Pippi sonrió y le dio una palmada en la espalda.
—No te preocupes, no me convencerá.
Soltaron una carcajada. No importaba que Danny Fuberta fuera culpable o inocente. Los errores se pagaban.
Al día siguiente, Pippi se trasladó a Nueva York, para exponer el caso a la familia Clericuzio en Quogue.
—
Tras cruzar toda una serie de puertas vigiladas, subió por la larga calzada asfaltada que discurría a través de una cuesta de hierba, protegida por una valla con alambrada de púas y dispositivos electrónicos de seguridad. Había un guardia en la puerta de la mansión, y eso que estaban en tiempo de paz.
Lo recibió Giorgio y cruzó con él la mansión para salir al jardín de la parte de atrás. Había tomateras y pepinos, lechugas e incluso melones, todos ello rodeado por higueras de grandes hojas. Al Don le importaban un bledo las flores y las plantas.
La familia estaba sentada alrededor de una mesa redonda de madera tomando un almuerzo temprano. El Don, a pesar de sus casi setenta años aspiraba visiblemente satisfecho el aire del jardín, perfumado por la fragancia de los higos. Estaba dando de comer a su nieto Dante, un niño de diez años muy guapo, aunque también muy mandón pese a tener la misma edad que Cross. Pippi siempre reprimía el deseo de propinarle un tortazo. El Don se derretía en presencia de su nieto, le limpiaba la boca y le susurraba palabras de cariño. Vincent y Petie parecían un poco enfurruñados. La reunión no podría empezar hasta que el niño terminara de comer y su madre Rose Marie se lo llevara. Don Domenico le miró con una radiante sonrisa de complacencia mientras el niño se retiraba. Después se volvió hacia Pippi.
—Ah, Martello mío —le dijo. ¿Qué piensas de este bribón de Fuberta? Le damos un medio de vida y él se vuelve codicioso a nuestra costa.
—Si paga lo que débe —terció Giorgio, en tono apaciguador, aún podrá seguir ganando dinero para nosotros.
Era el único motivo válido para una petición de clemencia.
—La suma no es pequeña que digamos —dijo el Don. Tenemos que recuperarla. Tu qué opinas?
Pippi se encogió de hombros.
—Puedo intentarlo, desde luego. Pero esa gente no es de la que ahorra para los tiempos de penuria.
En ese momento intervino Vincent, que odiaba las charlas intrascendentes.
—Vamos a ver las fotos —dijo.
Pippi sacó las fotografías, y Vincent y Petie estudiaron a los cuatro atracadores.
—Petie y yo los conocemos —dijo Vincent.
—Muy bien —aprobó Pippi. Pués en tal caso vosotros podéis ponerles las peras a cuarto a esos cuatro tíos. ¿Qué queréis que haga yo con Fuberta?
—Nos han despreciado —dijo el Don. ¿Quiénes se han creído que somos? ¿Unos pobres desgraciados que tenemos que recurrir a la policía? Vincent, Petie y tú, Pippi. Quiero recuperar el dinero y que se castigue a esos malnacidos.
Los tres lo comprendieron. Pippi ostentaría el mando. Los cinco hombres habían sido condenados a muerte.
El Don se levantó para dar su habituál paseo por el jardín. Giorgio lanzó un suspiro.
—El viejo es demasiado duro para los tiempos que vivimos. No merece la pena correr tanto peligro por una cosa así.
—No, si Vincent y Petie se encargan de arreglarles las cuentas a los cuatro chorizos —dijo Pippi.
—¿Estás de acuerdo, Vincent?
—Giorgio —dijo Vincent, tendrás que hablar con el viejo.
Esos cuatro no tendrán la pasta. Tenemos que hacer una cosa. Les dejamos salir a ganar dinero, nos págan lo que nos deben y quedan libres. Si los enterramos, no cobramos.
Vincent imponía la ley; pero era realista y jamás permitía que su sed de venganza lo obligara a descartar soluciones más prácticas.
—De acuerdo, convenceré a papá —dijo Giorgio. Han sido unos simples colaboradores. Pero el viejo no querrá soltar a Fuberta.
—Los demás organizadores de viajes tienen que captar el mensaje —dijo Pippi.
—Primo Pippi —dijo Giorgio sonriendo, ¿qué recompensa esperas por eso?
Pippi no soportaba que Giorgio lo llamara primo. Vincent y Petie lo llamaban cariñosamente primo, pero Giorgio sólo utilizaba esa palabra en las negociaciones.
—Fuberta es cosa mía —contestó Pippi. Vosotros me regalásteis la Agencia de Cobros y mi sueldo me lo paga el Xanadú. Pero recuperar el dinero es difícil, así que tendría que cobrar un porcentaje. También Vince y Petie, si cobran algo de esos cuatro.
—Me parece justo —dijo Giorgio, ¿pero eso no es como cobrar las deudas de los clientes? No puedes esperar un cincuenta por ciento.
—No, no —dijo Pippi, bastará con que me dejéis mojar el pico.
Los tres se rieron ante aquel modismo siciliano.
—No seas tacaño, Giorgio díjo Petie. No querrás exprimirnos a Vincent y a mí.
Petie dirigía ahora el Enclave del Bronx, era el jefe de los que cuidaban de hacer cumplir las órdenes y siempre defendía la idea de que los de abajo tenían que cobrar más dinero. Pensaba repartirse su parte con sus hombres.
—Sois muy ambiciosos —dijo Giorgio sonriendo, pero aconsejaré al viejo un veinte por ciento.
Pippi sabía que sería un diez o un quince por ciento. Giorgio siempre hacía lo mismo.
—Y si hiciéramos un fondo común? —le dijo Vincent a Pippi. Quería decir que los tres se repartirían el dinero que cobraran, con independencia de quién lo pagara. Lo había dicho en gesto de amistad. Había muchas más posibilidades de cobrar dinero de unos vivos que de unos muertos. Vincent conocía el valor de Pippi.
—Pues claro, Vince —contestó Pippi. Te lo agradecería mucho.
Hacia el fondo del jardín vio a Dante paseando de la mano del Don y oyó que Giorgio decía:
—¿No os parece asombroso lo bien que se llevan Dante y mi padre? Mi padre jamás fue tan cariñoso conmigo. Se pasan el rato hablando en voz baja. Bueno, el viejo es tan listo que el chiquillo aprenderá.
Pippi observó que el niño tenía el rostro levantado hacia el Don. Ambos se miraban como si compartieran un terrible secreto capaz de otorgarles el domínio sobre el cielo y la tierra. Más adelante Pippi siempre creería que aquella visión le había echado el mal de ojo y había sido el desencadenante de su desgracia.
A lo largo de los años, Pippi de Lena se había ganado una bien merecida fama de excelente organizador. No era un mafiózi violento sino un técnico hábil. Se basaba en la estrategia psicológica para llevar a la práctica un trabajo. Con Danny Fuberta se le planteaban tres problemas. En primer lugar tenía que recuperar el dinero. En segundo lugar tenía que coordinar cuidadosamente sus acciones con Vincent y Petie Clericuzio. Eso fue muy fácil. (Vincent y Petie eran muy eficientes en su trabajo. En un par de días localizaron a los matones, los obligaron a confesar y se mostraron de acuerdo con la recompensa.) y en tercer lugar tenía que liquidar a Danny Fuberta.
Le fue muy fácil tropezarse casualmente con Fuberta, echar mano de todo su encanto e insistír en que aceptara su invitación a almorzar en un restaurante chino del East Side. Fuberta sabía que Pippi era un cobrador del Xanadú pues ambos habían mantenido inevitables tratos de negocios a lo largo de los años, pero Pippi parecía tan contento de haberse tropezado casualmente con él en Nueva York que Fuberta no pudo declinar la invitación.
Pippi lo hizo todo con mucha delicadeza Esperó a que hubieran pedido los platos y entonces —le dijo:
—Gronevelt me ha hablado de la estafa. Tú sabes que eres responsable del crédito que se concedió a aquellos tipos.
Danny Fuberta juró que era inocente, y Pippi le miró con una radiante sonrisa en los labios y le dio unas amistosas palmadas e la espalda.
—Vamos, Danny —le dijo. Gronevelt tiene las cintas, y cuatro compinches ya han cantado. Estás metido en un lío muy gordo, pero yo lo podré arreglar si devuelves el dinero. A lo mejor incluso te podré seguir manteniendo en el negocio de los viajes organizados.
Para demostrar su afirmación, sacó las fotografías de los cuatro atracadores.
—
—Ésos son tus muchachos —dijo. Y en estos momentos están cantando y echándote toda la mierda encima. Nos han contado lo del reparto. En fin, si me devuelves tus cuatrocientos mil asunto arreglado.
—Es cierto que conozco a esos chicos —dijo Danny Fuberta pero son muy duros y no creo que canten así, por las buenas.
—Los están interrogando los Clericuzio —dijo Pippi.
—Mierda! exclamó Danny No sabía que fueran propietarios del hotel.
—Pues ahora ya lo sabes —dijo Pippi. Si no recuperan el dinero, te verás metido en un buen lío.
—Quiero irme de aquí —dijo Fuberta.
—No, hombre, no —dijo Pippi. Quédate, el pato de Pe está muy bueno. Mira, eso lo podemos arreglar. No es muy difícil Ya sabemos que todo el mundo intenta estafar alguna vez, ¿verdad? Tú devuélvenos el dinero y no se hable más del asunto.
—No tengo ni un céntimo —contestó Fuberta.
Por primera vez, Pippi dio muestras de una cierta irritación.
—Hay que demostrar un poco de buéna voluntad —dijo. Danos cien mil, y los trescientos mil restantes nos los cobraremos de tus marcadores.
Fuberta lo pensó un momento mientras masticaba un pastel de harina frita.
—Os podría pagar cincuenta mil.
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—Me parece bien, me parece muy bien —dijo Pippi. El resto lo puedes pagar no cobrando la comisión que te pagan por el traslado de los clientes al hotel. Te parece un trato justo?
—Creo que —Sí, —contestó Fuberta.
