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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El truco de los espejos (11 page)

BOOK: El truco de los espejos
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Aquí la carta quedaba interrumpida.

—¿Y al llegar a este punto es cuando Christian Gulbrandsen recibió el disparo? —dijo Curry.

—Sí.

—¿Pero cómo dejaron esta carta en la máquina?

—Sólo puedo imaginar dos razones… Una, que el asesino no tenía idea de lo que Gulbrandsen estaba escribiendo ni a quién. Y segunda…, tal vez no tuviera tiempo que perder. Pudo oír acercarse a alguien y hubo de escapar para no ser visto.

—¿Y Gulbrandsen no le insinuó de quién sospechaba…, si es que sospechaba de alguien?

Hubo una pausa antes de que Lewis respondiera.

—No.

Y agregó:

—Christian era un hombre muy recto.

—¿Y cómo cree usted era administrado, o sigue siendo administrado, ese veneno…, arsénico o lo que sea?

—Lo estuve pensando mientras me vestía para la cena, y me pareció que el medio más fácil es la medicina, mejor dicho, el tónico que toma mi esposa. Porque en cuanto a los alimentos, todos comemos los mismos y ella no toma nada especial. Pero cualquiera puede añadir arsénico al frasco de la medicina. Eso era lo más lógico.

—Tendremos que hacerla analizar.

Lewis repuso tranquilamente:

—Ya preparé una muestra. La obtuve esta noche, antes de cenar.

Y de un cajón de la mesa sacó una botellita conteniendo un líquido rojo.

—Piensa usted en todo, señor Serrocold —le dijo el inspector Curry con una extraña mirada.

—Creo en las actuaciones rápidas. Esta noche impedí que mi mujer tomara la dosis acostumbrada. Todavía debe estar en un vaso sobre el aparador de roble del vestíbulo… El frasco con el tónico está en el comedor.

Curry inclinóse hacia delante y se apoyó en el escritorio. Bajando algo la voz dijo en tono confidencial:

—Usted me perdonará, señor Serrocold, pero, ¿por qué tiene tanto interés en ocultárselo a su esposa? ¿Tiene miedo que se deje invadir por el pánico? Seguramente, por su propio bien, sería conveniente advertirla.

—Sí…, sí, es posible, pero no creo que me comprenda del todo. Sin conocer a mi esposa, Carolina, será algo difícil. Mi esposa, Carrie, es una idealista, una persona llena de confianza en los demás. Puede decirse de ella, con toda verdad que no ve el mal, ni lo oye, ni sabe hablar de eso. Le resultaría inconcebible que alguien quisiera asesinarla. Pero tenemos que ir algo más lejos. No se trata de «alguien». En ese caso… seguramente podrá darse cuenta… tiene que tratarse de alguien que vive muy cerca de ella y que le es muy querido…

—¿Es eso lo que usted cree?

—Tenemos que hacer frente a los hechos. Al alcance de la mano tenemos un par de cientos de psicologías torcidas y todavía no desarrolladas, que a menudo se han expresado de un modo violento, insensible y crudo. Pero dada la naturaleza de las cosas, ninguno de estos muchachos puede resultar sospechoso en este caso. Para ir envenenando poco a poco, tiene que ser alguien que viva con nosotros. Piense en las personas que están en casa: su esposo, su hija, su nieta, su hijastro, a quien aprecia como a un verdadero hijo, la señorita Bellever, su compañera y amiga de tantos años. Todos viven muy cerca de ella y le son muy queridos… y, no obstante, hay que sospechar…, ¿será alguno de ellos?

Curry dijo lentamente:

—Hay extraños…

—Sí, en cierto sentido. El doctor Maverick y uno o dos profesores están a menudo con nosotros. También los criados…, pero, ¿qué motivos podrían tener?

—Y ese joven…, ¿cuál es su nombre: Edgar Lawson?

