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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El truco de los espejos (3 page)

BOOK: El truco de los espejos
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—¿Pero irás a Stonygates?

Mientras recogía su bolso y el paraguas la señorita Marple, le contestó:

—Si Carrie Louise me invita…

—Te invitará. ¿Irás? ¿Me lo prometes, Juana?

Juana Marple lo prometió.

Capítulo III

La señorita Marple se apeó del tren en la estación de Market Kindle. Un viajero muy amable la ayudó a bajar las maletas, una cesta de mimbre, un maletín de cuero deslucido y varios bultos heterogéneos. Balbuceó ciertas frases de agradecimiento:

—Es usted muy amable… Es tan difícil hoy en día… no hay muchos mozos. Me atolondro tanto cuando viajo.

Sus palabras quedaron ahogadas por los altavoces que anunciaban que el tren de las tres diez estaba en el andén 1, e iba a salir inmediatamente.

Market Kindle era una gran estación desierta y barrida por el viento. Tenía seis andenes, en uno de los cuales había un tren con un solo vagón cuya máquina dejaba escapar el vapor para darse importancia…

La señorita Marple, peor vestida que de costumbre,, por suerte no había regalado todavía aquel traje viejo, miró indecisa a su alrededor y vio a un hombre joven que iba a su encuentro.

—¿La señorita Marple? —preguntó aquel joven. Su voz tenía un tono teatral inesperado, como si el pronunciar su nombre formase parte de un papel que representara en una función de aficionados—. Vengo de Stonygates… para recibirla.

La señorita Marple le miraba agradecida, dando la impresión de una anciana encantadora e inofensiva con unos ojos azules muy picaros, como tuvo ocasión de observar el joven, cuya personalidad no estaba de acuerdo con su voz. Era menos importante, podríamos decir, casi insignificante. Sus párpados se abrían y cerraban incesantemente debido a un tic nervioso.

—Oh, gracias —repuso la señorita Marple—. Sólo traigo este equipaje.

Observó que el joven hizo una seña a un mozo que pasaba con un carrito lleno de bultos y maletas.

—Lleve todo esto a Stonygates, haga el favor —le dijo, dándose importancia.

—En seguida. No tardaré —repuso el mozo alegremente.

La señorita Marple tuvo la impresión de que a su nuevo conocido no le agradó demasiado aquella confianza.

—¡Estos empleados se ponen cada día más imposibles! —dijo el joven.

Mientras guiaba a la señorita Marple hacia la salida, se presentó:

—Soy Edgar Lawson. La señora Serrocold me ha pedido que viniera a buscarla. Soy el ayudante del señor Serrocold.

Y de nuevo percibió la ligera insinuación de que un hombre importante y tan ocupado como él era, había dejado a un lado su trabajo para atender caballerosamente un encargo de la esposa de su jefe.

Y de nuevo su expresión no fue del todo convincente…, tuvo cierto resabio teatral.

La señorita Marple comenzó a hacer cabalas sobre Edgar Lawson.

Salieron de la estación y el joven la acompañó hasta un «Ford» ocho cilindros bastante destartalado.

—¿Quiere sentarse delante conmigo o prefiere ir detrás? —le estaba diciendo cuando sufrieron una interrupción.

Un «Rolls Bentley» de dos plazas, nuevecito, llegaba a toda velocidad y se detuvo delante del «Ford». Una joven muy bonita se apeó del coche para acercarse a ellos. Llevaba pantalones de pana y camisa de cuello abierto.

—Hola, Edgar. Creí que no llegaría a tiempo. Ya veo que ha recogido a la señorita Marple. Vine a buscarla —sonrió mostrando una hilera de dientes perfectos que resaltaban en su rostro tostado por el sol—. Soy Gina —dijo a la señorita Marple—. Carrie Louise es mi abuela. ¿Qué tal viaje ha tenido? ¿Muy malo? ¡Qué cesta de mimbre más bonita! Me encantan las cestas de mimbre. Yo la llevaré, y los abrigos, así podrá subir al coche con más comodidad.

