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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El truco de los espejos (14 page)

BOOK: El truco de los espejos
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—Por aquí los cazan con trampas, sin hacer ruido.

Alex proseguía:

—… un chiquillo quemando algún petardo. Ni siquiera los consideré… disparos. Yo estaba en «Noches de niebla…» o mejor dicho… viendo la representación desde una butaca… contemplando el efecto de la escena.

—¿Cuántos disparos oyó?

—No lo sé —repuso Alex con petulancia—. No los conté. Dos o tres. Dos seguidos. Me acuerdo del detalle.

—¿Y el rumor de pasos apresurados, que creo haberle oído mencionar?

—Llegaban desde fuera de la niebla. Cerca de la casa.

—Lo cual ofrece la sugerencia de que el asesino de Christian Gulbrandsen pudo venir de fuera.

—Claro. ¿Por qué no? ¿No irá a suponer que viniera de dentro de la casa?

El inspector Curry repuso con toda amabilidad:

—Tenemos que pensar en todo.

—Me lo figuro —le contestó Alex Restarick—. ¡Qué trabajo más descorazonador debe ser el suyo, inspector! Los detalles, sitios y horas, y ese montón de insignificancias. Y al final…, ¿de qué sirve todo eso? ¿Acaso pueden hacer que Christian Gulbrandsen vuelva a la vida?

—Se experimenta una gran satisfacción al descubrir al culpable, señor Restarick.

—¡Ya salió el salvaje Oeste!

—¿Conocía usted bien al señor Gulbrandsen?

—No lo bastante bien como para asesinarle, inspector. Le había visto de vez en cuando, puesto que viví aquí de niño. Nos hacía cortas visitas. Era una de las primeras figuras de nuestra industria. No me interesa ese tipo. Creo que tenía toda una colección de estatuas de Thorwaldsen… —Alex se encogió de hombros—. Eso demuestra cómo era, ¿no? ¡Dios, esos ricachos!

El inspector Curry le contemplaba pensativo. Al fin dijo:

—¿Se interesa usted por los venenos, señor Restarick?

—¿Los venenos? Mi querido amigo, no irá a decirme que primero lo envenenaron y luego dispararon encima. Eso sería una historia detectivesca muy mala.

—No fue envenenado. Pero no ha contestado usted a mi pregunta.

—El veneno tiene cierta disculpa… Carece de la crudeza de una bala de revólver o de un arma cortante. No tengo conocimientos especiales sobre este asunto, si es eso a lo que se refiere…

—¿Ha tenido alguna vez arsénico en su poder?

—En bocadillos… para después de la función. La idea tiene cierto atractivo. ¿Conoce a Rosa Gildon? Esas actrices que creen que tienen un nombre! No, nunca he pensado siquiera en él. Creo que se extrae de ciertos hierbajos o del papel matamoscas.

—¿Viene muy a menudo por aquí, señor Restarick?

—Eso depende, inspector. Algunas veces estoy varias semanas sin aparecer, pero procuro venir los fines de semana. Siempre he considerado a Stonygates como mi verdadero hogar.

—¿Ha contribuido a ello la señora Serrocold?

—Lo que debo a la señora Serrocold no podré pagárselo nunca. Simpatía, compasión, afecto…

—Y bastante dinero contante y sonante, según tengo entendido, ¿no?

Alex parecía ligeramente disgustado.

—Ella me trata como a un hijo, y tiene fe en mi trabajo.

—¿Le ha hablado alguna vez con respecto a su testamento?

—Cierto. ¿Pero puedo preguntar cuál es el objeto de tedas estas preguntas, inspector? La señora Serrocold no tiene nada que ver en todo esto.

—Sería mejor que no lo tuviera —repuso el inspector.

—¿Qué es lo que quiere insinuar?

—Si no lo sabe, tanto mejor. Y en caso contrario… ya está advertido.

Cuando Alex se marchó, el sargento Lake dijo:

—Bastante falso, ¿no le parece?

Curry meneaba la cabeza.