—Sí. Pero sólo está aquí desde hace poco. No tiene motivos. Además, quiere mucho a Carolina…, como todo el mundo.

—Pero es un desequilibrado. ¿Qué me dice de cómo le atacó a usted esta noche?

—Niñerías —repuso impaciente—. No tenía intención de hacerme daño.

—Ah, ¿no? ¿Y esas balas incrustadas en la pared? Disparó contra usted, ¿no es cierto? Eso, desde luego, es innegable.

—No intentó darme. Estaba representando una escena, nada más.

—Pues es una manera bastante peligrosa de representar, señor Serrocold.

—Usted no comprende. Debe hablar con nuestro psiquíatra, el doctor Maverick. Edgar es hijo ilegítimo, y se consuela de su falta de padre y de un origen indigno imaginando que es hijo de un hombre célebre. Es un fenómeno muy conocido, se lo aseguro. Estaba mejorando mucho y por alguna razón, tuvo una recaída. Me identificó como «padre» y tuvo un ataque melodramático, amenazándome con un revólver y soltando improperios. No me alarmé lo más mínimo. Cuando hubo disparado, quedó anonadado y comenzó a sollozar hasta que el doctor Maverick se lo llevó para darle un sedante. Probablemente mañana por la mañana estará completamente normal.

—¿No desea presentar ningún cargo contra él?

—Eso sería lo peor… para él, quiero decir.

—Con franqueza, señor Serrocold, creo que debiera estar arrestado. Las personas que andan por ahí disparando revólveres para satisfacer sus instintos… Uno tiene que pensar en los demás, ¿sabe?

—Hable usted con el doctor Maverick —insistió Lewis—. Él le dará su opinión profesional. En cualquiera de los casos —agregó—, es imposible que el pobre Edgar matara a Gulbrandsen. Estaba ante mí amenazándome con disparar.

—A este punto quería llegar, señor Serrocold. Hemos observado el exterior. Al parecer, cualquiera pudo haber entrado y asesinado al señor Gulbrandsen, puesto que la puerta de la terraza no estaba cerrada. Pero hay un campo mucho más limitado en el interior de la casa y en vista de lo que usted me ha estado diciendo, me parece que debemos prestarle mucha atención. Parece posible, que con excepción de la señorita… er… sí, Marple que casualmente estaba mirando por la ventana de su dormitorio, nadie se enteró de que usted y Christian Gulbrandsen habían tenido una entrevista privada. De ser así, Gulbrandsen pudo ser asesinado para evitar que le comunicara sus sospechas. Claro que es muy pronto todavía para decir los otros motivos que pudieran existir. Me figuro que el señor Gulbrandsen sería un hombre rico.

—Sí, era muy rico. Deja hijos, hijas y nietos…, todos los cuales es probable que se beneficien con su muerte. Pero no creo que ninguno esté en este país, y todos son gente muy respetable. Por lo que yo sé, no creo que haya entre ellos ninguna oveja negra.

—¿Tenía enemigos?

—Me parece bastante improbable. En realidad…, no era de esa clase de hombres.

—Así que los sospechosos se reducen a los que viven en la casa. ¿Quién de ellos pudo haberle matado?

—Es difícil de decir. Están los criados, los miembros de mi institución y nuestros invitados. Me figuro que desde su punto de vista, todos, excepto los criados, estaban en el Gran Vestíbulo cuando se fue Christian, y mientras yo permanecí allí aún bastante rato, nadie lo abandonó.

—¿Nadie en absoluto?

—Creo que… —Lewis frunció el ceño, esforzándose por recordar—, oh, sí. Se apagaron algunas luces… y Walter Hudd fue a ver lo que ocurría.

—¿Ése es el joven americano?

—Sí… Claro que ignoro lo que ocurriría después de que Edgar y yo entramos aquí.

—¿Y no puede decirme nada más concreto, señor Serrocold?

—No, temo no poder ayudarle. Es…, es todo tan increíble.

El inspector Curry suspiró antes de decir:

—El señor Gulbrandsen fue muerto con una pistola automática. ¿Sabe usted si alguien de la casa tenía en su poder un arma semejante?

—No tengo la menor idea, más lo creo improbable.

El inspector Curry volvió a suspirar.

—Puede decir a los demás que vayan a acostarse. Mañana hablaré con ellos.

Cuando Serrocold hubo salido de la estancia, el inspector Curry dijo a Lake:

—Bueno…, ¿qué opina usted?

—Que él sabe…, o cree saber quién lo hizo —repuso el sargento.

—Sí, estoy de acuerdo con usted. Y que no le gusta nada…

Capítulo XI

Gina saludó muy excitada a la señorita Marple cuando ésta bajó a desayunarse a la mañana siguiente.

—La policía está aquí otra vez —le dijo—. Se han metido en la biblioteca. Wally se siente fascinado. No comprendo cómo pueden estar tan tranquilos e indiferentes. Creo que está emocionadísimo por lo ocurrido. Yo, no. Lo aborrezco. Me parece horrible. ¿Por qué cree usted que estoy tan excitada? ¿Por tener sangre italiana?

—Es muy posible. Por lo menos, tal vez eso explique por qué no le importa exhibir sus sentimientos.

La señorita Marple sonrió al decir esto.

—Jolly está terriblemente furiosa —dijo Gina, colgándose del brazo de la señorita Marple para acompañarla al comedor—. Creo que debe ser porque la policía se ha hecho cargo de todo y ella no puede «dominarlos» como hace con todos nosotros.

—Alex y Esteban —continuó Gina al entrar en el comedor, donde los dos hermanos terminaban su desayuno— ni se preocupan.

—Gina, querida —dijo Alex—, eres muy poco amable. Buenos días, señorita Marple. A mí me preocupa muchísimo. Por el hecho de que apenas conocía a tu tío Christian, soy el primer sospechoso. Espero que te des cuenta de ello.

—¿Por qué?

—Pues, verás. Yo llegué en mi coche en el preciso momento en que se desarrollaban los acontecimientos. Han estado comprobando cosas, y al parecer tardé demasiado tiempo en recorrer la distancia que media entre la verja y la casa… el tiempo necesario para dejar el coche, darle vuelta a la casa, entrar por la puerta lateral, matar a Christian, salir corriendo y volver al automóvil.

—¿Y qué es lo que estuviste haciendo en realidad?

—Creí que a las niñas pequeñas se les enseñaba a no hacer preguntas indiscretas. Pues estuve como un tonto contemplando durante varios minutos el efecto de la niebla y la luz, pensando utilizarlo en el escenario, para mi nuevo ballet.

—¡Pero puedes decírselo a la policía!

—Naturalmente. Pero ya sabes cómo son. Dirán: «Muchas gracias», muy educaditos, y lo escribirán todo, y uno no puede saber en qué están pensando. Tienen una mentalidad muy escéptica.

—Lo que me divertiría viéndote en un apuro, Alex —dijo Esteban con sonrisa cruel—. ¡Yo estoy a cubierto de toda sospecha! Anoche no me moví del vestíbulo.

Gina exclamó:

—¡Pero no es posible que piensen que ha sido uno de nosotros!

Sus ojos oscuros estaban abiertos por el asombro.

—No se te ocurra decir que debe haber sido un vagabundo, querida —dijo Alex, sirviéndose más mermelada—. Está muy gastado.

La señorita Bellever asomó la cabeza por la puerta para decir:

—Señorita Marple, cuando haya terminado de desayunarse, ¿querrá venir a la biblioteca?

—Usted, otra vez —dijo Gina—. Antes que todos nosotros.

Parecía algo ofendida.

—¿Eh, qué ha sido eso? —preguntó Alex.

—No he oído nada —replicó Esteban.

—Ha sido un disparo de revólver.

