El senador le rozó levemente la mano.
—Como es natural, si algo le ocurriera al presidente, el vicepresidente aprobaría el proyecto de ley. O sea que aunque parezca un poco cruel, tienen ustedes que esperar a que el presidente sufra un ataque al corazón, se estrelle su avión o le dé una apoplejía que lo deje incapacitado. Podría ocurrir, todos somos mortales.
El senador esbozó una radiante sonrisa, y de pronto Cross lo comprendió todo.
Experimentó un momentáneo arrebato de furia. El muy hijo de puta le estaba transmitiendo un mensaje para los Clericuzio; el senador había cumplido su parte del trato y ahora ellos tenían que matar al presidente de Estados Unidos para conseguir la aprobación del proyecto de ley, pero era tan listo y taimado que no se había comprometido lo más mínimo. Cross tenía la absoluta certeza de que el Don no estaría por la labor y aunque lo estuviera, él se negaría a formar parte de la familia a partir de entonces. Wavven añadió con una amable sonrisa en los labios:
—Parece una situación bastante desesperada, pero nunca se sabe. El destino podría intervenir; el vicepresidente es íntimo amigo mío, a pesar de que pertenecemos a partidos distintos. Me consta que aprobaría mi proposición. Tenemos que esperar a ver que ocurre.
Cross apenas podía dar crédito a lo que el senador le estaba diciendo. El senador Wavven era la encarnación del honrado político típicamente norteamericano, a pesar de su reconocida fama de mujeriego y de su inocente afición al golf. Tenía un rostro de nobles rasgos y una voz aristocrática. Parecía uno de los hómbres más simpáticos del mundo, pero sin embargo estaba insinuando la posibilidad de que la familia Clericuzio asesinara a su propio presidente. Menuda faena, pensó Cross.
El senador estaba picando la comida de la mesa.
—Sólo me quedaré una noche anunció. Confío en que algunas chicas de su espectáculo quieran cenar con un viejo chiflado como yo.
Al regresar a su suite del último piso del hotel, Cross llamó a Giorgio y le comunicó que estaría en Quogue al día siguiente. Giorgio le dijo que el chofer de la familia lo recogería en el aeropuerto. No hizo preguntas. Los Clericuzio nunca hablaban de negocios por teléfono.
Cuando llegó a la mansión de Quogue, Cross se sorprendió de que todos lo estuvieran esperando. En el estudio sin ventanas estaba no sólo el Dón sino también Pippi, los tres hijos del Don, Giorgio, Vincent y Petie, e incluso Dante con un gorro renacentista de color azul cielo.
En el estudio no había comida. La cena vendría más adelante. Como de costumbre, el Don les hizo contemplar a todos las fotografías de Silvio y del bautizo de Cross y Dante, que presidían la estancia desde la repisa de la chimenea. ¡Qué día tan feliz! decía siempre el Don.
Todos se acomodaron en los sillones y los sofás. Giorgio distribuyó bebidas y el Don encendió su retorcido puro italiano de extremos cortados.
Cross les facilitó un detallado informe de la entrega de los cinco millones al senador Wavven y de la conversación textual que había mantenido con él.
Hubo un prolongado silencio. Ninguno de ellos necesitaba interpretación de Cross. Vincent y Petie parecían más preocupados que los demás. Ahora que ya tenía su cadena de restaurants, Vincent se mostraba menos inclinado a correr riesgos. Petie a pesar de ser el jefe de los soldados del Enclave del Bronx, dedicaba todos sus esfuerzos a su gigantesca empresa de la construcción y en aquella etapa de su vida, la idea de una misión tan terrible no le hacía ninguna gracia.
—Ese senador está loco —dijo Vincent.
—Estás seguro —le preguntó el Don a Cross— de que éste es el mensaje que el senador nos quiere transmitir, que asesinemos al máximo dirigente de este país, uno de sus compañeros de Gobierno?
—El senador dice que no pertenecen al mismo partido político —terció secamente Giorgio.
—El senador jamás se comprometerá —dijo Cross, respondiendo a la pregunta del Don. Ha expuesto simplemente unos hechos, y en mi opinión cree que nosotros actuaremos en consecuencia.
Dante intervino por primera vez. Estaba entusiasmado con la idea, la gloria y los beneficios que todo ello supondría. Podremos legalizar todo el negocio del juego. Merece la pena. Es el mayor trofeo que podamos imaginar. El Don se volvió hacia Pippi.
—¿Y tú qué piensas, Martello mío? le preguntó con afecto. Pippi estaba visiblemente enojado.
—No se puede hacer, y no se debería hacer.
—Primo Pippi —dijo Dante en tono burlón; si tú no puedes hacerlo, yo sí puedo.
Pippi lo miró desdeñosamente.
—Tú eres un carnicero, no un planificador. No podrías planificar algo de tal envergadura ni siquiera en un millón de años. Es un riesgo demasiado alto. Es demasiado espectacular. Y la ejecución sería muy difícil. No podrías hacerlo, y te atraparían.
—Abuelo —dijo Dante con arrogancia, encomiéndáme la misión. Yo la cumpliré.
El Don respetaba mucho a su nieto.
—Estoy seguro de que podrías hacerlo —le dijo, y la recompensa sería muy grande, pero Pippi tiene razón. Las consecuencias serían demasiado peligrosas para nuestra familia. Se pueden cometer errores, pero jamás un error fatal. Aunque alcanzáramos el éxito y consiguiéramos nuestro propósito, la acción pendería para siempre sobre nuestras cabezas. Es un crimen demasiado atroz. Además, la actual situación no pone en peligro nuestra existencia, y con esa misión simplemente alcanzaríamos un objetivo que también se puede lograr con paciencia. Entre tanto, nos encontramos en una situación muy cómoda. Giorgio, tú tienes tu negocio de Wall Street, Vincent, tú tienes tus restaurantes, Petie, tú tienes tu empresa de la construcción, Cross, tú tienes tu hotel; y tú y yo, Pippi, somos viejos y podemos retirarnos y vivir nuestros últimos años en paz. Y tú, Dante, nieto mío, debes tener paciencia. Algún día tendrás tu imperio del juego, ése será tu legado, y lo podrás conseguir sin que penda sobre tu cabeza la sombra de una execrable acción. Así que el senador ya se puede ir a la mierda.
La tensión se rompió y todos los presentes en la estancia se relajaron. Salvo Dante, todos se alegraron de la decisión y estuvieron de acuerdo con el Don en que el senador se fuera a la mierda por haberse atrevido a plantearles tan peligroso dilema.
El único que no parecía estar muy de acuerdo era Dante.
—Menudo morro tienes, llamándome carnicero a mí —le dijo a Pippi. Y tú qué eres, ¿una hermanita de la Caridad?
Vincent y Petie se echaron a reír. El Don sacudió la cabeza en gesto de reproche.
—Otra cosa —dijo Don Clericuzio. Creo que de momento tenemos, que conservar nuestros lazos con el senador. No le echo en cara los cinco millones que le hemos entregado; pero considero un insulto que nos crea capaces de asesinar al presidente de nuestro país para favorecer un negocio. Me pregunto qué otras cosas se lleva entre manos, qué ventajas obtendría él de todo eso. Creo que nos quiere manejar. Cross, cuando vaya a tu hotel, aumenta la cantidad de sus ganancias. Procura que se divierta. Es un hombre demasiado peligroso como para tenerlo en contra.
Todo estaba resuelto. Cross dudaba de la conveniencia de exponerle al Don el otro delicado problema. Al final decidió contar la historia de Lia Vazzi y jim Losey.
—Puede que haya un confidente dentro de la familia —dijo.