Edgar enrojeció protestando.

—Escuche, Gina. Yo he venido a recoger a la señorita Marple. Así lo dispusimos…

De nuevo volvió a lucir la muchacha su dentadura en una sonrisa indolente.

—Oh, ya lo sé, Edgar, pero de pronto se me ocurrió venir yo. La llevaré en mi coche y usted puede esperar y recoger las maletas.

Cerró la portezuela tras la señorita Marple y corrió a subir por el otro lado. De un salto se colocó ante el volante y arrancó a toda marcha.

Mirando hacia atrás, la señorita Marple pudo darse cuenta de la expresión de Edgar Lawson.

—No creo que esto le haya gustado al señor Lawson, querida.

Gina se echó a reír.

—Edgar es un tonto. Siempre quiere dar importancia a las cosas. ¿Cree de veras que le ha importado?

—¿Es que no le importa? —quiso saber.

—¿A Edgar? —la voz de Gina y su risa tenían una nota de crueldad inconsciente—. Oh, de todas formas todos están locos.

—¿Locos?

—Sí, todos los de Stonygates —repuso Gina—. No me refiero a Lewis, la abuelita, los muchachos, ni a mí…, ni tampoco a la señorita Bellever, naturalmente, pero sí a los otros. Algunas veces creo que yo también voy a volverme loca viviendo aquí. Incluso tía Mildred habla sola cuando se pasea… y eso no es lo más propio en la viuda de un pastor, ¿verdad?

Una vez dejaron atrás la estación, enfilaron una carretera perfectamente pavimentada. Gina dirigió una mirada dé soslayo a su compañera.

—Usted fue al colegio con la abuelita, ¿verdad? ¡Qué extraño me parece!

La señorita Marple supo muy bien lo que Gina quiso decir. A las chicas de hoy les cuesta creer que las viejas fueron jóvenes alguna vez, que llevaron tirabuzones y tuvieron que luchar con los decimales y la literatura.

—Debió de ser hace mucho tiempo —dijo la muchacha con asombro y sin intención de molestar.

—Sí, desde luego. Lo dice más por mí que por su abuela, ¿no es así?

Gina asintió:

—Es curioso que usted diga eso. Ya sabe, abuelita, da la sensación de no tener edad, pese ya a sus años.

—Hace mucho tiempo que no la he visto. Me pregunto si la encontraré muy cambiada.

—Tiene el cabello gris, naturalmente —dijo Gina— y camina con un bastón a causa de su artritismo. Últimamente ha empeorado mucho. Supongo que… —interrumpióse y preguntó—: ¿Ha estado en Stonygates?

—No, nunca. Pero, claro, he oído decir muchas cosas de él.

—La verdad es que resulta algo horrible —repuso Gina alegremente—. Una especie de monstruosidad gótica. Pero también es divertido en cierto modo. Sólo que todo está desquiciado y uno se tropieza a cada momento con psiquíatras que se divierten de lo lindo. Son bastante parecidos a los profesores de los
boy-scouts,
sólo que peores. Los jóvenes delincuentes son muy animados, por lo menos algunos. Uno me enseñó a abrir los cerrojos de las puertas con un trozo de alambre, y otro niño, de rostro angelical, varios trucos para engañar a la gente.

La señorita Marple consideró en silencio aquellos informes.

—Es el tipo de criminal que más me gusta —dijo Gina—. Los estrambóticos no me resultan simpáticos. Claro que Lewis y el doctor Maverick creen que todos lo son… debido a deseos reprimidos y la vida desordenada de sus hogares… que sus madres abandonaron por irse con los soldados…, etcétera. Yo no lo comprendo, porque muchas personas llevan una vida terrible en sus casas y no obstante logran salir adelante muy bien.

