Ahora tenía que reflexionar sobre muchas cosas. Lo había planeado todo muy bien a lo largo de los veinticinco años transcurridos desde la guerra con los Santadio. Había sido perspicaz, astuto y brutal en caso necesario, y compasivo cuando se había podido permitir el lujo de serlo. Y ahora la familia Clericuzio había alcanzado el cénit de su poder y estaba aparentemente a salvo de cualquier ataque. Pronto se mezclaría con el tejido legal de la sociedad y sería invulnerable.
Pero Don Domenico no había sobrevivido tanto tiempo gracias a una miope y optimista visión del mundo que lo rodeaba. Era capaz de descubrir una mala hierba antes de que asomara la cabeza sobre la superficie de la tierra. Ahora el mayor peligro era interno, el ascenso de Dante y su entrada en la virilidad de una forma no enteramente satisfactoria para el Don.
Después estaba Cross, que se había enriquecido gracias a la herencia de Gronevelt e incluso había emprendido una importante acción sin la supervisión de la familia. El joven se había estrenado con gran brillantez y casi había estado a punto de convertirse en un hombre
calificado
; como su padre Pippi. Después, el trabajo de Virginio Ballazzo lo había convertido en un sujeto remilgado. Tras haber sido eximido por la familia de los deberes operativos a causa de su tierno corazón, había regresado al campo de batalla en provecho propio y había ejecutado al tal Skannet, sin el permiso del Don. Sin embargo, Don Clericuzio jusgaba su voluntad de perdonar aquellas acciones y sus insólitas muestras de compasión. Cross estaba tratando de huir de aquel mundo y entrar en otro, y a pesar de que semejantes acciones eran o podían ser semillas de traición, Don Clericuzio lo comprendía. Pese a ello, la combinación de Cross y Pippi sería una amenaza para la familia. El Don era además plenamente consciente del odio que Dante les profesaba a los De Lena. Pippi era demasiado listo como para no haberse dado cuenta, y Pippi era un hombre peligroso. Habría que vigilarle a pesar de su probada lealtad.
La paciencia del Don nacía del aprecio que le tenía a Cross y del amor que sentía por Pippi, su fiel soldado e hijo de su hermana. Al fin y al cabo, por sus venas corría la sangre de los Clericuzio. En realidad estaba mucho más preocupado por el peligro que Dante suponía para la familia.
Don Clericuzio siempre había sido un abuelo afectuoso con Dante. Los dos habían estado muy unidos hasta que el chico cumplió los diez años. Entonces se había producido un cierto distanciamiento, y el Don había detectado en el carácter del niño unos rasgos que lo habían inquietado.
A los diez años, Dante era un niño exuberante, pícaro y ocurrente. Era también un buen deportista; dotado de una excelente coordinación física. Le encantaba hablar, especialmente con su abuelo, y mantenía largas y confidenciales conversaciones con su madre Rose Marie. Pero a partir de los diez años se había vuelto perverso y brutal. Se peleaba con los demás niños con una violencia impropia de su edad. Se burlaba despiadadamente de las niñas, y lo hacía con una chocante aunque divertida lascivia. Torturaba a los animalillos cosa no necesariamente significativa en el caso de los niños de corta edad, tal como el Don sabía muy bien, pero en cierta ocasión había tratado de ahogar a un niño más pequeño en la piscina de la escuela. Al final se había vuelto desobediente incluso con su abuelo.
Y no es que el Don fuera especialmente severo en semejantes cuestiones. A fin de cuentas, los niños eran unos animales y se les tenía que meter la civilización en el cerebro y en el trasero. Algunos niños como Dante habían llegado a ser santos. Lo que más inquietaba al Don era su locuacidad, sus largas conversaciones con su madre; pero sobre todo sus pequeños actos de desobediencia contra él.
Lo que quizá también inquietaba al Don, que siempre experimentaba un reverente temor en presencia de los caprichos de la naturaleza, era el hecho de que Dante hubiera dejado de crecer a los quince años medía uno cincuenta y siete. Habían consultado con los médicos y éstos se habían mostrado de acuerdo en que el muchacho quizá crecería unos siete centímetros más aunque no alcanzaría la normal estatura de uno ochenta de los Clericuzio. Para el Don, la baja estatura de Dante era una señal tan peligrosa como el nacimiento de unos gemelos. Decía que por más que un parto fuera un milagro extraordinario, el hecho de tener gemelos era una exageración. Una vez un soldado del Enclave del Bronx había engendrado trillizos, y el Don, horrorizado, les había comprado una tienda de comestibles en Portland, Oregón, para que se ganaran bien la vida, pero lo más lejos posible de él. El Don era también muy supersticioso con los zurdos y los tartamudos. Por mucho que se dijera, ninguna de ambas cosas podía ser una buena señal. Afortunadamente, Dante utilizaba la mano derecha con espontaneidad.
