El último argumento de los reyes (60 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡Nunca pensé que lo conseguirías, pero me olvide de que a la hora de matar no hay quien te supere! ¡Siempre lo dije!

Logen cruzó las puertas abiertas con paso tambaleante, encontró un pasadizo abovedado y comenzó a subir los escalones irregulares de una escalera de caracol. Sus botas emitían una especie de silbido al raspar las piedras y dejaban marcas oscuras a su paso. La sangre goteaba —plip, plop— desde los dedos de su mano izquierda. Le dolían todos los músculos del cuerpo y la voz de Bethod se le clavaba en los oídos como un puñal.

—¡Pero seré yo el que ría el último, Sanguinario! ¡Eres como las hojas en el agua! ¡La lluvia te arrastra adónde ella quiera!

Logen avanzaba a trompicones; las mandíbulas apretadas, las costillas en un grito, el hombro rozando los muros curvos. Más y más arriba, una vuelta y otra vuelta, seguido del eco de su aliento entrecortado.

—¡Nunca tendrás nada! ¡Nunca serás nada! ¡Lo único que sabes hacer es convertir a la gente en cadáveres!

Salió a la azotea, parpadeó cegado por el brillo de la luz matinal, giró la cabeza y escupió un gargajo sanguinolento. Bethod estaba de pie junto a las almenas. Los Grandes Guerreros que le acompañaban se apartaron con paso inseguro mientras Logen avanzaba a grandes zancada hacia él.

—¡Estás hecho de muerte, Sanguinario! ¡Estás hecho de...!

El puño de Logen se estrelló contra su mandíbula, y Bethod dio un traspié hacia atrás. La otra mano de Logen le abofeteó la cara y le arrojó dando bandazos contra el paramento, abriéndole una herida en la boca por la que caía un largo hilo de saliva sanguinolenta. Logen le agarró de la nuca y le dio un rodillazo en la cara que le aplastó la nariz. Logen enredo su dedos en los cabellos de Bethod, los agarró con fuerza, le levantó la cabeza y luego la estrelló contra las piedras.

—¡Muere! —bufó.

Bethod daba sacudidas y gorgoteaba. Logen volvió a alzarle la cabeza y la estrelló contra las piedras una y otra vez. La diadema dorada salió disparada de su cráneo destrozado y rodó por la azotea con jubiloso tintineo.

—¡Muere!

Y Logen, haciendo un último esfuerzo, alzó en vilo el cadáver de Bethod y lo arrojó por encima de las almenas. Observó su caída. Lo vio chocar contra el suelo y quedarse tirado sobre un costado, con las piernas y los brazos descoyuntados, los dedos enroscados como si trataran de agarrar algo y la cabeza reducida a una mancha oscura sobre la dura tierra. Las caras de la multitud que había abajo se volvieron hacia el cadáver y, luego, lentamente, con ojos y bocas muy abiertos, se alzaron hacia Logen.

En medio de todos ellos, Crummock-i-Phail, que se encontraba en el centro del círculo de hierba junto al cadáver del Temible, alzó despacio una mano y señaló hacia arriba con el dedo índice.

—¡El Sanguinario —gritó—, Rey de los Hombres del Norte!

Jadeando, con las piernas temblorosas, Logen le miró boquiabierto sin entender nada. El furor había desaparecido y lo único que había dejado a su paso era un inmenso cansancio. Cansancio y dolor.

—¡Rey de los Hombres del Norte! —chilló una voz desde el fondo de la multitud.

—No —graznó Logen, pero nadie le oyó. Estaban demasiado ebrios de sangre y de furia, o demasiado ocupados pensando en qué sería lo más sencillo, o demasiado asustados para decir otra cosa. La consigna se fue propagando, primero fue un goteo, luego un flujo y por fin una auténtica inundación, sin que Logen pudiera hacer otra cosa que mirar mientras se aferraba a la piedra ensangrentada para no caerse.

—¡El Sanguinario, Rey de los Hombres del Norte!

Pálido como la Nieve, con su manto de piel blanca salpicado con la sangre de Bethod, se había hincado de rodillas a su lado. Siempre había sido de los que lamen el culo que les quede más cerca, pero no era el único. Todos se habían arrodillado, tanto en las murallas como en la hierba. Los Caris del Sabueso y los de Bethod. Los hombres que habían sujetado los escudos en nombre de Logen y los que lo habían hecho en nombre del Temible. Puede que Bethod les hubiera enseñado muy bien la lección. Puede que ya no supieran ser sus propios dueños y necesitaran a alguien que les dijera lo que tenían que hacer.

—No —susurró Logen, pero lo único que salió de su boca fue una especie de gemido sordo. Detener aquello estaba tan fuera de su alcance como conseguir que el cielo se desplomara. Al parecer, era cierto que los hombres tenían que pagar por lo que habían hecho. Sólo que a veces de una forma que no era la esperada.

—¡El Sanguinario —rugió de nuevo Crummock, poniéndose de rodillas y alzando los brazos hacia el cielo—, Rey de los Hombres del Norte!

El mal menor

La habitación era otra caja con demasiada luz. Las mismas paredes color hueso salpicadas de manchas marronáceas.
Moho, sangre, o las dos cosas
. Las mismas mesas y sillas desvencijadas.
Instrumentos de tortura en potencia
. El mismo dolor que quemaba el pie, la pierna y la espalda de Glokta.
Hay cosas que no cambian nunca
. El mismo prisionero, cualquiera hubiera pensado, con la cabeza dentro de la misma bolsa de siempre.
Como las docenas de hombres que han pasado por esta habitación en los últimos días y como las docenas restantes que aguardan amontonados en las celdas que hay detrás de la puerta hasta que a nosotros nos plazca
.

—Muy bien —dijo Glokta agitando con fatiga una mano—. Procedamos.

Frost arrancó la bolsa de la cabeza del prisionero. Un rostro kantic, con profundas arrugas alrededor de la boca y una barba negra muy cuidada, jaspeada de mechones grises. Un rostro sabio y digno, cuyos ojos rehundidos trababan de adaptarse a la luz.

Glokta se echó a reír. Cada carcajada se le clavaba en la base de la espina dorsal y hacía que el cuello le traqueteara, pero no podía evitarlo.
Después de tantos años, el destino todavía puede burlarse de mí
.

—¿De qué ze ríe? —gruñó Frost.

Glokta se secó las lágrimas del ojo.

—Practicante Frost, esto es un honor para nosotros. Nuestro último cautivo no es ni más ni menos que el Maestro Farrad, que tuvo su consulta en Yashtavit, en Kanta, y más recientemente en un magnífico domicilio de la Vía Regia. Estamos en presencia del mejor dentista del Círculo del Mundo.
Hay que apreciar la ironía
.

Farrad parpadeó por el exceso de luz.

—Yo le conozco —dijo.

—Sí.

—Usted es el que fue prisionero de los gurkos.

—Sí.

—El que torturaron. Recuerdo... que me lo trajeron para que le viera.

—Sí.

Farrad tragó saliva.
Como si sólo de recordarlo le entraran ganas de vomitar
. Alzó la mirada hacia Frost, y los ojos rosáceos le respondieron sin un parpadeo. Contempló la habitación sucia y llena de manchas de sangre, las baldosas agrietadas y la mesa rayada. Luego sus ojos se detuvieron en el documento de confesión que había encima de ésta.

—Después de lo que le hicieron, ¿cómo puede hacer esto ahora?

Glokta le mostró su sonrisa desdentada —Después de lo que me hicieron, ¿qué otra cosa iba a hacer?

—¿Por qué estoy aquí?

—Por la misma razón por la que todo el mundo viene aquí —Glokta desvío la mirada hacia Frost, que plantó las gruesas puntas de sus dedos en el pliego de la confesión y lo empujó por la mesa hacia el prisionero—. Para confesar.

—¿Confesar qué?

—Que es un espía de los gurkos.

El rostro de Farrad se contrajo en un gesto de incredulidad.

—¡Yo no soy un espía! ¡Los gurkos me lo quitaron todo! ¡Tuve que huir de mi país cuando llegaron! ¡Soy inocente y usted debe saberlo!

Naturalmente. Como todos los espías que han confesado en esta sala en los últimos días. Pero todos confesaron, sin excepción.

—¿Va a firmar el documento?

—¡Yo no tengo nada que confesar!

—¿Por qué será que nadie puede responder a mis preguntas? —Glokta estiró su espalda dolorida, movió el cuello de lado a lado y se frotó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice. Pero ninguna de esas cosas le proporcionó alivio.
Nada me lo proporciona. ¿Por qué se empeñan en hacer que todo resulte tan difícil para mí y para ellos?
—. Practicante Frost ¿quiere mostrar al buen maestro el trabajo que llevamos hecho hasta ahora?

El albino sacó de debajo de la mesa un cubo abollado y, sin mayores ceremonias, volcó su contenido delante del prisionero. Centenares de dientes resbalaron, giraron y saltaron encima de la mesa. Dientes de todas las formas y tamaños, con una gama de colores que iban del blanco al marrón, pasando por todos los tonos del amarillo. Dientes con raíces sanguinolentas y con trozos de carne adheridos. Un par de ellos cayeron al suelo por uno de los extremos de la mesa, rebotaron contra las sucias baldosas y se perdieron por los rincones de la estrecha sala.

Farrad miró con horror el desbarajuste odontológico que tenía delante.
Ni el mismísimo Príncipe de los Dientes puede haber visto semejante cosa
. Glokta se inclinó hacia él.

—Supongo que usted mismo habrá arrancado un diente o dos alguna que otra vez —el prisionero asintió mecánicamente con la cabeza—. Entonces se podrá imaginar lo cansado que estoy después de todos éstos. Por eso quería acabar con usted lo antes posible. No me gusta verle aquí y a usted sin duda tampoco le gusta verse aquí. Así que creo que podemos ayudarnos el uno al otro.

—¿Qué tengo que hacer? —susurró Farrad mientras su lengua se movía nerviosa por el interior de su boca.

—Nada complicado. Lo primero, firmar su confesión.

