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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (38 page)

BOOK: El Teorema
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La sonrisa desapareció en cuanto Caine le apoyó el cañón del arma en las costillas. Aterrorizado, se volvió hacia Nava en busca de ayuda, pero ella también había desenfundado una arma y le apuntaba al vientre.

—Venga con nosotros —le ordenó Nava—. Despacio. —Nava caminó pegada al hombre; con una mano le sujetaba un brazo, y la otra, con el arma, metida debajo de la americana. Caine los siguió. En cuanto se encontraron de nuevo en la oscuridad del túnel, lo rodearon.

—Deme su cartera —dijo Caine.

—¿No me diga que van a robarme? —preguntó el hombre, atónito—. ¡No me lo puedo creer! Primero alguien se vuelve majara y comienza a disparar, y ahora me atracan.

Nava lo tocó en la entrepierna con el cañón de la pistola.

—La cartera —ordenó.

—Vale, vale. —El hombre metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó una cartera de Gucci negra y se la entregó a Caine, que buscó el carnet de conducir.

—Richard Burrows —leyó—. ¿Lo llaman Rick o Rich?

—Rick —respondió el hombre, furioso.

—Muy bien, Rick. ¿Esta es su familia? —le preguntó Caine, que le mostró una foto de Rick con una bonita rubia con un bebé en brazos. Rick lo miró con odio y asintió. Nava cogió el móvil y marcó un número. Esperó unos segundos antes de hablar.

—Soy yo. Adelante. —Nava hizo una pausa y miró el carnet de Rick—. El 4000 de Pine Street. Entren en la casa. Hay una rubia con un bebé. Llévenlos al piso franco. Si no tienen noticias mías dentro de una hora, mátenlos.

En cuanto Nava acabó con la falsa llamada, Caine observó la reacción de Rick. Su rostro mostraba una expresión donde se mezclaban la furia y la angustia, aunque le pareció advertir que por debajo había una silenciosa resignación.

—¿Qué quieren? —preguntó Rick, con tono plañidero. Antes de que Nava le pudiera responder, Caine se hizo cargo, consciente de que podía mostrarse más comprensivo con el pobre hombre que había decidido aterrorizar.

—Yo le diré lo que no queremos —contestó—. No queremos hacerle daño a su familia. ¿Me cree?

Rick asintió lentamente, con un temblor en los labios, Desde luego que no parecía creerlo, y eso era lo que se pretendía. Caine se odió a sí mismo, pero tenía claro que mientras Rick creyera que su familia estaba en peligro, acataría todo lo que le dijeran.

—Si hace exactamente lo que le digo, su familia estará a salvo. —Caine miró a los ojos de Rick, a sabiendas de que iba a cruzar un límite—. Pero si no lo hace, será usted quien los mate, no yo. ¿Está claro?

Rick asintió de nuevo. De pronto Caine deseó retirar todo lo dicho, asegurarle al hombre que no había nadie en su casa, que su esposa y su hijo estaban sanos y salvos. Pero no podía. Ya había ido demasiado lejos. Intentó consolarse con el pensamiento de que nada de todo eso era real, pero aquella parte de su mente comenzaba a desaparecer lentamente a medida que la alucinación cobraba una vida propia.

Caine apartó esos pensamientos de su mente, se volvió hacia Rick y le explicó su plan. Rick protestó, pero Caine le dijo que todo saldría bien si seguía sus instrucciones al pie de la letra.

—Ahora extienda la mano. —Rick extendió una mano temblorosa y Caine le obligó a coger la pistola. Rick la miró como si fuese una granada de mano—. Guárdela en el bolsillo. —Rick lo intentó, pero las manos le temblaban tanto que necesitó tres intentos para conseguirlo.

Caine le señaló la más corta de las tres colas. Rick miró hacia allí, y luego a Nava, que bajó el arma. Comenzó a caminar, como un hombre en el corredor de la muerte. En cuanto se alejó lo bastante, Nava miró a Caine con respeto.

—Lo has hecho muy bien.

—Sí, tanto que casi le provoco un infarto.

—No tenías otra alternativa.

—Siempre hay una alternativa —replicó Caine, aunque en cuanto lo dijo fue consciente de su hipocresía. Se preguntó en qué momento había perdido su humanidad.

Esperaron en silencio en la cola, a unos cinco metros detrás de Rick. Transcurrieron diez minutos. Desde el punto de vista de Nava, fueron los diez minutos más largos de la vida de éste. Para un ojo entrenado, todo en el hombre denunciaba su terror. No dejaba de mover los pies, incapaz de estarse quieto. No obstante, su miedo no la preocupaba.

En cambio, sí le preocupaba que cada treinta segundos, Rick volvía la cabeza para mirarlos con una expresión de súplica. Aquella mirada le helaba la sangre. Si los agentes encargados de la identificación eran buenos, advertirían el comportamiento de Burrows y el juego se habría acabado.

A la vista de las circunstancias, el plan de Caine era probablemente su mejor oportunidad. Una parte de ella confiaba en que saliera bien; y otra parte, una que era cada vez más fuerte, confiaba en que cualquier cosa que planeara Caine ocurriría.

—El siguiente. —El agente Sands estaba alerta. Acababan de informarles de que Hauser y Kelleher iban camino del hospital. La persona que los había abatido tenía que ser muy buena.

Sands no se acababa de creer lo que Caine y Vaner les habían hecho. Rogaba para que si Caine estaba en la cola, fuera él quien lo detuviera. Si ocurría, era probable que Caine golpeara accidentalmente su rostro contra el puño de Sands unas cuantas veces durante el traslado al cuartel general. Sonrió al pensarlo. Si pillaba a Caine, el tipo sabría lo que era bueno.

—¡El siguiente! —gritó de nuevo. Sabía que era difícil oírle con el ruido de la lluvia, pero el tipo de la cola tenía que haber advertido que había dejado pasar a la última mujer hacía ya casi un minuto. El tipo no dejaba de mirar muy nervioso detrás de sí.

Sands puso las antenas en cuanto el hombre se acercó a paso lento; todos los demás habían corrido para escapar de la lluvia. Pero ese tipo caminaba sin prisas entre los caballetes de madera, con la mirada fija en el suelo como si caminara a través de un campo de minas. Ninguno de los seis policías que estaban allí parecían haberse dado cuenta, pero ¿qué se podía esperar de unos vulgares polis de ciudad?

En cuanto lo tuvo un poco más cerca, vio que estaba aterrorizado, la piel de un color grisáceo. No dejaba de mover las manos: las metía en los bolsillos, se tocaba los costados, los muslos, casi como si quisiera mostrarse despreocupado. Si había algo que Sands sabía, era que los inocentes nunca intentaban mostrarse despreocupados. Sobre todo los inocentes que esperaban bajo la lluvia.

Las facciones del hombre eran un tanto diferentes a las de la foto de David Caine —la nariz un poco más ancha, los ojos de un color castaño oscuro— pero no lo bastante, máxime cuando el resto de las características físicas concordaban: uno setenta y siete de estatura, unos ochenta kilos. Sands se preparó para la pelea.

—¿De dónde viene usted, señor? —preguntó el agente sin apartar la mirada del rostro del tipo.

—Eh… yo… Nueva York. Vengo de Nueva York —tartamudeó el tipo. Se miró los pies.

—¿Puede enseñarme alguna identificación?

El hombre asintió. Visiblemente nervioso metió la mano en el bolsillo interior de la americana. Sands tensó los músculos.

«Si saca una arma, lo mato aquí mismo, de un disparo en la cabeza, y a la mierda lo que diga Crowe». En cambio, el hombre sacó una cartera negra y se la entregó con una mano temblorosa.