Nada de todo aquello hubiera sido suficiente sin embargo para que el Don recelara de su nieto o perdiera el afecto que sentía por él. Cualquiera que llevara su sangre estaba naturalmente a salvo. No obstante, con el paso de los años Dante se había ido apartando progresivamente de los sueños que había forjado el Don para su futuro. Dejó la escuela a los dieciséis años e inmediatamente empezó a meter las narices en los asuntos de la familia. Después se puso a trabajar en el restaurante de Vincent y enseguida se convirtió en un camarero muy popular que ganaba muchas propinas gracias a su ingenio y rapidez. Cuando se cansó del restaurante, estuvo trabajando dos meses en el despacho de Giorgio en Wall Street, pero no le gustó ni mostró la menor aptitud para el desempeño de aquella actividad, pese a los serios intentos de Giorgio de enseñarle los entresejos de la riqueza de papel. Finalmente entró en la empresa inmobiliaria de Petie, donde le encantaba trabajar con los soldados del Enclave. Presumía de su cuerpo cada vez más musculoso y en cierto modo poseía las características de sus tres tíos; lo cual llenaba de orgullo al Don. Tenía la sinceridad de Vincent; la frialdad de Giorgio y la crueldad de Petíe. Poco a poco se fue forjando su propia personalidad, lo que él era, realmente astuto, taimado, tortuoso, pero con un sentido del humor que muchas véces resultaba encantador. Fue entonces cuando empezó a ponerse sus gorros renacentistas.
Los gorros, que por cierto nadie sabía de dónde sacaba, estában confeccionados con iridiscentes hilos multicolores; algunds eran redondos y otros rectangulares, y parecían navegar sobre su cabeza como sobre el agua. Con ellos parecía más alto, guapo y simpático, en parte porque eran como de payaso y resultaban conmovedores, y en parte porque equilibraban sus dosperfiles. Los gorros le sentaban bien. Disimulaban su cabello negro como el azabache y fibroso como el de todos los Clericuzio.
Un día, en el estudio, donde la fotografía de Silvio seguía ocupando un lugar de honor, Dante le preguntó a su abuelo ¿Cómo murió?
—De accidente —contestó lacónicamente el Don.
—Era tu hijo preferido, ¿verdad? —preguntó Dante.
El Don experimentó un sobresalto al oírle. Dante sólo tenía quince años.
—¿Y eso por qué tiene que ser verdad? —preguntó el Don.
—Porque está muerto —contestó Dante con una pícara sonrisa en los labios.
El Don tardó un momento en comprender el comentario humorístico que se había atrevido a hacer aquel joven imberbe.
El Don sabía también que Dante registraba su despacho cuando él estaba cenando en la planta baja. No le preocupaba demasiado porque los niños siempre mostraban curiosidad por las cosas de los mayores y él nunca anotaba sobre el papel nada que pudiera facilitar el menor dato de interés. Don Clericuzio tenía en un rincón de su cerebro una enorme pizarra en la que anotaba toda la información necesaria, incluyendo la suma total de todos los pecados y, virtudes de sus seres más queridos.
Pese al creciente recelo que Dante le inspiraba, el Don lo seguía haciendo objeto de su afecto y siempre le aseguraba que iba a ser uno de los herederos del imperio de la familia. Los reproches y las advertencias se los hacían siempre sus tíos, en especial Giorgio.
Al final el Don se dio por vencido en su intento de que Dante se incorporara a la sociedad legal y permitió que su nieto fuera adiestrado para convertirse en Martillo
El Don oyó que su hija lo llamaba a cenar desde la cocina, donde siempre comían cuando estaban sólos ellos dos. Entró y se sentó delante de un enorme y llamativo cuenco de pasta de cabello de gel con tomate y albahaca recién cortada en el jardín. Rose Marie acercó el cuenco de plata lleno de queso rallado de un amarillo tenso, prueba inequívoca de su estimulante dulzura. Después se sentó delanté de él. Parecia muy contenta y animada, y el Don se alegró al verla de tan buen humor. Aquella noche no le daría uno de sus terribles attaques. Era como en los viejos tiempos, antes de la guerra contra los Santadio.
Había sido una tragedia espantosa, uno de los pocos errores su vida; un error en el que había quedado patente que una victoria no siempre era una victoria. Pero ¿quién hubiera podido imaginar que Rose Marie permanecería viuda para siempre? Los enamorados —él síempre lo había creído— siempre se volvían a enamorar...
En aquel momento, el Don sintió una oleada de irresistible afecto por su hija. Ella disculparía las pequeñas faltas de Dante. Rose Marie se inclinó hacia delante y acarició cariñosamente la canosa cabeza del Don.
Él tomó una enorme cucharada de queso rallado y sintió su estimulante calor en las encías. Bebió un sorbo de vino y observó cómo Rose Marie trinchaba una pierna de cordero y le servía patatas al horno recubiertas de brillante grasa. Su turbada mente empezó a sosegarse. ¿Quién podía ser mejor que él?
Estaba de tan buen humor que hasta se dejó convencer por Rose Marie para mirar un poco la televisión con ella en la sala de estar por segunda vez aquella semana.
Tras haber contemplado cuatro horas de horror, —le dijo a el Don.
—¿Es posible vivir en un mundo en el que todos hacen lo que les da la gana? ¿Es posible vívir en un mundo en el que nadie es castigado ni por Dios ni por los hombres, y nadie se gana la vída? ¿De veras existen mujeres que se entregan a toda suerte de caprichos? ¿De veras hay hombres tan necios y apocados que sucumben a los más mínimos deseos y a todos los pequeños sueños de felicidad? ¿Dónde están los honrados esposos que trabajan para ganarse el sustento y que buscan la mejor manera de proteger a sus hijos del destino y de la crueldad del mundo? ¿Dónde hay gente capaz de comprender que un trozo de queso, un vaso de vino y una casa acogedora al final de una jornada es una recompensa más que suficiente? ¿Quién es esa gente que ansía una misteriosa felicidad? En qué tumulto tan grande convierten la vida. Cuántas tragedias provocan por nada...
El Don le dio a su hija una palmada en la cabeza y señaló la pantalla del televisor con un despectivo gesto de la mano. Que se vayan todos a la mierda —dijo. Después le impartió una última lección de sabiduría Todo el mundo es responsable de lo que hace.
Aquella noche, solo en su dormitorio, el Don salió a la terraza. Todas las casas del recinto estaban brillantemente iluminadas y podía oír el sordo rumor de los impactos de las pelotas en la cancha de tenis y ver a los jugadores bajo los reflectores. No había ningún niño jugando en el exterior a aquella hora tan tardía. Vió los guardias junto a la entrada y alrededor de la casa.
Reflexionó sobre los pasos que debería emprender para inpedir una futura tragedia. Se sintió invadido por un profundo amor hacia su hija y su nieto y pensó que eso era precisamente lo que hacía que la vejez mereciera la pena. No tendría más remedio que protegerlos lo mejor que pudiera. Después se enfadó consigo mismo. ¿Por qué barruntaba siempre tragedias? Había resuelto todos los problemas de suvída, y aquél también lo resolvería.
En su mente seguían hirviendo toda suerte de planes. Pensó en el senador Wavven. Se había pasado muchos años soltándole millones de dólares para que promoviera una ley que legalizara el juego, pero el senador era muy escurridizo. Lástima que Gronevelt hubiera muerto; Cross y Giorgio carecían de la necesaria habilidad para aguijonearlo. A lo mejor el imperio del juego jamás se haría realidad.
Pensó en su viejo amigo David Redfellow, que ahora vivía tranquilamente en Roma. A lo mejor, ya había llegado el momento de que regresara a la familia. Le parecía muy bien que Cross fuera tan benévolo con sus socios de Hollywood. A fin de cuentas era muy joven. Aún no sabía que una señal de debilidad podía tener fatales consecuencias. El Don decidió llamar a David Redfellow para que desde Roma tomara cartas en aquel asunto de la industria cinematográfica.
Una semana después de la muerte de Boz Skannet, Cross recibió a través de Claudia una invitación para cenar en casa de Athena Aquitane en Malibú.
Cross voló desde Las Vegas a Los Ángeles, alquiló un coche y llegó a la garita de vigilancia de la Colonia Malibú cuando el sol se estaba poniendo en el océano. Ya no había medidas especiales de seguridad, aunque en la casa de invitados aún quedaba una secretaria que comprobó su identidad y le abrió la verja por medio del dispositivo electrónico. Cruzó el largo jardín en dirección a la casa de la playa. Aún estaba allí la pequéña sirvienta sudamericana que lo acompañó al salón verde mar desde el cual las olas del Pacífico parecían estar casi al alcance de la mano.
Athena lo estaba esperando, mucho más guapa de lo que él recordaba. Iba vestida con blusa y pantalón de color verde y parecía fundirse y formar parte de la bruma del océano que se veía a su espalda. Cross no podía quitarle los ójos de encima. Ella le estrechó la mano a modo de saludo sin darle los habituales besos en ambas mejillas, tan típicos de Hollywood. Ya tenía unos vasos preparados y le ofreció uno. Era agua de Evian con lima. Se sentaron en unos grandes sillones tapizados en verde menta, de cara al océano. El sol poniente derramaba monedas de oro en la estancia.
Cross era tan consciente de la belleza de Athena que tuvo que inclinar la cabeza para no mirarla, para no ver el dorado cabello, la cremosa piel, el largo cuerpo tendido en el sillón, los ojos verdes teñidos fugazmente por sombras doradas. Experimentó el urgente deseo de tocarla, de acercarse a ella y poseerla.
Athena no parecía percatarse de las emociones que estaba provocando. Tomó un sorbo de su bebida y dijo en tono pausado:
—Quería darle las gracias por haberme ayudado a seguir trabajando en la industria del cine.