—Es difícil de decir. Es posible que posea un auténtico talento creador. Tal vez le guste vivir tranquilamente y hablar mucho. Uno nunca puede saber… Oyó pasos apresurados, ¿no dijo eso? Estoy dispuesto a apostar que lo ha inventado.

—¿Por alguna razón particular?

—Desde luego. No sabemos todavía cuál es, pero ya llegaremos a conocerla.

—Después de todo, uno de esos muchachos pudo haber salido del edificio del colegio sin ser visto. Es probable que haya entre ellos algunos rateros que sepan escurrirse como gatos, y de ser así…

—Eso es lo que se intenta que pensemos… Muy lógico. Pero si esto es cierto, Lake, estoy dispuesto a comerme mi sombrero nuevo.

—Yo estaba tocando el piano muy suavemente —dijo Esteban Restarick—, cuando comenzó la discusión entre Lewis y Edgar.

—¿Qué pensó?

—Pues…, a decir verdad, no me lo tomé en serio. Ese pobre mendigo tiene esos arranques. No es que esté loco del todo. Todas esas tonterías son como un escape de vapor. Lo cierto es que no nos puede ver a ninguno, especialmente a Gina, claro.

—¿Gina? ¿Se refiere a la señora Hudd? ¿Por qué la odia?

—Porque es una mujer… y una mujer guapa, y porque ella se divierte con él. Es medio italiana, ya sabe usted, y los italianos tienen cierta crueldad inconsciente. No sienten compasión por la vejez, la fealdad o por los seres que no son del todo normales. Los señalan con el dedo, y se ríen. Eso es lo que hacía Gina, metafóricamente hablando con el pobre Edgar. Él es ridículo, petulante, pero en el fondo completamente inseguro. Quiere impresionar y sólo consigue hacer el ridículo. Para ella no significa nada lo mucho que sufre el pobre chico.

—¿Insinúa que Edgar Lawson está enamorado de la señora Hudd? —preguntó el inspector.

—Oh sí —explicó Esteban alegremente— A decir verdad, todos lo estamos poco o mucho. A ella le agrada

—¿Y a su marido?

—Lo toma bastante mal. Él también sufre, pobre hombre. Esto no puede durar, ¿sabe? Me refiero a su marido. Romperán a no tardar. Fue una de esas uniones de guerra.

—Todo esto es muy interesante —dijo el inspector—, pero nos estamos apartando del tema principal, que es el asesinato de Christian Gulbrandsen.

—Cierto. Pero no puedo decirle nada. Yo estaba tocando el piano y no abandoné mi sitio hasta que la querida Jolly vino con un manojo de llaves viejas para probar si alguna abría la puerta del despacho.

—Usted estaba sentado ante el piano. ¿Continuó tocando?

—¿Para que tuviera música de fondo la pelea que tenía lugar en el despacho de Lewis? No, dejé de tocar cuando se fueron acalorando. No es que tuviera dudas sobre el resultado. Lewis tiene lo que yo llamo una mirada fulminante, y podía hacer salir a Edgar con sólo mirarle.

—No obstante, Lawson disparó dos veces seguidas contra él.

Esteban ladeó la cabeza.

—Sólo estaba representando una comedia. Divirtiéndose. Mi querida madre acostumbraba hacerlo. Recuerdo que solía sacar una pistola cuando algo la contrariaba. Una vez lo hizo en un club nocturno. Dibujó a tiros una figura en la pared. Era una excelente tiradora. Causó un poco de alboroto. Era una bailarina rusa, ¿sabe?

—Desde luego. ¿Puede decirme, señor Restarick, quién abandonó el vestíbulo ayer noche mientras usted estaba… durante la pelea?

—Wally… que fue a arreglar lo de la luz. Y Jolly Bellever para buscar una llave que abriera la puerta del despacho. Y nadie más, que yo sepa.

—¿Lo hubiera advertido usted, de ocurrir así?

Esteban consideró la pregunta unos instantes.