Sands lo abrió y miró el nombre. Intentó leerlo al mismo tiempo que miraba con un ojo al hombre que tenía delante. Se llamaba David… mierda. En un movimiento sin solución de continuidad, Sands dejó caer la cartera, desenfundó el arma y, con la culata sujeta con las dos manos, apuntó a la cabeza de David Caine.

—¡De rodillas, las manos en la nuca! ¡Ahora, cabronazo, ahora!

Caine se quedó inmóvil como un ciervo encandilado. Entonces cayó hacia atrás, derribado por un terrible golpe de porra en la rodilla que le dio Martin Crowe, que había aparecido súbitamente a su lado. Sands le dio un brutal puntapié en el vientre. Su pie se hundió en la carne del hombre como si fuese mantequilla.

Caine escupió sangre.

—Eso por Kelleher, maldito cabronazo de mierda.

Sands se inclinó para coger al tipo del pelo y le volvió el rostro cubierto de fango, y de nuevo lo comparó mentalmente con la foto de Caine. No era idéntico, pero sabía por experiencia que no siempre las personas se parecían a sus fotos. Sí, era Caine. Lo cacheó rápidamente y encontró el arma. La misma pistola que había utilizado para disparar contra Hauser y Kelleher.

Le asestó un puñetazo con todas sus fuerzas. La sangre manó de la nariz, que se aplastó con un ruido repugnante. El agente iba a darle otro puñetazo cuando una mano fuerte le sujetó el brazo. Se volvió y Crowe lo miró con expresión severa. Le había permitido a Sands la revancha, pero ya estaba. Este asintió y bajó el puño. Luego, cogió a Caine por el pelo y tiró hasta conseguir que abriera los ojos.

—Has disparado a un amigo mío, hijo de puta. —Sands le escupió a la cara—. Te freirán por eso, ¿lo sabías? —El hombre se limitó a cerrar los ojos y comenzó a llorar como un crío. Todos se creían muy valientes hasta que los cogían. Entonces los muy cabrones comenzaban a llamar a sus mamás. Hundió la cabeza del tipo en el barro y se levantó.

—Es todo suyo, Crowe.

Capítulo 24

Nava se permitió sentir un alivio moderado cuando los dos agentes se llevaron a Rick Burrows, pero luego sus ánimos se hundieron. Había confiado en que una vez que dieran con «David Caine», los federales darían por acabada la búsqueda, pero ordenaron a las mujeres que permanecieran en las colas. Nava maldijo por lo bajo. Se les había acabado la suerte.

—Tienes que marcharte —dijo Nava.

—Te atraparán.

—Eso está por verse. Si me identifican, tendré mayores probabilidades de escapar si no tengo que ocuparme de ti.

Caine comenzó a protestar, pero Nava lo cortó en seco.

—David, no tenemos tiempo para discusiones. Aún me están buscando, y eso significa que muy pronto comenzarán a interrogar a tu doble. Cuando eso ocurra, no tardarán en descubrir el engaño. Ahora escúchame: ve a la peor zona de la ciudad y alójate en un motel. Paga en efectivo. No intentes contactar con Jasper. Nos encontraremos mañana a las doce en el Museo de Arte de Filadelfia. Si a las doce y cinco no estoy allí, tendrás que apañártelas por tu cuenta.

Caine permaneció en silencio durante unos segundos, parpadeó un par de veces y luego asintió.

—Nos vemos —respondió. Sin decir nada más, comenzó a subir por el talud enfangado.

Caine no miró atrás. Necesitaba subir el talud lo antes posible. Por desgracia, la rodilla herida no le facilitaba las cosas. De pronto sintió que una mano fuerte le sujetaba el brazo. Miró a un lado y vio el uniforme azul oscuro de un policía.

—¿Eh amigo, necesita ayuda? —preguntó el agente.

Caine no podía rechazarlo, así que respondió:

—Oh, sí, gracias.

—Eso está hecho —dijo el corpulento policía, que sujetó el brazo de Caine todavía más fuerte mientras lo ayudaba a subir la pendiente. Avanzaron a paso lento pero seguro. No tardaron en llegar a unos metros de la calle.

