—Nada de fantasías, —le dijo. Pero si tenías que hacer alguna fantasía, lo primero era planificarla con todo detalle. Delimitabas una pequeña zona geográfica y pillabas al objetivo en aquella zona. Primero vigilancia, después coche y hombre de ataque, después bloqueo de coches por si hubiera algún perseguidor, y finalmente paso temporal a la clandestinidad para que no te pudieran interrogar enseguida. Muy sencillo. Los trabajos de fantasía exigían fantasía. Podías inventarte lo que te diera la gana pero tenías que arroparlo con una sólida planificación. Las fantasías sólo se utilizaban cuando no había más remedio.
Incluso le enseñó algunas palabras en clave. Una
comunión
era la desaparición del cuerpo de la víctima; un
trabajo de fantasía
. Una
confirmación
era el hallazgo del cuerpo. