al doctor Forsythe. Era partidario de dejar que sus clientes contaran sus historias a placer; las interrupciones a menudo hacían que perdieran la ilación, algo que podía hacerles omitir detalles cruciales. Cada vez que tenía una pregunta, se la guardaba para después y seguía escuchando. Forsythe tardó diez minutos en contarle su fantástico relato sobre una agente rebelde de la CIA y el hombre que había secuestrado.
—¿Ha omitido algo? —le preguntó.
Forsythe sacudió la cabeza.
—No. Eso es todo.
Crowe se levantó y le tendió la mano.
—Ha sido un placer conocerlo.
—Espere. —Forsythe se levantó de un salto—. ¿Qué hay del trabajo?
—Doctor Forsythe, tengo éxito porque me tomo muchas molestias para asegurarme de que nunca me pillen por sorpresa. Eso es lo que me mantiene con vida. No me encargo de una operación si no sé a qué me enfrento. En este caso, no lo sé.
—¿De qué está hablando? Se lo he dicho todo.
—No, no lo ha hecho —replicó Crowe sencillamente.
Forsythe puso cara de indignado.
—Señor Crowe, le aseguro…
Crowe descargó un puñetazo sobre la mesa que interrumpió al científico en mitad de la frase.
—No me insulte, doctor. Sé cuándo me mienten. Ahora, si quiere que lo ayude en este asunto, tendrá que decirme el verdadero motivo por el que David Caine es tan importante para usted.
Forsythe tardó un minuto en tomar una decisión. Cuando por fin comenzó a hablar de nuevo, Crowe se sentó. Asintió lentamente cuando Forsythe terminó. Era obvio que Forsythe creía a pie juntillas en lo que había dicho, pero Crowe no acababa de creérselo. El «demonio» que Forsythe le había descrito no podía ser real. Si lo era, significaría que el hombre no tenía una voluntad propia, y eso era algo que Martin Crowe no podía aceptar.
Era una persona de mentalidad abierta y estaba dispuesto a aceptar que quizá Caine tenía algunos poderes paranormales o precognitivos. Pero cualquier cosa más allá de eso era sencillamente imposible. Aun así, si tenía aunque sólo fuese la mitad del don que Forsythe había descrito, entonces la misión sería muy difícil.
Eso, combinado con la agente rebelde de la CIA, le daba muy mala espina. Si le ocurría algo a él, entonces no habría nadie para cuidar de Betsy. Claro que si no conseguía pronto más dinero, Betsy no viviría mucho más, con o sin él.
A pesar de los riesgos, Crowe sabía que si su cliente tenía el dinero, no tendría otra alternativa.
Mi tarifa es de 15.000 dólares por día, con una prima de 125.000 dólares cuando tenga al objetivo; 250.000 dólares si tardo menos de veinticuatro horas. Estas cantidades no son negociables.
Forsythe se quedó mudo por un instante, pero después respondió con una voz chillona:
—Puedo pagar esa cantidad.
—Bien. —Crowe se levantó y le extendió una de sus manazas. Esta vez Forsythe se la estrechó rápidamente. Sus miradas se cruzaron por un momento antes de que Forsythe se volviera. A Crowe no le gustó lo que vio en sus ojos, pero no tenía importancia. Los días en que luchaba en el bando de los buenos habían quedado atrás hacía mucho tiempo. Ahora sólo luchaba por Betsy. La ética era algo que no podía permitirse mientras ella lo necesitara.
Mientras Crowe pensaba en la misión que tenía por delante, la adrenalina comenzó a obrar su magia. La sensación le recordó sus primeros tiempos en el FBI, cuando había una línea clara entre el bien y el mal.
Antes de conocer a Sandy.
Antes de que tuviesen a Betsy.
Antes de que Betsy enfermara.
Desde que tenía uso de razón, Martin Crowe había querido servir a la sociedad. Su madre siempre había soñado que lo haría a través del sacerdocio, pero Martin sabía que era demasiado agresivo para ser un sacerdote. Por lo tanto, en lugar de ir al seminario, cursó la carrera de Derecho en la universidad de Georgetown, convencido de que el sistema judicial sería el marco más adecuado para su personalidad combativa.
Sin embargo, después de licenciarse, Crowe prefirió enrolarse en el FBI en lugar de ir a la oficina del fiscal general. En cuanto comenzó los cursos en Quantico, no volvió a mirar atrás. Destacó rápidamente y disfrutó con la fuerte competencia que había echado de menos desde sus días como atleta en la universidad.
