El último argumento de los reyes (62 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Bueno, ¿qué? —Logen se dio la vuelta y vio a Dow apoyado en la puerta con los brazos cruzados—. ¿No te vas a sentar en ella?

Aunque las piernas le dolían tanto que no aguantaba estar de pie un minuto más, Logen negó con la cabeza.

—A mí me basta el barro para sentarme. Yo no soy ningún héroe y Skarling no era ningún rey.

—Según he oído, le ofrecieron una corona y la rechazó.

—¡Coronas! —Logen escupió con una saliva que seguía teñida de un color rosáceo debido a los cortes que tenía en la boca—. ¡Reyes! Todo eso es una mierda y no podría haber un candidato peor que yo.

—¿Pero no irás a decir que no?

Logen alzó la vista y le miró con el ceño fruncido.

—¿Para que cualquier otro cabrón, todavía peor que Bethod, se siente en esa silla y haga que el Norte se desangre un poco más? Quizá ahí sentado pueda hacer algún bien.

—Quizá —Dow le miró a los ojos—. Pero hay hombres que no han nacido para hacer el bien.

—¿Otra vez estáis hablando de mí? —dijo risueño Crummock entrando por la puerta con el Sabueso y Hosco a su espalda.

—¿Por qué tienes que creer que todo el mundo está siempre hablando de ti, Crummock? —dijo el Sabueso—. ¿Has dormido bien, Logen?

—Sí —mintió—. Como un muerto.

—Bueno, ¿y ahora qué?

Logen contempló la silla.

—Ahora al Sur, supongo.

—Al Sur —gruñó Hosco, sin dejar claro si la idea le parecía bien o no.

Logen se pasó la lengua por el interior de la boca para comprobar una vez más, sin que hubiera ninguna razón para ello, hasta qué punto le dolía.

—Calder y Scale deben de andar por alguna parte. Seguro que Bethod los mandó en busca de ayuda. Al otro lado del Crinna, o en los altos valles, o en donde sea.

Crummock se rió entre dientes.

—Ah, un buen trabajo nunca tiene fin.

—Antes o después harán alguna de las suyas —terció el Sabueso—. De eso estoy seguro.

—Alguien tiene que quedarse aquí para vigilar las cosas. Y para intentar atrapar a esos dos hijos de mala madre, si es que puede.

—Yo me quedo —dijo Dow.

—¿Seguro?

Dow se encogió de hombros.

—No me gustan los barcos y no me gusta la Unión. No necesito hacer un viaje para saber eso. Y además tengo algunas cuentas que saldar con Calder y Scale. Elegiré a algunos Caris de entre los que se queden y me iré a hacerles una visita —les dedicó una de sus sonrisas aviesas y dio una palmada en el brazo al Sabueso—. Que tengáis suerte con los sureños esos. Y procurad que no os maten —entrecerró los ojos y miró a Logen—. Sobre todo tú, Nuevededos. No nos gustaría quedarnos sin otro Rey de los Hombres del Norte, ¿verdad? —y acto seguido se cruzó de brazos y abandonó el salón.

—¿Cuántos hombres nos quedan?

—Unos trescientos ahora, contando con que Dow se lleve a unos cuantos.

Logen suspiró.

—Pues que se preparen para el viaje. No me gustaría que Furioso se fuera sin nosotros.

—¿Y quién va a querer marcharse después de lo que hemos pasado estos últimos meses? —inquirió el Sabueso—. ¿Quién va a querer seguir matando?

—Supongo que los que no saben hacer otra cosa —Logen se encogió de hombros—. Bethod tenía oro por ahí guardado, ¿no?

—Sí. Algo.

—Pues repartidlo. Una buena cantidad para cada uno de los que quieran acompañarnos. Un parte ahora y otra cuando volvamos. Seguro que unos cuantos aceptarán.

—Tal vez. El oro puede hacer que un hombre suelte palabras muy duras. Lo que ya no sé es si puede hacerle luchar duro cuando llegue el momento.

—Bueno, me imagino que eso ya lo veremos.

El Sabueso se le quedó mirando fijamente a los ojos.

