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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (37 page)

BOOK: El Teorema
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Los observaba por el rabillo del ojo, pero ahora que Nava lo había descubierto, la vigilancia era obvia. Se inclinó hacia Caine y espió al hombre del bigote, que entonces miraba más allá de Nava. Siguió la dirección de la mirada, y se encontró con los ojos de una joven con un traje chaqueta. La mujer lo estaba haciendo bien; se controló y esperó unos segundos antes de simular que leía un periódico. Pero Nava vio el bulto del arma debajo de la chaqueta antes de que el Philadelphia Enquirer lo tapara.

—El Bigotes, con la camiseta, a las siete. La rubia con el periódico, a las dos.

Gaine asintió; era un buen alumno y mantuvo la mirada al frente. Nava respiró hondo. Sabía que a ellos sólo les interesaba Caine, y eso significaba que ella era prescindible. Se demoró un instante, y luego la invadió la calma. No había ninguna razón para dejarse llevar por el pánico; viviría o moriría, como siempre.

Aminoró de nuevo el paso y maniobró para ponerse junto a la joven madre, de tal forma que los tres niños quedaron entre Caine y el Bigotes. Con el flanco izquierdo cubierto, centró la atención en la derecha. Ya casi estaban junto a la agente; la multitud los empujaba lentamente hacia delante. Caine estaría a un metro de la mujer en cuestión de segundos.

Nava volvió la cabeza y vio que el Bigotes iba directamente hacia ellos. La escalera mecánica estaba a menos de tres metros. La mujer se volvió un poco a la derecha y se preparó para la pelea. Si los agentes iban a detenerlos en el andén, ésta era su última oportunidad.

Todo indicaba que iban a aprovecharla.

Caine no vio nada particular en la mujer del traje chaqueta, pero si Nava decía que era uno de ellos, lo daba por hecho. Se mantuvo atento a su presencia mientras continuaba avanzando hacia la escalera. Dos metros. Quería ir más lento, pero la multitud no se lo permitió. Un metro, y luego se encontró a su lado. Usaba un perfume que no estaba mal. Estaba tan cerca que no pudo resistirse a mirarla a los ojos a través de las gafas de sol.

Ella le sonrió con coquetería. No parecía peligrosa. En cualquier otra ocasión quizá se hubiese sentido atraído por la pulcritud de su aspecto y por aquello que Jasper llamaba «un cuerpo de la industria del porno». Caine le devolvió la sonrisa, sin recordar por un segundo que era un hombre buscado. Entonces vio el brillo de algo en su mano derecha. Parecía una estilográfica muy grande.

Caine la observó, traspuesto. Luego comprendió que era el mismo tipo de jeringuilla accionada por un resorte que Nava había utilizado en Nueva York. De pronto, la agente la movió hacia él.


La aguja le atraviesa la carne y… (bucle)

Ella intenta clavarle la jeringuilla; él intenta sujetarle el brazo, pero falla. Siente un pinchazo, y… (bucle)

Él mueve la pierna herida hacia la trayectoria de la aguja, desvía el ataque y…

La jeringuilla rozó el muslo y se clavó en la madera del entablillado. En cuanto se disparó la aguja, la mujer sujetó a Caine por un brazo y tiró para hacerle perder el equilibrio. Caine se resistió por un segundo, pero fue inútil, así que hizo todo lo posible para que la caída sirviera de algo. Se abalanzó para golpearla en la barbilla con el hombro.

La mujer cayó hacia atrás y arrastró a Caine con ella. Se volvió mientras caía y golpeó contra el suelo de lado, de cara a David. Él estaba a punto de apartarla cuando sintió el cañón de un arma que le presionaba el estómago.

—No quiero matarlo, pero si se mueve dispararé —dijo la mujer—. Si eso ocurre, deseará que lo hubiese matado.

Caine la creyó. De pronto una mujer gritó y la multitud pasó de ser una dócil manada a una caterva de animales espantados. Alguien le pisó la rodilla herida y el dolor fue insoportable.

Luego oyó la detonación.

Capítulo 23

Nava observó que la agente iba a por Caine, pero tenía claro que no lo mataría, así que se concentró en el Bigotes, que sí la mataría a ella. El hombre cargó al tiempo que con una mano buscaba la pistola y con la otra apartaba a los demás pasajeros. Nava reconoció la mirada en sus ojos porque era la misma que había tenido ella en sus ojos un millar de veces. Era un profesional. No se detendría a menos que lo detuvieran. Nava señaló la pistola y gritó a voz en cuello:

—¡OH, DIOS MÍO, TIENE UN ARMA!

No necesitó repetirlo. Era una frase que todos los ciudadanos medio esperaban y temían escuchar. En un instante, la multitud fue una masa histérica. Todos se empujaban los unos a los otros y se lanzaron como uno solo hacia las puertas que comunicaban con la escalera mecánica.

Por una de esas cosas del azar, la pareja de adolescentes decidieron ser héroes. Se abalanzaron sobre el Bigotes, y por un momento consiguieron sujetarle los brazos, pero no eran rivales para el agente. Le dio un tremendo codazo en el estómago a uno de ellos y al otro un puñetazo en el rostro que le rompió la nariz. Ambos hubiesen caído al suelo de haber tenido espacio. Pero la multitud los arrastró con ella.