Impulsado por su pasión por la justicia, una y otra vez les demostró a sus superiores que era una auténtica rareza: un agente excepcional sin ningún otro interés capaz de trabajar quince horas al día, siete días a la semana, durante meses, sin demostrar ninguna señal de fatiga.
Estaba dispuesto a hacer los trabajos más desagradables y las vigilancias más rutinarias, sin importarle que lo destinaran a Milwaukee o Miami. Allí donde lo mandaba el FBI, hacía su trabajo con precisión y excelencia. Cuando llegaba el momento de realizar un arresto, Martin Crowe era el primero en atravesar la puerta, arma en mano.
Durante aquellos primeros años, no había habido nada más importante que su trabajo. Entonces conoció a una agente llamada Sandy Bates y todo cambió. Después de un apasionado romance de tres meses, Martin Crowe le propuso matrimonio. Un año y medio más tarde, Sandy dio a luz a una preciosa niña. En la ceremonia del bautismo de Betsy, Martin Crowe derramó las únicas lágrimas de su vida adulta. Nunca se había sentido tan feliz.
Convertirse en un padre de familia le dio a su trabajo un nuevo sentido, y aunque ya no disfrutaba viajando durante semanas, era consciente de que luchaba para conseguir que su país fuera un lugar más seguro para su esposa y su hija. Entonces un día, su mundo se vino abajo. Aún recordaba la ronca voz de Sandy cuando le dijo que a Betsy le habían diagnosticado una leucemia mielomonocítica juvenil. De pronto el mundo de Crowe se transformó en un lugar terrorífico, donde el mal no estaba medido por el código penal, sino por las células cancerígenas y el recuento de glóbulos.
Finalmente se había encontrado cara a cara con un adversario que él no podía derrotar, y sin poder hacer otra cosa que ver impotente cómo devoraba a su pequeña. Sandy renunció a su trabajo en el FBI para cuidar de Betsy, mientras Crowe hacía horas extraordinarias para compensar la pérdida de ingresos. Desafortunadamente, por mucho que trabajara, nunca era suficiente, máxime cuando descubrió que su seguro de salud no cubría muchos de los tratamientos experimentales que querían ensayar los médicos de Betsy.
En seis meses se habían gastado todos los ahorros, pero Betsy seguía consumiéndose. Crowe se vio acorralado, metido en algo que lo estaba volviendo loco. Tendría que haber pedido una excedencia, pero necesitaba el dinero, así que se había ofrecido voluntario para turnos extraordinarios.
Fue así como entró en el caso Duane.
Papaíto Duane había secuestrado y asesinado a siete niños, y guardaba los cadáveres durante una semana antes de enviarlos por trozos a los padres. Los medios lo habían apodado «El Asesino de FedEx» (para la gran indignación de la empresa de mensajería) y Crowe se juró a sí mismo que arrestaría al hombre.
Cuando Crowe se unió al equipo, estaban buscando a Bethany O'Neil, una niña de seis años de Falmouth, Massachusetts, que Duane había secuestrado de un parque cuatro días antes. El reloj corría y todos lo tenían presente. Entonces tuvieron su primera oportunidad: Stephen Chesterfíeld, uno de los pervertidos con los que Duane «chateaba» a menudo, fue detenido en una redada de pedófilos. Sin embargo, después de veinticuatro horas de interrogatorio, los agentes federales encargados de la investigación no consiguieron sacarle palabra.
Así que llamaron a Martin Crowe.
Apagaron todas las cámaras y dejaron a Chesterfíeld a solas con Crowe en una habitación insonorizada. Fue allí, mientras miraba a Stephen Chesterfíeld, consciente de que la vida de otra niña pequeña pendía de un hilo mientras su propia hija agonizaba en un hospital, que Crowe cruzó la barrera.
Salió de la habitación una hora más tarde con la dirección de Papaíto garrapateada en un trozo de papel manchado de sangre. Los otros agentes no le preguntaron qué había hecho. No querían saberlo. Lo único que deseaban era pillar a Papaíto antes de que comenzara a enviar los trozos de la pequeña O'Neil a sus padres.
Dos horas más tarde, echaron abajo la puerta de la cabaña de troncos del pedófilo y mataron a Papaíto Duane. Se suponía que tenía una arma, aunque nunca la encontraron. Sin embargo, mientras los dos agentes que habían realizado la operación disfrutaban de las aclamaciones del público, los medios se habían ensañado a gusto con Crowe por haber violado los derechos civiles de Chesterfíeld.
