El Último Don (50 page)

Read El Último Don Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
4.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cross tuvo que efectuar otra llamada telefónica a Giorgio para confirmar el pago al senador, no porque dudara del correo sino porque era costumbre hacerlo así. Lo hacían por medio de una clave oral previamente establecida. El nombre se formaba con números arbitrariamente acordados, y el dinero se designaba con letras del alfabeto aleatoriamente elegidas.

Cross trató de seguir adelante con el papeleo, pero su mente estaba en otro sitio. El senador Wavven debía de tener algo muy importante que decirles a cambio de los cinco millones, y para que Lia efectuara el largo viaje por carretera a Las Vegas tenía que haber un problema muy grave.

Llamaron al timbre de la puerta. Unos guardias de seguridad habían acompañado a Claudia y a Ernest al último piso del hotel. Cross le dio a Claudia un abrazo más cordial que de costumbre para que no pensara que estaba enfadado con ella por haber perdido en el casino.

En la sala de estar de su suite les entregó el menú del servicio de habitaciones y después pidió los platos. Claudia permanecía rígidamente sentada en el sofá, y Vail estaba repantigado en él con aire ausente.

—Cross —dijo Claudia, Vail está muy mal. Tenemos que hacer algo por él.

A Cross le pareció que Vail no tenía muy mala pinta. Se le veía muy relajado, con los ojos entornados y una sonrisa de satisfacción en los labios. Cross se enfureció.

—Ya. Lo primero que voy a hacer es mandar que le corten el crédito en esta ciudad. Eso lo ayudará a ahorrar. Es el jugador más incompetente que he visto en mi vida.

—No se trata del juego —dijo Claudia.

Entonces le contó toda la historia de la promesa que le había hecho Marrion a Vail de pagarle un porcentáje de los beneficios brutos de las continuaciones de su libro, y le dijo que Marrion había muerto.

—¿Y qué? —preguntó Cross.

—Pues que ahora Bantz no quiere cumplir la promesa —contestó Claudia. Desde que se ha convertido en jefe de la LoddStone, Bantz está borracho de poder. Hace todos los posibles por parecerse a Marrion, pero carece de su inteligencia y su carisma. En fin, Ernest está otra vez sin un céntimo.

—¿Y qué coño crees que puedo hacer yo? —preguntó Cross.

—Eres socio de la LoddStone en Mesalina —dijo Claudia. Debes de tener alguna influencia sobre ellos. Quiero que le pidas a Bobby Bantz que cumpla la promesa de Marrion.

En momentos como aquél, pensó Cross, Claudia lo sacaba de quicio. Bantz jamás daría su brazo a torcer; era algo que formaba parte de su trabajo y de su carácter.

—No —dijo Cross. Ya te lo he explicado otras veces. No puedo asumir una determinada postura a menos que sepa que la respuesta será afirmativa. Y aquí no hay ninguna posibilidad. Claudia frunció el ceño.

—Es algo que jamás he entendido —dijo, haciendo una breve pausa. Ernest habla en serio. Piensa suicidarse para que su familia recupere los derechos.

Al oír sus palabras, Vail pareció despertar de su letargo.

—Pero qué tonta eres, Claudia. ¿Es que aún no has comprendido la situación de tu hermano? Si le pide algo a alguien y éste le dice que no, está obligado a matarlo —dijo, mirando a Cross con una sonrisa de oreja a oreja.

A Cross le puso furioso que Vail se atreviera a hablar de aquella manera delante de su hermana. Afortunadamente, en aquel momento llegó el servicio de habitaciones con los carritos y los camareros pusieron la mesa en la sala de estar. Cross procuró dominarse mientras se sentaban a comer, pero no pudo evitar decir:

—Ernest, tengo entendido que lo puedes resolver todo suicidándote. A lo mejor yo te podré ayudar. Os pasaré a una suite del décimo piso y así te podrás arrojar tranquilamente por la ventana.