—Estoy segura de que es un problema muy difícil —dijo la señorita Marple.

Gina volvió a reír, enseñando su espléndida dentadura.

—A mí no me preocupa gran cosa. Me figuro que algunas personas tienen esa especie de obsesión por conseguir un mundo mejor. Lewis está completamente dominado por esa idea… Va a ir a Aberdeen la semana próxima para presenciar el juicio contra un muchachito con cinco pruebas de culpabilidad.

—¿Y ese joven que vino a esperarme a la estación?, el señor Lawson. Me dijo que ayuda al señor Serrocold. ¿Es su secretario?

—Oh, Edgar no tiene inteligencia suficiente para ser su secretario. Es un
caso.
Solía hospedarse en los hoteles haciéndose pasar por una personalidad o un piloto de guerra, pedía dinero prestado y luego salía huyendo. Creo que es un indeseable. Pero Lewis emplea con todos el mismo sistema. Les hace sentirse como de familia. Les da trabajo y hace todo lo necesario para estimular su sentido de la responsabilidad. Me atrevo a decir que cualquier día seremos asesinados por cualquiera de ellos. —Gina rió alegremente.

La señorita Marple no acertó a sonreír.

Pasaron por una puerta de hierro impresionante, donde un portero hacía guardia de pie en actitud marcial y recorrieron una avenida bordeada de rododendros. El camino estaba en malas condiciones y los parterres descuidados.

Interpretando los pensamientos de su compañera, Gina dijo:

—No había jardineros durante la guerra, y luego ya no nos hemos vuelto a preocupar; eso tiene un aspecto salvaje.

Tomaron una curva y apareció Stonygates en todo su esplendor. Era, como bien dijo Gina, un vasto edificio gótico Victoriano…, una especie de templo de la plutocracia. Con fines filantrópicos se le añadieron varias alas y construcciones anexas, que aunque no consiguieron disimular su estilo, le habían robado cohesión y armonía.

—¿Horrible, no? —dijo Gina—. Abuelita está en la terraza. Pararé aquí y usted puede ir a su encuentro.

La señorita Marple avanzó por la terraza al encuentro de su antigua amiga.

A distancia la menuda figura parecía casi infantil, a pesar del bastón en que se apoyaba y de su marcha lenta y dificultosa. Era como si una jovencita estuviera imitando con exageración a una anciana.

—Juana —dijo la señora Serrocold.

—Mi querida Carrie Louise.

Sí, inconfundiblemente era Carrie Louise. Apenas algo cambiada, todavía joven, cosa que parecía imposible, ya que, contrariamente a su hermana, no usaba cosméticos ni artificios para rejuvenecerse. Sus cabellos eran grises, pero siempre los tuvo rubio ceniza y el color apenas había cambiado. Su cutis seguía siendo blanco y sonrosado como el pétalo de una flor, aunque ahora estuviera arrugado. Sus ojos conservaban su mirada franca e inocente. Su figura era esbelta y como la de una niña y aún ladeaba la cabeza como un pájaro.

—No sabes cómo me reprocho el no haberte llamado antes —le dijo Carrie Louise con su dulce voz—. Hace años que no te veo, querida Juana. Me alegro que al fin hayas venido a hacernos una visita.

Desde el extremo de la terraza, Gina gritó:

—Tienes que entrar, abuelita. Está refrescando… y Jolly se pondrá furiosa.

Carrie Louise dejó de oír su risa cristalina.

—Se preocupan tanto por mí, que no hacen más que recordarme que soy una vieja.

—¿Y tú no te sientes vieja?

—No, Juana. A pesar de todos mis achaques y dolores… y tengo muchos…, en mi interior me sigo sintiendo una jovencita como Gina. Tal vez le suceda lo mismo a todo el mundo. El espejo les dice lo viejos que son y ellos no quieren creerlo. Me parece que hace sólo unos pocos meses que estábamos en Florencia. ¿Te acuerdas de fraulein Schweich y sus botas?

