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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El truco de los espejos (2 page)

BOOK: El truco de los espejos
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—¿Le importó mucho? —preguntó la señorita Marple.

—Eso es lo más curioso. No creo que le importase gran cosa. Se mantuvo impávida… como debe ser. Ella es tan dulce. Se mostró dispuesta a divorciarse para que él pudiera casarse con aquella mujer, y se ofreció a tener en su casa a los dos hijos del primer matrimonio de su esposo. Y el pobre Juan… tuvo que casarse con la yugoslava, que le dio unos seis meses terribles y le hizo despeñarse en su automóvil por un precipicio en un arranque de desesperación. Dijeron que fue un accidente.

La señora Van Rydock hizo una pausa, y tomando un espejo de mano escudriñó su rostro. Cogió unas pinzas para arrancarse un pelo de la ceja.

—Y luego se le ocurre casarse con ese Lewis Serrócold. ¡Otro maniático! ¡Otro idealista! Oh, yo no digo que no la quiera… creo que sí, pero tiene la misma monomanía de querer mejorar la vida de todo el mundo.

—Quisiera saber… —dijo la señorita Marple.

—Sólo que, naturalmente, hay una moda para esas cosas, lo mismo que para los vestidos. (Querida, ¿has visto lo que Christian Dior quiere que llevemos como faldas?) ¿Dónde estaba? Ah, sí; hay una moda. Pues bien, también hay moda para la filantropía. En tiempos de Gulbrandsen fue la educación, pero ahora ya pasó a la historia. De eso se encarga el Estado. Todo el mundo espera recibirla como si fuera un derecho… y no se preocupa mucho de ella cuando ya la tiene. La Delincuencia Juvenil es lo que se lleva ahora. Esos jóvenes criminales y asesinos en potencia. Todo el mundo se interesa por ellos. Si vieras los ojos de Lewis Serrocold brillando a través de sus gruesos lentes. ¡Está loco de entusiasmo! Es uno de estos hombres de voluntad extraordinaria, que les agradaría vivir comiendo una banana con tostada, y poner todas sus energías al servicio de una causa. Y Carrie Louise se entusiasmó… como siempre. Pero no me gusta, Juana. Se reunieron todos los simpatizantes y han convertido la casa en un establecimiento para reformar a esos jóvenes delincuentes, con psiquiatras, psicólogos y todo eso. Y allí están Lewis y Carrie Louise viviendo rodeados de esos muchachos… que tal vez no sean del todo normales. Y la casa llena de médicos, analistas y entusiastas, la mitad de ellos completamente locos. Y mi pobre Carrie Louise en medio de todo eso.

Se detuvo y miró a la señorita Marple, esperando su comentario, pero ésta se limitó a manifestar:

—Todavía no me has dicho qué es lo que temes en realidad.

—¡Ya te he dicho que no lo sé! Y eso es lo que me preocupa. Acabo de venir de allí…, les hice una visita muy corta, pero me di cuenta de que algo anda mal. Lo noté en el ambiente…, en la casa… Sé que no me equivoco. Soy muy sensible para estas cosas, siempre lo he sido. ¿Te he dicho alguna vez que hice que Julio vendiera sus acciones de Cereales Amalgamados antes de que llegara la baja? ¿Y no tuve razón? Sí, allí ocurre algo raro. No te puedo decir el qué. Lewis está viviendo para sus ideales sin darse cuenta de nada más, y Carrie Louise, Dios la bendiga, sin ver ni oír otra cosa, ni pensar en nada que no sea un paisaje, un sonido o una idea encantadora. Es muy dulce, pero no es práctica. Allí ocurre algo… y quiero que tú, Juana, vayas en seguida y averigües de qué se trata.

—¿Yo? —exclamó la señorita Marple—. ¿Por qué he de ser yo?

—Porque tienes un buen olfato para estas cosas. Siempre lo tuviste. Siempre fuiste una criatura de aspecto inocente, Juana, y, sin embargo, nada te sorprendió nunca, siempre piensas en lo peor.

—Lo peor es tan a menudo la verdad —murmuró la señorita Marple.

—No puedo imaginar cómo tienes una idea tan pobre de los seres humanos… viviendo en un pueblecito tan apacible como el tuyo, de tan viejas y puras costumbres.

—Nunca has vivido en un pueblo, Ruth. Es probable que te sorprendieran las cosas que ocurren en un pueblecito tan apacible.

—Oh, eso no tiene nada de particular. Lo que digo es que a ti no te sorprenden. Por eso quiero que vayas a Stonygates y averigües qué es lo que no anda bien, ¿querrás?

—Pero, querida Ruth eso será muy difícil.

—No, no lo es. Ya lo he pensado. Si no te enfadas conmigo te diré que ya he preparado el terreno.

La señora Van Rydock miró inquieta a Juana y encendió un cigarrillo poco antes de dar las explicaciones.

—Tendrás que admitir que las cosas se han puesto difíciles en este país después de la guerra para las personas de escasas rentas…, es decir, para personas como tú, Juana.

—Oh, sí, desde luego. A no ser por la amabilidad de mi sobrino Raymond, no sé en realidad qué sería de mi persona.

—No me importa tu sobrino —repuso la señora Van Rydock—. Carrie Louise no sabe nada de él… o si ha oído hablar de él sólo le conoce como escritor y no tiene idea de que sea sobrino tuyo. El caso es que le dije a Carrie Louise que las cosas se habían puesto muy mal para ti. Que algunas veces apenas comías lo suficiente y que eras demasiado orgullosa para pedir ayuda a las viejas amigas, por lo que no era prudente ofrecerte dinero… pero sí una temporadita de descanso en los alrededores, con una antigua amiga y buenos alimentos, sin molestias ni preocupaciones —Ruth hizo una pausa y agregó desafiándola—: Ahora, enfádate si quieres…

La señorita Marple abrió sus ojos de azul porcelana con agradable sorpresa.

—Pero, ¿por qué iba a enfadarme contigo, Ruth? Ha sido una idea muy ingeniosa y verosímil. Estoy segura que Carrie Louise responderá.

—Te ha escrito. Encontrarás la carta cuando regreses. La verdad, Juana, ¿no crees que me he tomado una libertad imperdonable? ¿No te importará…?

Vacilaba y fue Juana Marple quien continuó la frase.

—¿…ir a Stonygates invitada por caridad… más o menos fingida? En absoluto… si es necesario. Tú lo crees necesario… y yo también me siento inclinada a creerlo.

Ruth Van Rydock la miró extrañada.

—¿Pero por qué? ¿Qué es lo que has oído?

—Nada. Es por tu convicción. Tú no eres una mujer imaginativa, Ruth.

—No, pero no tengo nada en qué basarme.

—Recuerdo —dijo pensativa la señorita Marple—, un domingo por la mañana en misa… era el segundo domingo de Adviento… estaba sentada detrás de Grace Lamble y comencé a preocuparme más y más por ella, completamente convencida de que le ocurría algo… bastante malo… y, sin embargo, sin poder decir por qué. Era un sentimiento perturbador y muy definido. Lo sé.

—¿Y le ocurrió algo?

—Oh, sí. Su padre, el viejo almirante, llevaba una temporada muy raro, y al día siguiente se abalanzó sobre ella con un martillo, gritando que era el Anticristo. Casi la mata. Se lo llevaron a un manicomio y ella se repuso después de una larga temporada de tratamiento en un hospital.

—¿Y tú tuviste ese presentimiento aquel día cuando la viste en misa?

