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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (34 page)

BOOK: El Teorema
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Capítulo 21

Caine se disponía a preguntarle a Nava adonde irían con el tren, cuando recordó que todo eso era un sueño. Por un momento, casi lo había olvidado y había seguido considerando que la alucinación era la realidad. ¿Tenía alguna importancia adonde iría su ser imaginario? Decidió que no, pero entonces una voz en el fondo de su mente se manifestó en desacuerdo. ¿Adónde debía ir? En cuanto planteó la pregunta, la respuesta apareció en su mente. Era obvio. Una vez más, las palabras de su hermano lo guiaron.

«Intenta encontrar la manera de anclarte, lugares donde estés a salvo o personas con las que puedas estar seguro».

Iría a reunirse con Jasper en Filadelfia. Si conseguía dirigir la alucinación hacia la única persona que podía ayudarlo, quizá encontraría la manera de volver a la realidad. Convencido de que eso era lo mejor que podía hacer, Caine se relajó en el asiento y miró desfilar la ciudad a través de la ventanilla. El locutor de la radio anunció que eran las 9.47, antes de que Jim Morrison comenzara a cantar «People Are Strange». No había acabado la canción cuando Nava empezó a darle instrucciones.

—En cuanto entremos en la estación, mantén la cabeza gacha. Tienen cámaras instaladas en el techo. Si tenemos que detenernos a esperar, simula que lees esto. —Recogió un periódico mojado del suelo del taxi y se lo puso en las manos—. ¿Entendido?

Caine asintió.

—Tú entras primero, yo te pisaré los talones. Si hay algún problema, te largas. No me esperes. Puedo cuidar de mí misma. Lo importante es que tú desaparezcas. —Nava metió un teléfono móvil en el bolsillo de Caine—. Si nos separamos, añade un uno al último dígito del primer número de marcación rápida; si responde cualquiera que no sea yo, dame por muerta. Cuelga y corre. ¿Está claro?

—Como el agua.

Se apearon del taxi en la esquina de la 34 con la 8 y bajaron por las escaleras mecánicas en silencio. Una vez en el subsuelo, Caine cojeó hacia los andenes de Amtrak. Había hecho ese mismo camino centenares de veces y conocía las tiendas por las que pasaba a pesar de que no apartaba la vista del suelo. Notaba la presencia de Nava a su espalda.

Se detuvo debajo del gigantesco panel de horarios que había en el centro de la estación y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la natural tentación de mirarlo. Sintió el aliento de Nava en la nuca.

—El próximo tren sale dentro de ocho minutos. Va a Washington. Lo cogeremos.

Perfecto. Filadelfia estaba de camino a Washington. Una vez en el tren, Caine estaba seguro de que convencería a Nava para que fueran a Filadelfia. Si no lo conseguía, la abandonaría; eso si era posible abandonar a una alucinación. Un par de minutos después, una voz metálica anunció que el tren 183, que salía con destino a Washington a las 10.07, estaba entrando en el andén 12.

Nava sujetó con firmeza el codo de Caine, lo hizo girar en dirección a la multitud y lo empujó hacia delante. Como un corcho en las cataratas del Niágara, Caine se dejó llevar al andén inferior.

Al agente Sean Murphy siempre le tocaban los peores servicios. Algunas veces tenía la sensación de llevar un cartel pegado en la frente que decía: «Por favor, asígneme todos los servicios sin importancia». No podía creer que debiera estar todo el puto día en el andén 12 para pillar a alguien que probablemente ya estaría en México. Echó otra ojeada al papel con las imágenes generadas por ordenador. Veinte eran de David Caine y otras veinte de Nava Vaner. En cada una aparecían con diferentes disfraces.

Caine con barba y sin bigote. Caine con bigote y sin barba. Vaner con gafas. Caine con gafas. Vaner con pelo corto. Vaner con pelo largo. Caine pelado. Todo era tan estúpido… Las únicas informaciones importantes eran la estatura y el peso. La estatura no se podía cambiar y el peso era difícil de simular. Sin embargo, la mayoría de los sospechosos se empeñaban en disfrazar sus caras, lo que era perder el tiempo. Los ojos siempre los delataban.

Las personas que huyen tienen una mirada que a Murphy le recordaba al conejo que había tenido en la infancia. Cada vez que había ido a limpiar la jaula de Bugs, el pobre animal se había acurrucado en un rincón, y sus ojos miraban en todas las direcciones con tanto pavor que a Murphy le daban ganas de vomitar. Odiaba al estúpido conejo. Su madre lo había obligado a que lo cuidara para que aprendiera a ser responsable, pero lo único que había aprendido era a odiar a los conejos.

Murphy observó la riada de gente, atento a los rostros. Había visto a un millar de pasajeros desde las siete. Como era de buena mañana, la mitad de ellos tenía la expresión de personas que hubiesen preferido seguir durmiendo. Otro 40 por ciento sencillamente parecía cabreado: los neoyorquinos se creían los amos del mundo y que estaban rodeados de idiotas. Sólo un 10 por ciento parecía feliz, entusiasmado con el viaje. En cualquier otra parte del país, ese 10 por ciento se convertiría en un 60. Pero aquello era Nueva York: la tierra de la libertad, el hogar del cabreo.