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—Y ahora deja ya de preocuparte y disfruta de la comida —dijo Pippi. Colocó un trozo de pato en una tortita con un poco de salsa oscura y dulce y se lo ofreció a Fuberta. Está exquisito, Danny. Come, Después hablaremos de negocios.
Tomaron un helado de chocolate como postre y acordaron que Pippi cobraría los cincuenta mil dólares en la agencia de viajes de Fuberta, después de la hora de cierre. Pippi tomó la cuenta y pagó en efectivo.
—Danny —dijo, ¿te fijas qué cantidad de cacao llevan los helados de chocolate de los restaurantes chinos? Son los mejores. ¿Sabes lo que pienso? El primer restaurante chino de Estados Unidos debió de equivocarse en la receta, y los que vinieron después se limitaron a copiarla. Delicioso. Un helado de chocolate delicioso, de verdad.
Sin embargo, Danny Fuberta era un hombre que se había pasado cuarenta y ocho años de su vida cometiendo estafas y había aprendido a interpretar los signos. Tras despedirse de Pippi, desapareció en la clandestinidad y envió un mensaje diciendo que había emprendido un viaje para reunir el dinero que le debía al hotel Xanadú. Pippi no se sorprendió. . Danny Fuberta estaba echando mano de la táctica habituál en tales casos. Se había escondido para poder negociar con seguridad, lo cual significaba que no tenía dinero y que no habría ninguna gratificación a menos que Vincent y Petie cobraran la mitad que les correspondía.
Pippi pidió que unos hombres del Enclave del Bronx efectuaran batidas por toda la ciudad e hizo correr la voz de que Danny Fuberta era buscado por los Clericuzio. Al cabo de una semana, Pippi empezó a ponerse nervioso. Hubiera tenido que comprender que la exigencia del pago de la deuda alertaría a Fuberta, y que Danny sabía de sobra que cincuenta mil dólares no serían suficiente, aun en el caso de que los hubiera tenido.
A la primera ocasión que tuvo, Pippi decidió actuar con más audacia de lo que hubiera aconsejado la prudencia.
Danny Fuberta apareció en un pequeño restaurante del Upper West Side. El propietario, un soldado de los Clericuzio, efectuó una rápida llamada. Pippi llegó justo en el momento en que Danny estaba saliendo del restaurante y se llevó una sorpresa al verle sacar un arma. Danny era un estafador pero no tenía pericia en el manejo de las armas de fuego. Así que cuando disparó, erró el tiro. Pippi le metió cinco balas en el cuerpo.
El incidente fue desafortunado por varios motivos. Primero, hubo testigos presenciales. Segundo, un coche patrulla de la policía llegó antes de que Pippi pudiera escapar. Tercero, Pippi no estaba preparado para un tiroteo y sólo quería charlar con Danny en un lugar seguro. Cuarto, aunque en el juicio se podría alegar defensa propia, algunos testigos dijeron que Pippi había disparado primero; con lo cual quedaba confirmado una vez más el viejo axioma de que uno corría más peligro con la ley cuando era inocente que cuando era culpable. Además; el arma de Pippi llevaba silenciador, dada su última charla amistosa con Danny Fuberta.
Por suerte; Pippi reaccionó perfectamente ante la desastrosa llegada del coche patrulla. No intentó abrirse camino a tiros sino que siguió las pautas establecidas. Los Clericuzio tenían un mandato muy severo no disparar jamás contra un representante de la ley. Pippi no lo hizo. Arrojó el arma al suelo y la empujó con el pie. Aceptó con docilidad la detención y negó rotundamente cualquier relación con el muerto que yacía a pocos metros en la acera.
Tanto estas contingencias como la forma de afrontarlas estaban claramente previstas. Al fin y al cabo, por mucho cuidado que uno tuviera siempre había que contar con la malevolencia del destino. En aquellos momentos, Pippi tenía la sensación de estar ahogándose en un océano de mala suerte; pero tenía que tranquilizarse porque estaba seguro de que la familia Clericuzio lo remolcaría hasta la orilla.
Primero se elegían a unos abogados de campanillas que conseguíán sacarlo a uno de la cárcel bajo fianza. Después había unos jueces y fiscales a los que se podía convencer para que fueran acérrimos defensores de la imparcialidad, unos testigos a quienes les podía fallar la memoria y unos miembros americanos del jurado. tan ferozmente independientes que, a poco estímulo que recibieran, se negaban a emitir un veredicto de culpabilidad, para de este modo frustrar los propósitos de la autoridad. Un soldado de la familia Clerícuzio no tenía por qué comportarse con la violencia de un perro rabioso para salir de las dificultades.
Pero por primera vez en su dilatado servicio a la familia, Pippi de Lena tuvo que comparecer como encausado en un juicio. La habitual estrategia legal consistiría en la presencia en la sala de la mujer y los hijos del acusado, para que los miembros del jurado supieran que de su decisión dependería la felicidad de una familia inocente. Doce hombres y mujeres de probada honradez tendrían que endurecer sus corazones. La duda razonable era una bendición de Dios para un miembro del jurado atormentado por la compasión.