—Yo no lo llamaría así. Se fundaba en un hecho…, esas cosas suelen ocurrir así, aunque no sabemos reconocerlas a su debido tiempo. Llevaba el sombrero mal puesto. Esto era muy significativo, porque Grace Lamble era una mujer muy metódica, y nada distraída… y las circunstancias que hicieron que no se diera cuenta de cómo llevaba el sombrero fueron muy importantes. Su padre le había arrojado un pisapapeles de mármol, que no le dio, pero rompió el espejo. Ella cogió el sombrero a toda prisa y se lo puso antes de salir corriendo, para guardar las apariencias delante de los criados. Atribuía estas acciones al «temperamento naval del pobre papá», no se daba cuenta de que el viejo había perdido el juicio, a pesar de que debía haberse dado cuenta de ello claramente. Siempre se quejaba de que le espiaban y creía que todos eran enemigos… Los síntomas habituales.

Ruth miró a su amiga con respeto.

—Es posible que St. Mary Mead no sea un lugar tan idílico como yo había imaginado —dijo.

—Los seres humanos, querida, son iguales en todas partes. En una ciudad es más difícil observarlos de cerca, eso es todo.

—¿Irás a Stonygates?

—Iré. Tal vez sea un poco ingrata con mi sobrino Raymond, al dejar que crean que no me ayuda, quiero decir. Sin embargo, ahora está en México, donde pasará seis meses. Y en ese tiempo ya habrá terminado todo.

—¿Qué es lo que habrá terminado?

—La invitación de Carrie Louise no será aceptada por tiempo indefinido. Tres semanas, puede que un mes. Será suficiente.

—¿Para que tú averigües lo que anda mal?

—Sí.

—Querida Juana, estás muy segura de ti misma, ¿no es cierto?

La señorita Marple la miró con reproche.

—Tú lo estás de mí o eso es lo que has dejado entender. Sólo puedo asegurarte que haré lo posible por justificar tu confianza.

Capítulo II

Antes de coger el tren de regreso a St. Mary Mead (los viernes el billete era más económico), la señorita Marple, de un modo preciso y llena de interés, quiso conocer algunos datos.

—Carrie Louise y yo hemos mantenido cierta correspondencia, pero puede decirse que nos hemos limitado a felicitarnos las Pascuas. Por eso quisiera, querida Ruth, que me dieras una idea exacta de las personas que puedo hallar en esa casa de Stonygates.

—Bien, ya sabes que Carrie Louise se casó con Gulbrandsen. No tuvieron hijos y ella lo tomó muy a pecho. Gulbrandsen era viudo y tenía tres hijos mayores. Con el tiempo adoptaron una niña. Pippa la llamaron, una criatura encantadora. Sólo tenía dos años cuando la llevaron a su casa.

—¿De dónde procedía? ¿Quiénes eran sus padres?

—La verdad, Juana, ahora no lo recuerdo…, si es que lo supe alguna vez. Tal vez de un orfelinato…, o puede que tuvieran conocimiento de alguna criatura a quien sus padres no querían… ¿Por qué? ¿Crees que eso es importante?

—Bueno, a una siempre le gusta conocer la procedencia, por así decirlo. Pero continúa, por favor.

—Lo que sé de lo que ocurrió a continuación es que Carrie Louise descubrió que después de todo iba a tener un hijo, tengo entendido que eso ocurre muy a menudo.

La señorita Marple asintió.

—Eso creo.