—Han estado disparando en la habitación donde asesinaron a tío Christian —dijo Gina—. No sé por qué. Y fuera también.

La puerta volvió a abrirse para dar paso a Mildred, vestida de negro y con un collar de cuentas de ónix.

Dio los buenos días sin mirar a nadie y tomó asiento. Con voz apenas perceptible, dirigióse a Gina.

—Ponme un poco de té, por favor. No quiero comer mucho…, sólo unas tostadas.

Con un pañuelito que llevaba en la mano, se secó los ojos y las mejillas, con gesto delicado. Luego alzó la vista mirando sin ver a los dos hermanos. Esteban y Alex parecían violentos. Sus voces se convirtieron en un susurro y pronto se levantaron para marcharse.

La señora Strete dijo:

—¡Ni siquiera una maldita coartada!

—Me figuro que no sabrían de antemano que se iba a cometer un crimen —replicó la señorita Marple, disculpando a todo el mundo.

Gina ahogó una risita y Mildred la miró duramente,

—¿Dónde está Walter? —quiso saber.

—No lo sé. No lo he visto.

Tenía todo el aspecto de una chiquilla culpable. La señorita Marple se levantó.

—Voy a la biblioteca —anunció.

Lewis Serrocold estaba de pie junto a la ventana. No había nadie más en la biblioteca.

Cuando entró la señorita Marple, dirigióse a su encuentro y tomó una de sus manos entre las suyas.

—Espero —le dijo— que este golpe no le haya sido perjudicial. Al estar tan cerca de lo que es, sin duda alguna, un asesinato, debe ser una impresión muy fuerte para quien no ha estado nunca en contacto con estas cosas.

La modestia impidió a la señorita Marple contestar que se encontraba tan a gusto como en su casa, a pesar del crimen y limitóse a decir que la vida en St. Mary Mead no era tan apacible como se creía.

—Suceden cosas muy desagradables en un pueblo, se lo aseguro —le dijo—. Y uno tiene oportunidades de estudiar los hechos, cosa que no le ocurriría nunca en una ciudad.

Lewis Serrocold la escuchaba con indulgencia, pero sólo con una oreja.

—Necesito su ayuda —dijo sencillamente.

—Pues, claro, señor Serrocold.

—Éste es un asunto que afecta a mi esposa… que afecta a Carolina. Creo que usted la quiere de verdad.

—Sí, desde luego. Todo el mundo la quiere.

—Eso es lo que yo creía, pero parece que estaba equivocado. Con el permiso del inspector Curry, voy a decirle algo que nadie sabe todavía, a excepción de una sola persona.

Y le refirió brevemente lo que le dijera al inspector Curry la noche anterior.

La señorita Marple estaba horrorizada.

—No puedo creerlo, señor Serrocold. No puedo creerlo.

—Eso es lo que me pasó a mí cuando me lo dijo Christian Gulbrandsen.

—Yo hubiera dicho que la querida Carrie Louise no tenía un enemigo en todo el mundo.

—Parece increíble que pueda tenerlos. ¿Pero ve usted la complicación? El envenenamiento… el envenenamiento lento…, es cosa que debe hacerse en la intimidad de la familia. Debe ser alguien que está entre nosotros.

—Es cierto. ¿Está seguro de que el señor Gulbrandsen no se equivocó?

—Christian no estaba equivocado. Era un hombre demasiado prudente para asegurar sin fundamento una cosa así. Además, la policía analizó una muestra del contenido del frasco de la medicina de Carrie, y la copa que no tomó la otra noche. Encontraron arsénico… y no estaba en la receta. La cantidad tardarán algún tiempo en precisarla, pero se ha comprobado la presencia del arsénico.

—Entonces, su reuma…, su dificultad en andar…, todo eso…

—Sí, los calambres en las piernas, son típicos, según tengo entendido. Y también, antes de que usted llegara, Carolina sufrió uno o dos ataques fuertes de tipo gástrico… y no imaginé… hasta que vino Christian.

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