—¿Por qué tenemos que ir?

—Porque he dado mi palabra.

—¿Y? Eso nunca te había preocupado, que yo sepa.

—No, y ese es el problema. —Logen tragó saliva y no le gustó el sabor—. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre, sino intentar ser mejor?

El Sabueso asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de Logen.

—De acuerdo, jefe. Vamos al Sur.

—Ajá —dijo Hosco. Y los dos salieron por la puerta, dejando solo a Crummock.

—¿Así que te vas a la Unión, eh, Majestad? ¿Al Sur, a matar a unos cuantos morenos a la luz del sol?

—Al Sur, sí —Logen se frotó uno de sus hombros doloridos contra una de sus doloridas mejillas y luego hizo lo mismo con el otro—. ¿Te vienes?

Crummock se separó de la pared y avanzó hacia él con las falanges de su collar repiqueteando alrededor de su cuello.

—No, no, yo ni hablar. Vuestra compañía ha sido un placer, eso es cierto, pero todo tiene su fin. Llevo demasiado tiempo lejos de mis montañas y mis esposas me estarán echando de menos —el jefe de los montañeses extendió los brazos, dio un paso adelante y le abrazó con fuerza. Con una fuerza claramente excesiva, según la opinión de Logen.

—Que ellos tengan un Rey si quieren —le susurró al oído—, pero a mí, la verdad, no me apetece. Y menos aún si ese Rey es el hombre que mató a mi hijo —Logen sintió que un soplo helado le recoma el cuerpo desde las raíces del pelo hasta las puntas de los dedos—. ¿Qué creías? ¿Que no iba a saberlo? —el montañés se inclinó un poco hacia atrás para mirarle a los ojos—. Le masacraste ante todo el mundo. Despedazaste al pequeño Rond igual que a un cordero al que se va a echar a la cazuela. Y el pobre estaba tan indefenso como si lo fuera.

Estaban solos en el gran salón, solos los dos con las sombras y la Silla de Skarling. Logen hizo un gesto de dolor cuando los brazos de Crummock se hincaron un poco más en los moratones y las heridas que le habían dejado los brazos del Temible. Ya no tenía fuerzas ni para enfrentarse a un gato, y los dos lo sabían. El montañés podía haberle hecho pedazos allí mismo, rematando la obra iniciada por el Temible. Pero, en lugar de eso, le sonrió.

—No te preocupes, Sanguinario. A fin de cuentas he conseguido lo que quería, ¿no? Bethod ha muerto, igual que su Temible, su bruja y su estúpida idea de unir a los clanes. Todos han vuelto al barro, que es el lugar que les corresponde. Contigo al frente, estoy seguro de que habrán de pasar cien años antes de que los norteños dejen de matarse unos a otros. Y a lo mejor, entretanto, nosotros los montañeses podemos disfrutar de un poco de paz, ¿eh?

—Claro que sí —graznó Logen entre dientes, haciendo una mueca de dolor al apretarle aún más Crummock.

—Mataste a mi hijo, eso es cierto, pero tengo muchos más. Hay que acabar con los débiles, ¿no es eso? Con los débiles y con los desafortunados. Nadie mete a un lobo entre sus ovejas y llora cuando descubre que se le ha comido una, ¿verdad que no?

Logen le miró estupefacto.

—Tú estás loco.

—Puede que sí, pero hay por ahí gente que está todavía más loca que yo —volvió a inclinarse hacia él y Logen sintió su aliento en el oído—. No fui yo quien mató al niño. —Luego le soltó y le dio una palmada en el hombro, como haría un amigo. Pero en aquel gesto no había ni asomo de amistad—. No vuelvas a subir a las Altiplanicies, Nuevededos, te lo aconsejo. Quizá no pueda brindarte otra amistosa bienvenida —se dio la vuelta y se alejó, muy despacio, moviendo uno de sus gruesos dedos por encima del hombro—. ¡No vuelvas a subir a las Altiplanicies, Sanguinario! ¡La luna te ama demasiado para mi gusto!