Sin amilanarse, Nava avanzó hacia el agente. Él la vio venir y se preparó. Levantó el arma y al instante se despejó un pequeño círculo a su alrededor. Los que estaban entre él y la puerta empujaron hacia delante con más fuerza, los que estaban detrás saltaron a las vías y corrieron hacia la luz del día, al final del túnel.

—¡Al suelo, agente federal! —gritó el Bigotes.

Nava no se detuvo; él probablemente sabía que no lo haría, así que siguió hacia delante. Apretó el gatillo. Nava lo vio, pero no podía hacer otra cosa que apretar los dientes y seguir moviéndose. Para sorpresa de ambos, no se oyó el disparo. El desconcierto se reflejó en el rostro del agente y entonces se dio cuenta de que la pistola se había encasquillado. Pero ya era tarde. Nava se le echó encima.

Lo hizo a toda velocidad y agachada. Le sujetó la mano que empuñaba el arma y se la levantó hacia el techo. El Bigotes adivinó su intención y descargó un gancho de izquierda contra su barbilla. Nava vio el puño por el rabillo del ojo e hizo algo que el sentido común decía que era una mala idea.

Sin embargo, Nava ya no respondía al sentido común, sino a sus instintos de combate, inculcados por los mejores expertos de la lucha cuerpo a cuerpo del KGB. Antes de que consiguiera conectar el gancho de izquierda, Nava se volvió hacia el puño y agachó la cabeza. El puño golpeó contra la parte superior del cráneo, el hueso más duro del cuerpo humano. Sintió como si la hubiesen golpeado con un martillo, pero sabía por el ruido del impacto que a él le había dolido mucho más.

El agente soltó una exclamación. El brazo de Nava se movió con la celeridad de una serpiente que ataca y le sujetó la mano herida. Con un rápido movimiento seco le rompió la muñeca como si fuese una rama seca. Antes de que pudiera responder al ataque, le arrancó la pistola de la otra mano y descargó un culatazo contra el puente de la nariz. El agente se desplomó y perdió el conocimiento cuando su cabeza rebotó contra el suelo de cemento.

Sin detenerse, Nava buscó entre la muchedumbre alguna otra amenaza, pero no la había. Ahora que empuñaba la pistola, disponía de espacio para moverse porque los aterrorizados viajeros se apartaban de su camino. Vio a Caine tumbado en el suelo y abrazado a la agente, que lo apuntaba con un arma al estómago.

Nava evaluó la situación en un instante. No vaciló ni una fracción de segundo antes de apretar el gatillo.

En el segundo que Caine oyó el disparo, el mundo se detuvo.


Caine se ve bañado en sangre. El rostro de la agente se desintegra, reemplazado por un enorme agujero que deja ver una sanguinolenta tortilla gris. Se aflojan todos los músculos del cuerpo de la mujer; la pistola cae al suelo entre ellos. Y… (bucle)

Ella está viva y la bala le atraviesa el cuello, de la yugular brota la sangre como de un géiser. Y… (bucle)

Ella muere una y otra vez. Es como mirar la película de Zapruder sobre el asesinato de Kennedy en un bucle sin fin. Mientras él mira, horrorizado, el tiempo se ralentiza hasta que ve que la bala entra en la carne. La mayoría de las veces entra por la órbita de uno de los ojos, pero otras penetra por la mandíbula, y una lluvia de fragmentos de dientes caen sobre Caine.

Algunas veces siente el espantoso dolor cuando el proyectil le atraviesa su propio cráneo, pero esas sensaciones son, afortunadamente, muy fugaces; cuando la bala entra en su cerebro él vuelve al comienzo de la película. Por fin, la película comienza a cambiar, cuando Caine comprende lo que debe hacer. Con todas sus fuerzas, empuja hacia arriba el brazo de la agente y…


Cuando la bala le atraviesa la muñeca, la trayectoria se desvía doce grados a la izquierda y el proyectil se incrusta en la pared. Antes de que Caine pueda reaccionar. Aparece una sombra que estrella la cabeza de la agente contra el suelo y la deja inconsciente.

—Vamos. —Nava lo ayudó a levantarse—. No tenemos mucho tiempo.

El andén estaba casi vacío, y por tanto se encontraban totalmente expuestos. Los disparos habían hecho que muchos saltaran a las vías para correr a lo largo del túnel hacia la mancha de luz que se veía al fondo. Nava arrojó la pistola del agente y se agachó.

—¡Sujétate!

Antes de que Caine se diera cuenta de sus intenciones, Nava se lo cargó al hombro y saltó a las vías. Aterrizaron con fuerza, pero Nava no perdió el equilibrio. Utilizó el impulso para descargar a Caine y dejarlo en el suelo.

En cuestión de segundos se habían mezclado con la enloquecida multitud que corría hacia la luz del final del túnel.

—¡Se han oído disparos! ¡Repito, se han oído disparos! —gritaron en el auricular de Crowe.