—De todas maneras, así fue, y Carrie Louise sintióse desconcertada…, no sé si me comprendes. De haber ocurrido antes, pero entonces había entregado su cariño a Pippa y le pareció que aquello la desplazaba, por así decir. Cuando nació Mildred, era realmente una niña muy poco atractiva. Se parecía a los Gulbrandsen…, que eran muy dignos y fuertes…, pero de facciones ordinarias. Carrie Louise procuró siempre que no hubiera diferencias entre su verdadera hija y la adoptiva, tanto, que yo creo que tendía a inclinarse hacia Pippa, y algunas veces sospecho que Mildred se daba cuenta de ello. No obstante, yo no los veía muy a menudo. Pippa creció convirtiéndose en una muchacha muy hermosa, y Mildred siguió siendo fea. Eric Gulbrandsen murió cuando Mildred tenía quince años y Pippa dieciocho. A los veinte, Pippa se casó con un italiano, el marqués de San Severiano… Oh, desde luego, un marqués auténtico, no un aventurero, ni nada parecido. Ella llevaba camino de convertirse en una heredera (naturalmente, de otro modo San Severiano no se hubiera casado con ella… ¡ya sabes cómo son los italianos!) Gulbrandsen dejó una cantidad en custodia para su hija igual a la de Pippa. Mildred contrajo matrimonio con un pastor protestante llamado Strete…, un hombre agradable y propenso a los resfriados de cabeza. Le llevaba unos diez o quince años. Creo que fueron felices. Él murió hace un año y Mildred ha regresado a Stonygates para vivir con su madre. Pero voy demasiado deprisa; me he dejado un par de bodas. Volveré atrás. Pippa se casó con un italiano. Carrie Louise estuvo muy contenta con ese enlace. Guido era guapo y educado, y además un excelente deportista. Un año después Pippa falleció al dar a luz una niña. Fue una tragedia terrible y Guido di San Severiano quedó abatidísimo. Carrie Louise iba y venía de Italia con cierta frecuencia, y en Roma conoció a Juan Restarick y se casó con él. El marqués contrajo nuevas nupcias y no puso resistencia a que su hijita fuera educada en Inglaterra por su abuela, inmensamente rica. Así que se instalaron todos en Stonygates: Juan, Alexis y Esteban (la primera mujer de Juan fue una rusa) y la pequeña Gina. Mildred se casó poco después con el pastor. Luego vino todo aquel asunto de Juan y la yugoslava, y el divorcio. Los muchachos siguieron yendo a Stonygates a pasar los fines de semana, apreciaban mucho a Carrie Louise, y en 1938 me parece, Carrie Louise contrajo matrimonio con Lewis.

La señora Van Rydock hizo una pausa.

—¿No conoces a Lewis?

—No, creo que la última vez que vi a Carrie Louise fue en 1928. Fue muy agradable y me llevó al Covent Carden…, a la ópera.

—Oh, sí. Bien, Lewis era la persona más adecuada para casarse con ella. Era el director de una conocida firma: el Instituto de Contables. Tengo entendido que primero se conocieron por cuestiones financieras del Trust Gulbrandsen y el Colegio. Era de su misma edad, un hombre de vida intachable, pero un maniático. Estaba completamente sugestionado por la idea de redimir a los jóvenes delincuentes.

Ruth Van Rydock suspiró.

—Como acabo de decirte, Juana, también hay modas en la filantropía. En tiempos de Gulbrandsen fue la educación, anteriormente las cocinas donde se repartía sopa…

La señorita Marple asintió con la cabeza.

—Sí, desde luego. Se les llevaba a los enfermos vino de Oporto, jalea y caldo de cabeza de ternera… Mi madre solía hacerlo.

—Eso está bien. Alimentando el cuerpo se conseguía alimentar la inteligencia. Todo el mundo volvióse loco por la educación de las clases modestas. En lo futuro presumo que la moda será no educar a los niños y conservarlos en su ignorancia hasta los dieciocho años. De todas formas, el Trust Gulbrandsen y el Instituto de Educación encontraron dificultades, pues el Estado iba asumiendo su tarea. Entonces llegó Lewis, con su entusiasmo apasionado por la enseñanza y la reforma de los delincuentes jóvenes. Primero debió dedicar su atención a este asunto durante el ejercicio de su profesión, intervención de cuentas, descubriendo jovencitos que con gran astucia habían perpetrado fraudes. Se fue convenciendo más y más de que los jóvenes delincuentes no eran normales, que tenían cerebros privilegiados y rara habilidad, y que únicamente necesitaban ser bien dirigidos para que resultasen útiles a la sociedad.

—Puede que haya algo de eso —repuso la señorita Marple—. Pero no es completamente cierto. Recuerdo…

Se interrumpió, mirando su reloj.

—¡Oh, Dios mío…! Voy a perder el tren de las seis treinta.

Ruth Van Rydock apresuróse a decir:

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