—Probablemente, no. Es decir, si hubiera salido y vuelto a entrar de puntillas. Estaba tan oscuro… y además todos estábamos pendientes de la discusión.

—¿Puede asegurar si alguien permaneció allí todo el tiempo?

—La señora Serrocold… sí, y Gina. Puedo asegurarlo.

—Gracias, señor Restarick.

Esteban dirigióse a la puerta, pero pensándolo mejor se volvió para preguntar al inspector:

—¿Qué es eso del arsénico?

—¿Quién le ha mencionado esa palabra?

—Mi hermano.

—Ah… sí.

—¿Es que alguien ha dado arsénico a la señora Serrocold?

—¿Por qué supone que se trata de la señora Serrocold?

—He leído algo sobre los síntomas de envenenamiento producido por arsénico. Que coincidieron poco más o menos con los que a ella le han aquejado últimamente. Y luego Lewis impidiendo que tomara su medicina ayer noche… ¿Es eso lo que está ocurriendo aquí?

—Es un asunto que se está investigando —repuso el inspector Curry en el tono más profesional que pudo.

—¿Lo sabe ella?

—El señor Serrocold tiene especial interés en que no se la… alarme.

—Ésa no es la palabra adecuada, inspector. La señora Serrocold no se alarma nunca… ¿Es eso lo que se esconde tras la muerte de Christian Gulbrandsen? ¿Es que averiguó que estaba siendo envenenada? Pero, ¿cómo pudo descubrirlo? De todas formas, me parece imposible. No tiene sentido.

—Le sorprende mucho, ¿verdad, señor Restarick?

—Sí, desde luego. Cuando Alex me lo dijo apenas podía creerlo.

—¿Quién es, en su opinión, la persona que ha estado suministrando arsénico a la frágil señora Serrocold?

Por unos momentos una sonrisa burlona apareció en el hermoso rostro de Esteban Restarick.

—No la persona más sospechosa. Puede tachar al esposo. Lewis Serrocold no tendría nada que ganar. Y además adora a su mujer. No podría soportar que tuviera el más ligero dolor en el dedo meñique.

—¿Quién, entonces? ¿Tiene alguna idea?

—Oh, sí. Más bien diría la certeza.

—Expliqúese, por favor.

—Es una certeza psicológicamente hablando. No en otro sentido. No tengo ninguna prueba. Y es probable que no esté de acuerdo conmigo.

Esteban Restarick siguió hablando con petulancia, y el inspector Curry se entretuvo en dibujar gatos en la hoja de papel que tenía ante él.

Estaba pensando en tres cosas: primera, que Esteban Restarick pensaba mucho en sí mismo; segunda, que él y su hermano formaban un frente muy unido, y tercera, que era un hombre guapo, mientras que Walter Hudd era feo. Se le ocurrieron otras varias cosas… Qué era lo que Esteban Restarick entendería por «psicológicamente hablando» y si era posible que desde el taburete del piano viese. Le parecía que no.

En la semipenumbra de la biblioteca de estilo gótico, Gina ponía una nota exótica. Incluso el inspector Curry parpadeó admirado ante la radiante belleza de la joven sentada ante él, y que se inclinó para decir:

—¿Y bien?

El inspector Curry dijo secamente, mientras observaba su camisa roja y sus pantalones verde oscuro:

—Veo que no lleva usted luto, señora Hudd.

—No tengo nada negro —repuso Gina—. Sé que todo el mundo tiene algo negro que ponerse, pero yo no. Odio ese color. Lo encuentro horrible, y creo que sólo debieran de llevarlo las amas de llaves y las secretarias. De todas formas, Christian Gulbrandsen no era en realidad pariente mío. Era hijastro de mi abuela.

—Y supongo que no le conocería usted muy bien.

—Vino aquí tres o cuatro veces cuando yo era niña, pero luego, durante la guerra, me fui a América, y he vuelto hace sólo unos seis meses.

—¿Ha vuelto para vivir aquí definitivamente? ¿No está de paso?