De haber sido éste un delincuente cualquiera, no hubiesen tenido ningún inconveniente en olvidarse del tema. Desgraciadamente para Crowe, Stephen Chesterfíeld era el hermano de un fiscal, así que cuando se supo que le habían dado una paliza, alguien tenía que pagar. Después de que alguien filtrara a la prensa las fotos de su rostro desfigurado, los titulares machacaron a Martin Crowe; lo presentaron como la encarnación de todo lo malo de las fuerzas de la ley. The New York Post lo bautizó como «El Despiadado» y el mote cuajó. De inmediato lo suspendieron de empleo y sueldo y lo acusaron.
Ocho meses más tarde, el abogado de Crowe buscó implicar a todos los demás agentes que habían estado allí, en un intento desesperado por crear una duda razonable. A Crowe probablemente le hubiesen condenado a la pena máxima —diez años en una penitenciaría federal— de no haber sido por la familia O'Neil, que asistió a todos los días del juicio. Se sentaban directamente detrás de Crowe, de forma tal que cada vez que los jurados miraban al hombre acusado de ser un sádico, también veían a la preciosa niña que había salvado. El jurado sólo tardó tres horas en dar su veredicto.
Inocente.
A pesar de la absolución, la tensión del juicio había arruinado lo que quedaba de su vida. Cuando se acabó, Crowe se encontró sin trabajo, sin seguro médico, sin ahorros y a un paso del divorcio. Todo eso hubiese sido terrible, pero no se podía comparar con lo que le estaba ocurriendo a Betsy, que libraba una batalla imposible, una que estaba destinada a perder si no le hacían un transplante de médula que costaba una fortuna. Aunque los médicos aún tenían que encontrar al donante adecuado, Crowe prometió que en cuanto lo encontraran él tendría el dinero para pagar la intervención.
Así que se convirtió en un mercenario. Sabía que casi todos sus clientes realizaban actividades ilegales, pero no le importaba. Todas sus convicciones religiosas, éticas y morales eran irrelevantes mientras Betsy continuara enferma. Si bien había hecho algunas cosas inmorales en los últimos meses, se las había apañado para no matar a nadie. Se decía a sí mismo que eso era algo que nunca haría, ni por todo el oro del mundo.
Pero en el fondo de su corazón, tenía claro que también cruzaría esa línea, si al hacerlo conseguía salvar a su única hija. Sólo era una cuestión de tiempo.
Había algo en los ojos sin vida de Crowe que a Forsythe le helaba la sangre. Temeroso de molestarlo mientras pensaba, Forsythe fingió mirar la pantalla de su ordenador. El ex agente del FBI unió las manos y apoyó la barbilla en las puntas de los dedos. Después de lo que pareció una eternidad, Crowe miró al científico y comenzó a dar órdenes.
—Intentarán salir de la ciudad. No pueden arriesgarse a pasar por los controles de seguridad de los aeropuertos. Si abandonaron la ciudad anoche, estamos jodidos. Si no es así, quizá tengamos suerte. ¿Tiene agentes vigilando la Penn Station?
Forsythe se animó, complacido al poder darle una respuesta afirmativa. Nielsen había tenido razón. Kendall no sabía que a Forsythe lo iban a despedir, y por lo tanto no había tenido inconvenientes en facilitarle unos cuantos hombres para que ayudaran en la búsqueda.
—Hay agentes del FBI en todos los andenes de la estación y en las terminales de la Autoridad Portuaria.
Crowe sacudió la cabeza.
—Vigilar la estación de autocares es desperdiciar los recursos. Ningún agente bien entrenado se subiría a un autocar. ¿Quién es el responsable de las comunicaciones?
—Grimes.
—Llámelo.
Forsythe llamó a Grimes a su despacho. En cuanto entró, Crowe asumió el mando.
—Saque a los hombres de la Autoridad Portuaria y mándelos a la estación de trenes.
—¿Alguna cosa más? —preguntó Grimes.
—Sí —respondió Crowe en voz baja—. Consígame una lista de todas y cada una de las personas que el objetivo conoce en un radio de ochocientos kilómetros. Controle todas sus comunicaciones hasta que lo atrapemos.
—¿Cree que serán tan estúpidos?
—Si Vaner está al mando, diría que no, pero es algo que no sabemos a ciencia cierta. Cuando los civiles emprenden la fuga, es típico que acudan a alguien de su confianza. Si tenemos alguna posibilidad de atraparlo, será a través de sus amigos, o su familia. —Crowe miró de nuevo a Forsythe—. Ahora hábleme de su hermano gemelo.