Desfilaron más ojos. Aburrido, cansado, cerrado, cabreado, aburrido, cabreado, entornado, agotado, cabreado. Era una sucesión interminable. De vez en cuando, miraba las fotografías y luego al mar de humanidad cabreada.

—¿Tienes algo, Murph? —La voz en el auricular lo sacó de su ensimismamiento.

Bajó la barbilla y habló al micro sujeto en la solapa, sin molestarse en disimularlo. En sus inicios, cuando en cada misión le parecía que estaba luchando por la verdad, la justicia, y el modo de vida americano, lo había hecho todo conforme al manual. Pero después de diecisiete años de servicios de vigilancia en las estaciones de autobuses, de trenes, aeropuertos, baños públicos (los más horribles), parques y hoteles, pasaba de todo, incluido lo más básico.

—Nada. ¿Tú, qué?

—Nada.

Murphy abrió la boca en un gran bostezo. Ojos, ojos, ojos. Diablos, era una maldita pérdida de tiempo. David Caine nunca aparecería por allí. Consultó su reloj. Al cabo de una hora podría tomarse un descanso. Manoseó el paquete de cigarrillos con anhelo, y se imaginó lo deliciosa que sería la primera calada mientras miraba pasar los ojos.

Nava lo descubrió en el acto. Quebrantaba todas las reglas, sin preocuparse lo más mínimo de confundirse entre la gente.

Era alto y fornido, alrededor de metro ochenta y cinco, y unos ciento diez kilos de peso, con el pelo gris muy corto y vestido con una americana azul en un penoso intento por disimular la pistola de la sobaquera.

Incluso tenía en la mano un papel, donde sin duda estaban las imágenes de Caine. El agente aún no los había visto, porque sólo miraba a los pasajeros cuando entraban en el andén. Otro error. Sólo una docena de personas los separaba del agente. Nava se maldijo por haber aceptado la sugerencia de Caine de tomar el tren. Tendría que haber secuestrado a un turista, meterlo en el maletero y conducir hasta Connecticut, donde la estaría esperando Caine.

Quedaban diez personas.

Se inclinó hacia delante para susurrar al oído de Caine:

—Apártate, y haga lo que haga, sígueme.

Antes de que Caine pudiera volverse, Nava lo apartó y se apretó a su lado. Caine siguió la indicación y dio un paso atrás.

Quedaban cuatro personas.

Para gran asombro de Nava, el agente no advirtió el cambio. Patético. Aunque era consciente de que debía agradecerlo, le molestó la incompetencia del hombre. La inteligencia norteamericana contaba con millares de agentes, pero la mayoría estaban mal preparados.

Quedaban dos personas.

Nava, con una mirada de suprema confianza, simuló una gran sonrisa y la mantuvo. Si sólo buscaban a Caine, su plan funcionaría. Si también la buscaban a ella —y el agente era todo lo rápido que debía ser— la habían pringado.

Quedaba una persona.

Nava arqueó la espalda para que sobresalieran sus pechos y miró al agente con una mirada sensual. Si él hubiese sido del KGB, primero hubiese mirado al hombre que iba detrás de ella, con gafas de sol a pesar de la penumbra. Pero no lo era. En aquel momento, apenas si era un agente de inteligencia. Sólo era un tío excitado.

Su mirada la repasó de arriba abajo, con una pausa en los pechos, pero cuando la mirada se detuvo en el rostro, hubo un momento de vacilación en sus ojos. Nava debía moverse antes de que pudiera reaccionar. Fingió tropezar, se dejó caer sobre el agente y dejó que él la cogiera entre sus brazos. Luego le pasó rápidamente la mano por el pecho y le arrancó el micro de la solapa de un tirón.

—Eh, tú eres… —Murphy se interrumpió en cuanto sintió la presión en la entrepierna.

—No te muevas —susurró Nava, sin dejar de sonreír—. Eso que notas en la entrepierna es la punta de una daga de quince centímetros. A menos que quieras sentir el resto, rodéame suavemente con los brazos como si nos abrazáramos y retrocede dos pasos hacia la pared. Poco a poco.

El agente obedeció sin rechistar. Los pasajeros desfilaron junto a la presunta pareja de enamorados, sin advertir la daga en la entrepierna del hombre.

—¿Cuántos más hay contigo?

—Escucha, Vaner…

Nava movió la daga y lo pinchó en el muslo.

—¿Cuántos?

—Vale, vale. —Murphy intentó apartar la pelvis, pero estaba con la espalda pegada en la pared—. Hay otros diez en toda la estación.

—¿Cuántos más en este andén? —Levantó un poco la cabeza como si fuera a darle un beso. El aliento le olía a tabaco.

—Uno más.

—Descríbemelo.

El agente vaciló por un instante, así que ella le recordó lo que estaba en juego.

—¡Diablos! —susurró Murphy—. Te lo diré, pero tú ten cuidado con esa cosa… Mide aproximadamente un metro sesenta y cinco, delgado, unos sesenta kilos. Pelo rubio, corto, como el mío.