—La operación era tuya, y el problema es tuyo —le dijo fríamente Dante.
El Don sacudió enérgicamente la cabeza.
—No puede haber un confidente —dijo. El investigador debió de descubrir algo por casualidad, y ahora quiere una gratificación en premio a su labor. Encárgate del asunto, Giorgio.
—Otros cincuenta mil —dijo amargamente Giorgio. Cross, el trato lo hiciste tú. Tendrás que pagar con dinero de tu hotel.
El Don volvió a encender su puro. —Ahora que estamos todos, Víncent, ¿qué tal va tu negocio de los restaurantes?
—Voy a inaugurar tres más contestó. Uno en Filadelfia, otro en Denver y otro en Nueva York. De lujo. Papá, ¿sabes que cobro dieciséis dólares por un plato de espaguetis? Cuando los hago en casa calculo que me cuesta medio dólar cada plato. Por mucho que lo intento, no consigo que me salga más caro. Cuento incluso el precio del ajo. Y albóndigas. Los míos son los únicos restaurantes italianos de lujo que sirven albóndigas. No sé por qué, pero cobro ocho dólares por ración. Una ración no demasiado grande, por cierto. A mí me cuesta veinte centavos.
Hubiera seguido hablando, pero el Don lo interrumpió.
—Giorgio —le preguntó volviéndose hacia él, ¿qué tal va tu negocio en Wall Street?
—Sube y baja —contestó cautelosamente Giorgio, pero las comisiones que cobramos por nuestros servicios son tan buenas como las que perciben los usureros de la calle, si las liamos debidamente para que no se entiendan las cuentas, y sin ríesgo de que el negocio flojee o de que nosotros vayamos a parar a la cárcel.
Al Don le encantaban aquellos informes. Le encantaba que los suyos tuvieran éxito en el mundo legal.
—¿Y a ti qué tal te va el negocio de la construcción, Petie? —preguntó. Tengo entendido que el otro día tuviste un pequeño problema.
Petie se encogió de hombros.
—Tengo más contratos de los que yo puedo atender. Todo el mundo construye, y tenemos asegurados los contratos de construcción de las autopistas. Todos mis soldados están en nómina y se ganan muy bien la vida. Pero hace una semana se presentó un negro en la obra más grande que tengo en estos momentos. Lo acompañaban cien negros con toda clase de pancartas sobre los derechos civiles. Lo hago pasar a mi despacho y de repente se derrite como la mantequilla. Tengo que emplear a un diez por ciento de negros en la obra y pagarle a él veinte mil dólares bajo mano.
A Dante le hizo gracia.
—¿Nos están chantajeando a los Clericuzio? —preguntó, soltando una risita.
—Intenté pensar como papá —dijo Petie. ¿Por qué no se tienen ellos que ganar también la vida? Le di al negro veinte mil dólares y le dije que emplearía a un cinco por ciento de negros en la obra.
—Hiciste bien —le dijo el Don a Petie. Evitaste que un pequeño problema se convirtiera en un gran problema. ¿Y quiéne son los Clericuzio para no pagar su parte en el progreso de los pueblos y de la propia civilización?
—Pues yo hubiera matado al muy hijo de puta —dijo Dante. Ahora vendrá por más.
—Y le daremos más —dijo el Don, siempre y cuando sea razonable. Se volvió hacia Pippi y le preguntó ¿y tú qué dificultades tienes?
—Ninguna —contestó Pippi. Lo único que ocurre ahora es que la familia prácticamente no actúa, y yo me he quedado sin trabajo.
—Mejor para ti —dijo el Don. Has trabajado muy duro. Te has salvado de muchos peligros, tienes derecho a disfrutar de tu vejez.
Dante no esperó a que su abuelo le preguntara.
—Yo estoy en el mismo barco —le dijo al Don, y soy demasiado joven para retirarme.