Ahora fue Claudia la que se puso furiosa.

—Eso no es una broma —dijo Ernest es uno de mis mejores amigos, y tú eres mi hermano y siempre dices que me quieres y que harías cualquier cosa por mí añadió, rompiendo en sollozos.

Cross se acercó a ella para abrazarla.

—Claudia, aquí yo no puedo hacer nada, no soy un mago.

Ernest Vail estaba disfrutando de la cena. No parecía un hombre que estuviera a punto de suicidarse.

—Eres demasiado modesto, Cross —dijo. Mira, yo no tengo valor para arrojarme por una ventana. Tengo demasiada imaginación y moriría cien muertes por el camino, imaginándome el aspecto que ofrecería todo despachurrado en el suelo, y además es posible que aterrizara sobre una persona inocente. Soy demasiado cobarde para cortarme las venas de las muñecas, no soporto ver sangre. Y las armas, los cuchillos y el tráfico me dan un miedo espantoso. No quiero terminar como un vegetal sin haber conseguido mi propósito. No quiero que esos malditos Bantz y Deere se burlen de mí y se queden con todo mi dinero. Pero hay algo que puedes hacer: contratar a alguien para que me mate. No me digas cuándo. Hazlo sin más.

Cross se echó a reír, le dio a Claudia una tranquilizadora palmada en la cabeza y regresó a su asiento.

—¿Pero es que tú te crees que eso es una película? —le dijo a Ernest. ¿Crees que matar a alguien es como gastar una broma? Cross se levantó de la mésa y se dirigió al escritorio de su despacho. Abrió el cajón, sacó una bolsa de fichas negras y le arrojó la bolsa a Ernest.

—Aquí hay diez mil dólares —le dijo. Juega por última vez. En las mesas, a lo mejor tienes suerte. Y deja de insultarme delante de mi hermana.

Vail parecía muy animado.

Vamos, Claudia. Tu hermano no me va ayudar guardándose las fichas negras en el bolsillo. Estaba deseando empezar.

Claudia parecía absorta. Besó a Cross en la mejilla y le dijo: Lo siento pero estoy muy preocupada por Ernest.

—Todo se arreglará —dijo Cross. le gusta demasiado jugar como para morirse y además es un genio, ¿no?

Claudia se echó a reír

—Eso es lo que él siempre dice, y yo éstoy de acuerdo.

—Y por si fuera poco es un cobarde añadió, alargando la mano para rozar afectuosamente el brazo de Vail.

—¿Se puede saber por qué siempre estás con él? —le preguntó Cross. ¿Por qué compartes su suite?

—Porque soy su mejor y su última amíga —contestó Claudia en tono enfadado. Y porque me encantan sus libros.

Cuando Claudia y Vail se hubieron retirado, Cross reanudó su tarea y se pasó el resto de la noche completando el plan para transferir los cinco millones de dólares al senador Wavven. Al terminar llamó al gerente del casino, un miembro de alto rango de la familia Clericuzio, y le dijo que subiera el dinero a su suite del último piso.

El dinéro lo subieron en dos grandes sacos el propio gerente y dos guardias de seguridad que también pertenecían a los Clericuzio. Los tres ayudaron a Cross a colocar el dinero en el baúl chino. El gerente del casino miró a Cross con una leve sonrisa en los labios.

—Bonito baúl —dijo.

En cuanto los hombres se fueron, Cross cogió la colcha de su cama y cubrió con ella el baúl. Después llamó al servicio de habitaciones y pidió dos desayunos. A los pocos minutos, el servicio de seguridad llamó para informarle de que Lia Vazzi deseaba verlo. Ordenó que lo acompañaran a su suite.

Cross abrazó a Lia. Siempre se alegraba de verle.

—¿Buena noticia o mala noticia? le preguntó en cuanto los camareros les hubieron servido el desayuno.

—Mala —contestó Lia. Aquel investigador que me paró en el vestíbulo del hotel Beverly Hills cuando yo salía con Skannet, Jim Losey, se presentó en el pabellón de caza y me hizo varias preguntas sobre mis relaciones con Skannet. Yo me lo quité de encima, pero lo más grave es que supiera quién era yo y dónde estaba. No figuro en los archivos policiales y nunca he tenido ningún problema, así que eso quiere decir que hay un confidente.

Cross se sobresaltó al oírle. Un tránsfuga era algo insólito en la familia Clericuzio, y siempre era eliminado sin piedad.

—Informaré directamente al Don —dijo. ¿Qué hacemos contigo? ¿Quieres tomarte unas vacaciones en Brasil hasta que averigüemos qué ocurre?

Lia apenas había comido. Tomó la copa de brandy y se puso a fumar uno de los puros habano que Cross había depositado sobre la mesa.

—Todavía no estoy nervioso —dijo, pero me gustaría que me dieras permiso para protegerme contra ese hombre.

Cross se alarmó.

—Lia, no puedes hacer eso —dijo. Es muy peligroso matar a un oficial de la policía en este país. Aquí no estamos en Sicilia. Me obligas a decirte algo que no deberías saber. Jim Losey figura en la nómina de los Clericuzio, cobra un montón de dinero. Supongo que anda husmeando por ahí para exigir una gratificación por haberte descubierto.

—Muy bien —dijo Vazzi, pero de todos modos tiene que haber un confidente.

—Me encargaré del asunto —dijo Cross. No te preocupes por Losey.

Lia dio una chupada a su puro.

—Es un hombre peligroso, ten cuidado.

—Lo tendré —dijo Cross, pero nada de ataques preventivos por tu parte, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —dijo Lia, ya más tranquilo. De pronto preguntó en tono indiferente ¿Qué hay debajo de esta colcha?

—Un regalo para un hombre muy importante contestó Cross. ¿Quieres pasar la noche en el hotel?

—No, —contestó Lia. Regresaré al pabellón y ya me informarás cuando tú quieras de lo que descubras, aunque mi consejo sería que os deshicierais ahora mismo de Losey

—Hablaré con el Don —dijo Cross.

El senador Warren y su séquito llegaron al hotel Xanadú. Habían viajado en una limusina sin identificación ni escolta, como de costumbre. A las cinco mandó llamar a Cross a su villa. Cross ordenó que dos guardias de seguridad colocaran el baúl envuelto en la colcha en la parte de atrás de un carrito motorizado de golf. Lo conducía uno de los guardias, y Cross se había sentado en el asiento del pasajero; vigilando el baúl que ocupaba el espacio habitualmente destinado a los palos de golf y el agua fría. El trayecto a través de los terrenos del Xanadú desde el hotel hasta la zona acotada de las siete villas duraba sólo cinco minutos.

A Cross le encantaba ver las villas y experimentar la sensación de poder que éstas le producían. Eran unos pequeños palacios de Versalles, cada una de ellas con una piscina verde esmeralda en forma de corazón, y en el centro una plaza con un casino privado en forma de perla, destinado a los ocupantes de las villas.

Cross introdujo personalmente el baúl en la villa. Uno de los ayudantes del senador lo acompañó a la sala de estar donde el senador y sus ayudantes estaban disfrutando de una opípara comida a base de platos fríos y grandes jarras de limonada helada. El senador ya no bebía alcohol.

Wavven estaba tan apuesto y simpático como siempre. Había subido muy alto en los cenáculos políticos del país, estaba al frente de varios comités muy importantes y era un candidato en la sombra a la próxima carrera presidencial. Al ver a Cross, se levantó de un salto para saludarlo.

Cross retiró la colcha que cubría el baúl y lo depositó en el suelo.

—Un pequeño obsequio del hotel, senador —dijo. Le deseo una feliz estancia.