—¿Para quién trabajas?

—La CIA —respondió él en el acto. Mentía.

—De acuerdo. —Volvió la cabeza y la apoyó en el pecho de Murphy para poder hablarle a Caine por la comisura de la boca—. Saca la estilográfica azul del bolsillo de abajo y ponía en mi mano. —Miró de nuevo al agente mientras Caine buscaba en la mochila—. Eh, mírame.

Murphy obedeció de mala gana. Nava vio el miedo en sus ojos.

—No te preocupes. Vivirás.

Caine le puso el cilindro de plástico azul en la mano izquierda y Nava lo clavó en el muslo del agente. Con el impacto se disparó el mecanismo que soltaba la aguja. Los músculos del hombre se tensaron cuando la aguja se hundió en la carne. Cinco segundos más tarde, cuando la benzodiazepina entró en las venas, se relajó y una sonrisa tonta apareció en su rostro. Nava soltó el cilindro vacío y apoyó la palma de la mano izquierda en el pecho del agente para evitar que se desplomara.

—¿Cómo te llamas?

—Sean Murphy. —Respondió como si hablara en sueños.

—¿Cómo te sientes, Sean?

—Somnoliento. —Como si quisiera enfatizar la respuesta, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—¡Sean, Sean! —Nava guardó la daga y sacudió a Murphy.

Él abrió los ojos, sobresaltado, y la miró con una expresión de desconcierto.

—Quiero dormir —protestó.

—Lo sé. Sólo quiero pedirte un favor, ¿vale?

—Vale —musitó el agente como si fuese el niño de cuatro años más grande del mundo.

—Si alguien te despierta, sólo diles que estabas cansado y que aprovechaste para echar una cabezada. Tú nunca me has visto, te quedaste dormido.

—De acuerdo. No te he visto. —Parpadeó rápidamente, como si quisiera evitar que los ojos se le cerraran por su cuenta—. ¿Ahora puedo dormir?

—Una pregunta más. Dime la verdad. ¿Para quién trabajas?

Murphy murmuró algo mientras se le cerraban los ojos lentamente. Nava, contrariada, le apretó el hombro. Al cabo de diez segundos el hombre estaría dormido se lo permitiera o no.

—¿Para quién trabajas? —insistió. Acercó la oreja a la boca de Murphy, que susurró a duras penas: «F… B… I», para luego dejar caer la cabeza sobre el pecho. Un hilo de baba le cayó de la boca. Nava se la cerró y lo apoyó suavemente contra la pared.

«Atención a todos los pasajeros del tren 183 con destino a Washington. Está a punto de hacer su entrada en el andén 12».

Nava buscó en la mochila y sacó otro cilindro idéntico al primero, sólo que éste era de plástico amarillo. Oyó la señal acústica cuando el tren entró en la estación. Miró rápidamente en derredor para saber si alguien los observaba, pero todos los pasajeros ya estaban en el borde del andén, preparados para subir al tren. Se volvió hacia Caine, que la miraba con una expresión de horror.

—¿Está… quiero decir, lo has…?

—No está muerto. Si lo mato, sabrán adónde vamos. —Quitó el pequeño auricular de plástico de la oreja de Murphy y se lo puso en la suya con una mano y con la otra le sujetó de nuevo el micrófono en la solapa. En aquel instante, oyó una voz.

—¿Murphy?

—Aquí —respondió Nava con un tono ronco para disimular la voz.

—¿Has visto algo?

—No.

—Yo tampoco. Creo que tienes razón. Esto es una pérdida de tiempo.

—Sí. —Nava sabía que si respondía con monosílabos no tendría problemas.

—Vale. Te llamo en cinco minutos.

—Vale. —Nava esperó cinco segundos y luego colocó de nuevo el auricular en la oreja del agente. Subió el nivel del volumen al máximo.

«Último aviso a los pasajeros del tren 183 con destino a Washington, que saldrá del andén 12 dentro de dos minutos».

Nava clavó la segunda jeringuilla en el muslo de Murphy: esta vez era una mezcla de flumazelin y anfetaminas para contrarrestar el efecto de la benzodiazepina. Luego se volvió, cogió a Caine de un brazo y lo llevó con los que esperaban en el andén. Un minuto más tarde estaban a bordo del tren.

Nava dio un suspiro de alivio en cuanto el tren se puso en marcha y cogía velocidad. Se preguntó si sería verdad que habían conseguido escapar, pero comprendió que no tardarían mucho en averiguarlo.

—¡Billetes! —gritó la robusta revisora negra mientras avanzaba por el pasillo—. Por favor tengan los billetes preparados. ¡Billetes!

—Compra un pasaje de ida a Washington.—Nava puso unos cuantos billetes de veinte dólares en la mano de Caine.

Cuando la revisora llegó junto a Caine, hizo lo que Nava le había dicho. No reaccionó cuando Nava compró un pasaje de ida y vuelta a Baltimore.

—Si alguien se lo pregunta, no quiero que crea que viajamos juntos. Nos podría dar un poco más de margen.

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