—¿Qué ha pasado? ¿Alguien ha caído? —Aún estaba a medio kilómetro del lugar y la misión se estaba yendo a la mierda—. ¡Equipo uno, responda, maldita sea!

—Aquí el equipo uno. No responde ninguno de los agentes del andén.

—¡Bajen!

—Imposible, señor. Hay una multitud que sube por la escalera mecánica. Hay algunos heridos. No podemos bajar hasta que esto se despeje. Creemos que el objetivo continúa en el andén.

Si los dos agentes no respondían, es que estaban incapacitados o muertos. Crowe nunca había perdido un agente bajo su mando. Pensar que pudiese haber ocurrido era como un puñetazo en el estómago. Quería detenerse, pensar, pero sabía que cualquier titubeo podía ocasionar la pérdida de más vidas. Él estaba al mando. Tenía que dirigir.

Ni loca se quedaría Vaner en el andén a la espera de que más agentes convergieran sobre su posición. Crowe se imaginó el escenario. Habían desconectado el ascensor y cerrado las escaleras, con la escalera mecánica como única salida. Dudaba que Vaner se arriesgara a usarla, ni siquiera al amparo de la multitud que huía. La única otra salida era a través…

—¡El túnel! ¡Intentarán escapar por las vías! —gritó mientras se saltaba otro semáforo en rojo y evitaba por los pelos estrellarse contra un BMW blanco—. ¡Cubran las dos salidas del túnel!

—No disponemos de una cobertura suficiente para la estación y el túnel.

—¡Ahora mismo no tienen una mierda que cubrir! Deje a dos hombres en la escalera mecánica. Mande a todos los demás a las vías. ¡Ahora!

—Recibido.

—Una cosa más —dijo Crowe, con voz clara—. Acaben con Vaner. No quiero correr más riesgos. Si la identifican… mátenla.

Unas cuantas ratas huyeron de su camino mientras ellos intentaban mantenerse a la par que la multitud. Caine no hizo caso de los roedores y concentró toda su atención en no caerse. Cuando se acercaron a la boca del túnel, Nava y Caine fueron acortando el paso hasta detenerse del todo. A pesar de que era mediodía, la luz era escasa, el cielo estaba cubierto de nubarrones. Nava observó el perímetro, pero la visibilidad era casi nula, debido a la intensidad del aguacero.

En el exterior, el avance fue todavía más lento. Con un talud a cada lado, se vieron forzados a caminar por las resbaladizas traviesas y a veces por el fango. Fueron varios los que resbalaron y cayeron. Algunos se quedaban sentados en el suelo y pedían ayuda o mantenían las manos levantadas por encima de la cabeza y gemían de terror. Otros volvían a levantarse y continuaban caminando a trompicones, cubiertos de barro como zombis en una película de serie B.

De pronto, la muchedumbre se detuvo. Delante había una línea de agentes de policía que habían improvisado una barrera de control. Caine y Nava se mantuvieron al final de la multitud. Nava se deshizo la cola de caballo y dejó que los cabellos empapados le cayeran sobre el rostro, para evitar que alguien recordara haberla visto en el andén. Afortunadamente, en medio de aquel caos, nadie les prestó la menor atención.

—Por favor, mantengan la calma y escuchen —gritó un agente rechoncho con un megáfono—. No pasa nada. Sólo necesitamos comprobar sus identidades.

Los agentes les indicaron que formaran tres colas y les explicaron que después de verificar su identidad los ayudarían a subir por los resbaladizos taludes. Sólo un par de personas se quejaron de que los obligaran a permanecer en medio del aguacero, pero los demás estaban demasiado conmocionados como para hacer otra cosa que no fuese seguir las indicaciones.

Caine miró a Nava, que tenía una mano en un bolsillo. La tela empapada de la cazadora se pegaba al contorno de la pistola que empuñaba. Sabía que eso no era real, que todo era una alucinación, pero ¿qué pasaría si estaba en un error? Tenía que detenerla.

Mientras su mente trabajaba a toda prisa, cerró los ojos y entonces supo qué debía hacer.

—Antes de que dispares a alguien más —dijo Caine—, tengo un plan.

—Te escucho. Dispones de treinta segundos.

—Primero, voy a necesitar una arma.

Aunque estaban casi al fondo de la multitud, todavía quedaban unas cincuenta personas detrás de ellos, y otras veintitantas más que habían decidido esperar en el túnel para no mojarse. Caine y Nava caminaron lentamente de nuevo hacia el túnel, atentos a los rostros de los pasajeros. Caine confiaba en estar haciendo lo correcto. Cualquier cosa sería mejor que permitir a Nava que comenzara a disparar de nuevo.

Entonces lo vio. El tipo era perfecto. Caine se lo señaló a Nava y ella asintió al tiempo que se desviaba hacia el objetivo. Ésta llegó junto al hombre de cabellos oscuros y sonrió. El hombre le devolvió la sonrisa con la mirada puesta en la camiseta empapada de la muchacha, que se le pegaba a los pechos.

BOOK: El Teorema
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