El senador cogió la mano de Cross entre las suyas. Tenía unas manos muy suaves.

—Qué obsequio tan agradable —le dijo. Gracias, Cross. Y ahora, ¿podría intercambiar unas palabras en privado con usted? Por supuesto que sí, —contestó Cross, entregándole la llave del baúl.

Wavven se la guardó en el bolsillo del pantalón. Después se volvió hacia uno de los ayudantes.

—Por favor —dijo, lleve el baúl a mi dormitorio y que uno de ustedes se quede allí. Y ahora déjenme unos minutos a solas con mi amigo Cross.

Los ayudantes se retiraron, y el senador empezó a pasear por la estancia, con el ceño fruncido.

—Tengo una buena noticia que darle, naturalmente, pero otra más bien mala.

—Es lo que suele ocurrir —dijo amablemente Cross; asintiendo con la cabeza. Pensó que por cinco millones de dólares, la buena noticia tenía que ser mucho mejor que la mala.

—Es verdad —dijo Wavven, soltando una risita. Primero la buena. Muy buena por cierto. En los últimos años he prestado mucha atención al tema de la aprobación de una ley de legalización de los juegos de azar en todo el ámbito de Estados Unidos, e incluso de las apuestas deportivas. Creo que por fin cuento con los votos necesarios tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes. El dinero del baúl servirá para mover algunos votos clave. ¿Son cinco, verdad?

—Son cinco —contestó Cross. Será un dinero muy bién gastado. Y ahora, cuál es la mala noticia?

—A sus amigos no les gustará —dijo el senador, sacudiendo tristemente la cabeza. Sobre todo a Giorgio, que es tan impaciente, aunque es un tipo fabuloso, fabuloso de verdad.

—Mi primo preferido —dijo secamente Cross.

Giorgio era el que menos le gustaba de todos los Clericuzio, y no cabía duda de que el senador era de su misma opinión.

Acto seguido, Wavven lanzó la bomba.

—El presidente me ha dicho que vetará el proyecto de ley.

Cross lo miró perplejo. El triunfo final del plan de Don Clericuzio, construir un imperio basado en la legalización del juego, lo había llenado de emoción. De qué coño estaba hablando ahora Wavven? Él pensaba que se aprobaría la ley.

—Y nosotros no contamos con suficientes votos para superar el veto —dijo Wavven.

Sólo para ganar tiempo y recuperar la compostura, Cross preguntó:

—¿O sea que los cinco millones son para el presidente?

—No, No, —contestó el senador, horrorizado. Ni siquiera pertenecemos al mismo partido, y además el presidente será un hombre muy rico cuando regrese a la vida privada. Todos los consejos de administración querrán contar con él. No necesita dinero de bolsillo. Las cosas funcionarán bien para él; es el presidente de Estados Unídos.

—O sea que no llegaremos a ninguna parte a no ser que el presidente la palme —dijo Cross.

—Exactamente —dijo Wavven. Debo decir que es un presidente muy popular, aunque militemos en partidos contrarios. Será reelegido sin ninguna duda. Nos tendremos que armar de paciencia.

—¿O sea que tendremos que aguardar cinco años y esperar que resulte elegido un presidente que no vete el proyecto de ley?

—No exactamente —contestó el senador con un titubeo casi imperceptible. Débo ser sincero con usted. En cinco años, la composición del Congreso podría cambiar, y puede que entonces yo no cuente con los votos que ahora tengo. Hizo otra pausa. Hay muchos factores.

Cross lo miró, desconcertado. ¿Adónde quería ir a parar realmente Wavven?

Other books

A Cry In the Night by Mary Higgins Clark
A Vision of Fire by Gillian Anderson
Blood of the Wolf by Paulin, Brynn
The Superpower Project by Paul Bristow
A Time to Love by Barbara Cameron
TheBillionairesPilot by Suzanne Graham
The Gardens of the Dead by William Brodrick
The Usurper by John Norman