Liderazgo

Jezal marchaba por las calles empedradas a horcajadas de un magnífico corcel gris. Justo detrás iban Bayaz y el Mariscal Varuz, a los que seguían veinte Caballeros de la Escolta Regia con su uniforme de combate, encabezados por Bremer dan Gorst. Resultaba inquietante ver cómo la ciudad, por lo general abarrotada de gente, se encontraba casi desierta. Durante todo el trayecto sólo se habían tropezado con unos cuantos chiquillos harapientos, algún que otro vigilante urbano nervioso y unos pocos plebeyos recelosos, todos los cuales se habían apresurado a quitarse de en medio al ver venir a la comitiva real. Jezal suponía que la mayor parte de los habitantes que quedaban en la ciudad se encontraban bien atrincherados en sus dormitorios. Él se habría sentido tentado de hacer lo mismo si la Reina Terez no se le hubiera adelantado.

—¿Cuándo llegaron? —preguntaba Bayaz intentando hacerse oír por encima del ruido de los cascos de los caballos.

—La vanguardia apareció antes del amanecer —oyó Jezal que respondía a gritos Varuz—. Y a lo largo de toda la mañana han estado llegando más tropas gurkas por el camino de Keln. Hubo alguna escaramuza en los distritos situados extramuros de la Muralla de Casamir, pero nada que haya servido para retrasar su avance de forma significativa. Ya casi tienen rodeada media ciudad.

Jezal volvió la cabeza.

—¿Ya?

—A los gurkos les gusta venir siempre bien preparados, Majestad. —el viejo soldado espoleó su caballo para que se situara al lado del Rey—. Han empezado a construir una empalizada alrededor de Adua y han traído tres enormes catapultas. Las mismas que les dieron tan buenos resultados en el asedio de Dagoska. A mediodía estaremos completamente rodeados —Jezal tragó saliva. La palabra «rodeados» había hecho que se le formara un nudo en la garganta.

La marcha de la columna se redujo hasta convertirse en un majestuoso paseo al aproximarse a la puerta más occidental de la ciudad. Curiosamente, era la misma puerta por la que él había hecho su entrada triunfal antes de ser coronado como Monarca Supremo de la Unión. A la sombra de la Muralla de Casamir se había congregado una multitud aún mayor de la que le había aclamado después de su extraña victoria sobre los campesinos. Pero hoy no había ningún ambiente de fiesta. Las jóvenes sonrientes habían sido sustituidas por hombres ceñudos y las flores frescas por armas viejas. Por encima de la muchedumbre se alzaba un caótico bosque de mástiles que apuntaban en todas direcciones, con sus puntas y sus filos relucientes. Picas y horcas, bieldos y bicheros e incluso palos de escoba a los que se había quitado las ramas para reemplazarlas por cuchillos.

Había también algún pequeño contingente de la Guardia Real, reforzado con miembros de la guardia urbana, unos pocos mercaderes hinchados vestidos con jubones de cuero y provistos de espadas relucientes y algunos peones malcarados armados con anticuadas ballestas. Eso era lo mejor de lo que estaba en oferta. Les acompañaba una mezcolanza de ciudadanos de ambos sexos y de todas las edades, equipados con una abigarrada colección de armas y armaduras. O sin nada en absoluto. Era difícil distinguir entre soldados y simples ciudadanos, suponiendo que existiera todavía alguna diferencia entre ellos. Todos miraron a Jezal cuando desmontó produciendo un cascabeleo con sus espuelas de oro. Le miraban
esperanzados
, advirtió, cuando empezó a caminar entre ellos seguido por su ruidosa y muy acorazada escolta.

—¿Estos son los defensores de la ciudad? —preguntó en voz baja al Mariscal Varuz, que caminaba a su lado.

—Algunos de ellos, Majestad. Acompañados por algunos ciudadanos entusiastas. Un espectáculo conmovedor.

Jezal hubiera cambiado gustoso una multitud conmovedora por una multitud eficaz, pero suponía que un caudillo tenía que presentar siempre su rostro más indomable cuando se encontraba en presencia de sus seguidores. Bayaz se lo había dicho muchas veces. Cuanto más necesario en el caso de un rey en presencia de sus súbditos. Y sobre todo de un rey que estaba muy lejos de hallarse firmemente asentado en el trono.