Caine pisaba con fuerza en el barro y avanzaba, preparado para lo que iba a suceder.

Crowe no estuvo tranquilo hasta que comprobó que lo tenía bien sujeto. Sólo entonces se relajó un poco. Miró a Caine, que temblaba en la silla atornillada al suelo de la furgoneta. Sabía que con Vaner suelta tenía que llevar a Caine a Nueva York, pero decidió esperar. A Forsythe no le importaba en absoluto lo que le pudiera ocurrir a Vaner, pero Crowe no podía marcharse sin más. Ella era peligrosa y había que atraparla.

Además, había algo que no encajaba. Le costaba creer que ése fuera el hombre que había ayudado a incapacitar a tres agentes.

—¿Dónde está Vaner? —le preguntó Crowe por tercera vez.

Caine no respondió. Como antes, continuó con los gimoteos, unos sollozos secos que lo ahogaban. Las manos le temblaban tanto que las esposas tintineaban contra los brazos de la silla. Crowe ladeó la cabeza, la mirada fija en el dedo anular de la mano izquierda del hombre.

El corazón le dio un brinco. David Caine no estaba casado. Podía ser parte del disfraz pero… Crowe le sujetó la mano temblorosa y el hombre se encogió aterrorizado, ante la posibilidad de que lo volvieran a golpear. Crowe tardó unos segundos en quitárselo. En cuanto lo hizo, miró el dedo desnudo. El lugar donde había estado el anillo se veía más claro que el resto del dedo. El anillo no era un disfraz. Sintió un dolor agudo en la boca del estómago.

—Usted no es David Caine.

El hombre gimoteó algo. De pronto todo encajó. Ahora se explicaba por qué había sido tan sencillo; por qué ese hombre era un cobarde. Crowe desenfundó su Smith & Wesson 9 mm y apoyó la boca del cañón en la frente del hombre mientras le sujetaba la barbilla con la otra mano. Crowe pensó en Betsy, sola, en la cama del hospital. Sin el dinero, no tendría ninguna posibilidad de salvarla. No podía fallarle. No le fallaría.

—Míreme. ¡MÍREME!

El hombre abrió los ojos. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Tiene cinco segundos para decirme lo que está pasando. Si no lo hace, apretaré el gatillo y sus sesos acabaran pegados en la puerta de la furgoneta. Si cree que es un farol, míreme a los ojos y verá que no es así.

—Cinco.

—Cuatro.

—Tres.

Se encontraron sus miradas: la de Crowe fría y decidida; la del hombre temblorosa y aterrorizada.

—Me apuntaron con una arma. —Los sollozos hacían que las palabras apenas pudieran comprenderse—. Dijeron que matarían a mi esposa y a mi bebé.

—Maldita sea. —Crowe no apartó el arma de la frente de su prisionero—. ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Ahora mismo. En la cola.

Crowe se olvidó del hombre y salió como un rayo de la furgoneta al tiempo que gritaba al micro:

—¡A todos los equipos! ¡El objetivo capturado era un engaño! ¡Repito, el objetivo capturado era un engaño! ¡Todos abajo! ¡Ahora!

Nueve. Ocho. Siete.

Caine dejó que su corazón se tranquilizara un poco. Estaba muy cerca. Sólo unos pocos pasos más y podría despedirse del policía. Entre la cortina de lluvia, vio pasar los coches, que apenas si reducían la velocidad para echar una ojeada a los vehículos de la policía aparcados a lo largo del talud.

Entonces, en mitad de un paso, el agente se detuvo cuando una voz comenzó a chillar en la radio.

Nava se mantuvo al final de la cola, para tener un poco más de tiempo mientras analizaba la situación. Aún tenía a cuatro mujeres delante. Pensó en tomar a una de ellas como rehén, pero eso sólo serviría para forzar la mano de los federales, y al estar en terreno abierto, sería un suicidio.

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