—No he decidido nada todavía —repuso Gina.

—¿Estaba usted en el Gran Vestíbulo la noche pasada cuando el señor Gulbrandsen se retiró a su habitación?

—Sí. Nos dio las buenas noches y se marchó. Abuelita le preguntó si tenía todo lo necesario y él dijo que sí… que Jolly le había atendido muy bien. No es que empleara estas mismas palabras, pero fue algo por el estilo. Dijo que tenía que escribir unas cartas.

—¿Y luego?

Gina describió la escena entre Lewis y Edgar Lawson. Era la misma historia que el inspector Curry había oído tantas veces, pero tomaba un nuevo color, un nuevo aspecto, relatada por Gina. Se convertía en drama.

—Era el revólver de Wally —dijo—. Es extraño que Edgar tuviera el valor suficiente para ir a cogerlo a su habitación. Nunca lo hubiera creído.

—¿Se alarmó usted cuando entraron en el despacho y Edgar Lawson cerró la puerta?

—Oh, no —repuso Gina, abriendo mucho sus enormes ojazos castaños—. Me encantó. Era tan emocionante, y tan… teatral. Todo lo que hace Edgar es siempre ridículo. Uno no puede tomarle en serio nunca.

—¿Aunque disparó el revólver?

—Sí. Entonces todos pensamos que a pesar de todo había matado a Lewis.

—¿Y eso le divirtió a usted? —no pudo menos que preguntar el inspector Curry.

—Oh, no; entonces estaba horrorizada. Todos lo estábamos menos abuelita. No movió ni un dedo.

—Eso parece bastante extraordinario.

—No. Ella es así. No vive en ese mundo. Es de esa clase de personas que nunca creen que puede ocurrir algo. Es un encanto.

—Durante la escena, ¿quién estaba en el vestíbulo?

—Oh, todos estábamos allí. Menos tío Christian, por supuesto.

—No todos, señora Hudd. Alguien salió y entró.

—¿Sí? —preguntó Gina, distraída.

—Su esposo, por ejemplo; fue a arreglar la avería de la luz.

—Sí. Wally sabe arreglar esas cosas.

—Durante su ausencia, tengo entendido que se oyó un disparo. Y que todos creyeron que provenía del parque.

—No lo recuerdo… Oh, sí; eso fue cuando volvieron a encenderse las luces y Wally había vuelto ya.

—¿Abandonó alguien más el vestíbulo?

—No lo creo, pero no lo recuerdo.

—¿Dónde estaba sentada, señora Hudd?

—Cerca de la ventana.

—¿Cerca de la puerta que da a la biblioteca?

—Sí.

—¿Y usted no salió de allí para nada?

—¿Irme? ¿Con lo excitada que estaba? Claro que no, inspector.

Gina pareció escandalizarse ante la idea.

—¿Dónde estaban sentados los demás?

—Creo que la mayoría alrededor de la chimenea. Tía Mildred estaba haciendo punto, lo mismo que tía Juana… la señorita Marple… Abuelita no hacía nada.

—¿Y el señor Esteban Restarick?

—¿Esteban? Tocaba el piano, al principio. No sé dónde fue después.

—¿Y la señorita Bellever?

—Iba de un lado a otro, como siempre. Prácticamente nunca se sienta. Estaba buscando unas llaves, o un no sé qué.

De pronto dijo:

—¿Qué pasa con la medicina de la abuelita? ¿Es que el farmacéutico se equivocó al prepararla?

—¿Por qué piensa eso?

—Porque ha desaparecido el frasco y Jolly se ha vuelto loca buscándolo. Estaba apuradísima. Alex le dijo que la policía se lo había llevado. ¿Es cierto?

En vez de contestar a la pregunta, el inspector Curry dijo:

—¿Dice usted que la señorita Bellever estaba preocupada?

—¡Oh, Jolly siempre arma un alboroto por nada! —repuso Gina sin darle importancia—. Le encanta. Algunas veces me pregunto cómo la abuelita puede soportarla.

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