—Juega al golf como los bruglioni —contestó secamente el Don, y no te preocupes, la vida siempre ofrece trabajo y problemas. Entre tanto, ten pacíencía. Me temo que ya llegará tu momento, y el mío.
La mañana del funeral de Elí Marrion, Bobby Bantz le estaba hablando a gritos a Skippy Deere.
—Eso es una auténtica locura, eso es lo malo de la industria cinematográfica. Cómo coño puedes permitir que ocurra algo así? —gritó, agitando un fajo de papeles grapados delante del rostro de Deere.
Deere lo miró. Era el programa de transportes del ródaje de una película en Roma.
—Bueno, ¿y qué? —replicó. Bantz estaba furioso.
—Todo el mundo tiene reservado billete de primera clase en el vuelo a Roma... el equipo de rodaje, los intérpretes secundarios, las estrellas que sólo interpretarán una escena, los encargados de la intendencia, los auxiliares. Sólo hay una excepción, y sabes quién es? El contable de la LoddStone que enviamos allí para controlar los gastos. Voló con billete turístico.
—Bueno; repito, ¿y qué? —dijo Deere.
Bantz trató de dominar su cólera.
—La película tiene presupuestada una escuela para los hijos de todos los que intervienen en el rodaje. En el presupuesto se incluye el alquiler de un yate durante dos semanas. Acabo de leer cuidadosamente el guión. Hay doce actores y actrices que sólo intervienen dos o tres minutos en la película. El yate sólo sería necesario durante dos días de rodaje. ¿Me quieres explicar cómo has permitido todo eso?
Skippy Deere lo miró sonriendo.
—Pues claro —dijo. Nuestro director es Lorenzo Tallufo. Insiste en que la gente viaje en primera. Los actores secundarios las estrellas que sólo interpretan una o dos escenas se incluyeron en el guión porque follan con los protagonistas principales. El yate se alquiló para dos semanas porque Lorenzo quiere asistir al Festival Cinematográfico de Cannes.
—Tú eres el productor, habla con Lorenzo —dijo Bantz.
—Yo no pienso hacer tal cosa —dijo Deere. Lorenzo tiene cuatro películas cuyos beneficios brutos han superado los cien millones de dólares y cuenta en su haber con dos Oscar. Le besaré el culo cuando lo acompañe al yate. Habla tú con él si quieres.
Bantz no contestó. Técnicamente, en la jerarquía de la industria cinematográfica, el presidente de los estudios estaba por encima de todo el mundo. El productor era la persona que reunía todos los elementos necesarios y supervisaba el presupuesto y desarrollo del guión, pero en realidad, en cuanto se iniciaba el rodaje de una película, el supremo poder lo ejercía el director, sobre todo cuando tenía a su espalda un récord de éxitos. Bantz sacudió la cabeza.
—No puedo hablar con Lorenzo porque ahora ya no cuento con el respaldo de Elí. Lorenzo me mandaría a la mierda y perderíamos la película.
—Y tendría razón —dijo Deere. Lorenzo siempre le sisa cinco millones de dólares a una película, lo hacen todos. Ahora cálmate para que podamos asistir al entierro.
Pero Bantz ya estaba examinando otras hojas de costes.
—En tu película —le dijo a Deere, hay una partida de quinientos mil dólares para comida china de llevar a casa. Nadie, ni siquiera mi mujer, podría gastarse medio millón de dólares en comida china. Si fuera comida francesa, tal vez, pero ¿china, y de llevar a casa?
Skippy Deere tuvo que pensar con rapidez porque Bobby había gillado.
—Es un restaurante japonés, la comida es sushi. Es la comida más cara del mundo.
Bantz se calmó de repente. La gente siempre despotricaba contra la comida sushi. El jefe de unos estudios de la competencia había comentado que había llevado a un inversor japonés a cenar un restaurante especializado en sushi. Mil dólares para dos, veinte asquerosas cabezas de pescado, le había dicho. Bantz quedó de piedra.