Así pues, se irguió, alzó lo más que pudo la barbilla, en la que se destacaba su cicatriz, y apartó a un lado su capa bordada con hilo de oro con el guantelete. Caminó entre la multitud con el mismo aire arrogante que siempre le había caracterizado, apoyando una mano en el pomo enjoyado de su espada y confiando a cada paso que daba que nadie presintiera la marmita rebosante de miedo y de duda que se ocultaba detrás de sus ojos. Mientras avanzaba, con Varuz y Bayaz apretando el paso a su espalda, las masas murmuraban. Hubo quien esbozó una reverencia. Otros ni se molestaron.

—¡El Rey!

—Yo creí que era más alto...

—Jezal el bastardo. —Jezal volvió de golpe la cabeza, pero no había forma de saber quién había sido.

—¡Es Luthar!

—¡Tres vivas por Su Majestad! —a lo que siguió un murmullo no demasiado entusiasta.

—Por aquí —le dijo un oficial muy pálido cuando llegó a la puerta, señalando con gesto compungido unas escaleras. Jezal subió virilmente los escalones de piedra de dos en dos, haciendo resonar las espuelas. Cuando salió a la terraza de la barbacana, se quedó paralizado y en sus labios se dibujó una mueca de asco. Ahí enfrente estaba su viejo amigo el Superior Glokta, apoyado en su bastón, y mirándole con una repulsiva sonrisa desdentada.

—Majestad —dijo con marcada ironía—. Qué honor tan abrumador —y acto seguido levantó el bastón y señaló el parapeto más alejado—. Los gurkos andan por ahí.

Mientras seguía con la mirada la dirección en que apuntaba el bastón de Glokta, Jezal estaba intentando preparar una réplica con una adecuada dosis de acidez De pronto, parpadeó y los músculos de su cara se distendieron. Pasó al lado del tullido sin decir palabra. Su mandíbula se fue abriendo poco a poco, y abierta se quedó.

—El enemigo —gruñó Varuz.

Jezal intentó imaginarse lo que habría dicho Logen Nuevededos si se hubiera visto enfrentado con lo que ahora tenía ahí abajo.

—Mierda.

Por el mosaico de campos mojados, por los caminos, a través de los setos, entre las granjas y las aldeas y los bosquecillos de árboles viejos que se extendían más allá de la muralla avanzaban a millares las tropas gurkas. El amplio camino pavimentado que conducía a Keln, trazando una curva hacia el sur que cruzaba una zona de campos de cultivo, estaba cubierto en su totalidad por un río reluciente de hombres en movimiento. Columnas de soldados gurkos que fluían como una inundación con el propósito de rodear la ciudad con un gigantesco anillo de hombres, madera y acero. Por encima de aquella masa pululante se alzaban unas enseñas doradas que resplandecían a la húmeda luz del sol otoñal. Eran los estandartes de las legiones imperiales. A primera vista, Jezal contó cerca de diez.

—Un número bastante considerable de hombres —dijo Bayaz, quedándose inmensamente corto.

Glokta sonrió.

—Los gurkos detestan viajar solos.

La valla de la que había hablado el Mariscal Varuz ya empezaba a levantarse, una línea oscura que serpenteaba por las campos embarrados a unas cien zancadas de la muralla, con una zanja poco profunda delante. Muy adecuada para impedir que llegaran a la ciudad suministros o refuerzos. Más allá se iban montando varios campamentos: grandes congregaciones de tiendas blancas que se alineaban en perfecto orden formando cuadrados, de algunas de las cuales salían ya altas columnas de humo procedentes de las forjas y de las fogatas de cocina. Todo ello con un aire de permanencia que no hacía presagiar nada bueno. Es posible que Adua siguiera todavía en manos de la Unión, pero ni al más embustero de los patriotas se le ocurriría negar que su zona de influencia se hallaba ya en poder del Emperador de Gurkhul.

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