—Dizculpen —masculló Frost, y acto seguido se inclinó y sacudió un par de dientes que había encima del documento, uno de los cuales dejó sobre el papel una marca de color rosáceo.

—Después, nombrar a otros dos.

—¿Otros dos qué?

—¿Qué van a ser? Otros dos espías de los gurkos, por supuesto. De entre su gente.

—¡Pero si... yo no conozco a ningún espía!

—Entonces me valen otros dos nombres cualquiera. A usted le han nombrado varias veces.

El dentista tragó saliva, sacudió la cabeza y apartó con la mano el papel.
Un hombre valiente y justo. Pero el valor y la justicia no son virtudes que convenga tener en esta habitación
.

—Firmaré —dijo el dentista—. Pero no daré el nombre de ningún inocente. No lo haré, y que Dios se apiade de mí.

—Es posible que Dios se apiade de usted. Pero aquí no es Él quien tiene las tenazas. Ponle el cepo.

La manaza de Frost agarró por detrás la cabeza de Farrad y los tendones se marcaron sobre su pálida piel al forzarle a abrir la boca. Luego introdujo el cepo entre las mandíbulas e hizo girar la tuerca con gran destreza hasta abrirlo del todo.

—¡Aaah! —gorgoteó el dentista—. ¡Aaah!

—Lo sé. Y esto no es más que el principio —Glokta abrió la tapa de su caja y contempló el despliegue de madera pulida, afilado acero y reluciente cristal.
Pero qué..
. Entre las herramientas había un desconcertante espacio vacío—. ¿Qué significa esto? ¿Has dejado que saquen de aquí las tenazas, Frost?

—No —gruñó el albino moviendo enfadado la cabeza.

—¡Maldita sea! ¿Es que ninguno de esos cabrones sabe guardar sus propios instrumentos? Ve al cuarto de al lado y mira a ver si al menos te pueden prestar otras.

El Practicante salió de la habitación, dejando la puerta entreabierta. Glokta contrajo el semblante y se puso a frotarse la pierna. Farrad le miraba con un hilo de saliva cayéndole por la comisura de la boca. Sus ojos desorbitados miraron de soslayo cuando se oyó un grito de dolor proveniente del pasillo.

—Discúlpenos —dijo Glokta—. Normalmente estamos mejor organizados, pero es que llevamos unos días que no paramos. Hay demasiadas cosas que hacer.

Frost cerró la puerta y le entregó por el mango unas tenazas oxidadas que tenían adheridas un poco de sangre seca y un par de pelos rizados.

—¿Esto es lo mejor que tienen? ¡Están sucias!

Frost se encogió de hombros.

—¿Qué máz da eso?

Supongo que tiene razón
. Glokta lanzó un profundo suspiro, se levantó de la silla con dificultad y se inclinó para inspeccionar el interior de la boca de Farrad.
Qué hermosura de dientes. La dotación completa, y tan blancos como perlas. Supongo que es normal que un dentista de primera tenga unos dientes de primera. Otra cosa sería mala publicidad para su oficio
.

—Aplaudo su limpieza. Es un raro privilegio interrogar a un hombre que valora la importancia de tener la boca limpia. Nunca había visto unos dientes tan perfectos —y, como quien no quiere la cosa, les propinó unos golpecitos con las tenazas—. Da pena tener que sacarlos todos sólo para que usted confiese dentro de diez minutos en lugar de hacerlo ahora, pero qué se le va a hacer —cerró las tenazas alrededor de la muela más próxima y comenzó a hacerla girar.

—Glug... aaaj —gargajeó Farrad.

Glokta frunció los labios, como si estuviera meditando, y luego retiró las tenazas.

—Demos al buen maestro otra oportunidad de hablar —Frost desatornilló el cepo y se lo extrajo a Farrad de la boca junto con un chorro de babas—. ¿Tiene algo que decir?

—¡Firmaré! —exhaló Farrad mientras un lagrimón le resbalaba por la mejilla—. Que Dios me perdone, firmaré.

—¿Y dará el nombre de dos cómplices?

—Lo que quiera... por favor... haré lo que quiera.

—Excelente —dijo Glokta mientras observaba cómo la pluma rasgueaba el pliego de confesión—. ¿Quién va ahora?

Glokta oyó a su espalda el ruido de la cerradura. Mientras volvía la cabeza torció el gesto para disponerse a pegar un grito al impertinente intruso.

—Eminencia... —susurró con mal disimulada consternación, levantándose trabajosamente de la silla.

—No es preciso que se levante, no tengo todo el día —Glokta se encontró paralizado en la más incómoda postura posible, a medio camino entre estar sentado y estar de pie, y tuvo que volver a dejarse caer en la silla de forma muy poco elegante mientras Sult entraba, dejando a sus espaldas tres gigantescos Practicantes que se quedaron en el umbral en silencio—. Dígale a su engendro de la naturaleza que se vaya.

Los ojos de Frost se entrecerraron, echaron un vistazo a los Practicantes y luego miraron a Sult.

—Muy bien, Practicante Frost —se apresuró a decir Glokta—. Puede llevarse a nuestro prisionero.

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