Las dos ancianas rieron juntas comentando sucesos que tuvieron lugar casi medio siglo atrás.

Entraron en la casa por una puerta lateral. Allí se reunieron con una mujer ya mayor, de nariz arrogante, cabello corto, delgada y vestida con un traje sastre de buen corte, que dijo iracunda:

—Es una locura, Cara, que esté usted fuera hasta tan tarde. Es incapaz de cuidar de sí misma. ¿Qué dirá el señor Serrocold?

—No me riñas, Jolly —le dijo Carrie Louise mimosa antes de presentarla a la señorita Marple.

—Ésta es la señorita Bellever, que lo es todo para mí. Niñera, cancerbero, secretaria, ama de llaves y una amiga de verdad.

Julieta Bellever aspiró con fuerza, y la punta de su nariz enrojeció, evidente señal de intensa emoción.

—Hago lo que puedo —repuso con aspereza—. El llevar esta casa es algo terrible. No es posible organizar un plan ni seguir una rutina.

—Querida Jolly, claro que no es posible. Me pregunto cómo lo intentas siquiera. ¿Dónde vas a instalar a la señorita Marple?

—En el cuarto azul. ¿Quiere que la acompañe arriba, señorita Marple?

—Sí, por favor, Jolly. Y luego hágala bajar para tomar el té. Creo que hoy lo tomaremos en la biblioteca.

El cuarto azul tenía pesados cortinajes de rico brocado azul desvaído, que según la señorita Marple debían contar unos cincuenta años. Los muebles eran de caoba sólidos y de gran tamaño, y la cama tenía cuatro columnas, también de caoba.

La señorita Bellever abrió una puerta que daba a un cuarto de baño inesperadamente moderno, de color orquídea y con muchos detalles cromados, y comentó:

—Juan Restarick, cuando se casó con Carrie Louise, hizo instalar diez cuartos de baño en la casa. Es lo único que se ha reformado. No quería ni oír hablar de tocar lo demás…, decía que era una muestra perfecta de la época. ¿No le conoció?

—No. La señora Serrocold y yo nos hemos visto muy raramente, aunque siempre nos escribíamos.

—Era un hombre muy agradable —dijo la señorita Bellever—. ¡No era bueno, desde luego! Un indeseable, pero alegraba la casa. Tenía un gran encanto, gustaba a las mujeres, casi demasiado. Ésa fue su desgracia. No era el tipo de Cara.

Y agregó, volviendo bruscamente a sus modales prácticos:

—La camarera le deshará las maletas. ¿Desea lavarse antes de tomar el té?

Después de recibir una respuesta afirmativa, dijo a la señorita Marple que la esperaría al pie de la escalera.

Juana Marple volvió al cuarto de baño para lavarse las manos, y se las secó algo nerviosa en una toalla de color orquídea. Luego se atusó sus suaves cabellos blancos y retocó la posición del sombrero.

Al abrir la puerta, encontró que la señorita Bellever la estaba esperando, la cual la acompañó por la tétrica escalera y el amplio y oscuro vestíbulo hasta una habitación donde las estanterías de libros cubrían las paredes. Una gran ventana daba a un lago artificial.

Carrie Louise estaba de pie junto al ventanal y la señorita Marple fue a colocarse a su lado.

—Esta casa impresiona —le dijo—. Casi me siento perdida en ella.

—Sí, me lo figuro. La verdad, es ridícula. Fue edificada por un herrero muy rico, o algo así. No tardó en arruinarse. No me extraña. Había unos catorce salones, todos enormes. Nunca he comprendido para qué necesita la gente más de una sala. ¡Cuánto espacio innecesario! Mi cuarto es imponente… cansa andar desde la cama al tocador. Y esas cortinas tan pesadas de terciopelo granate.

—¿No lo has reformado y vuelto a decorar?

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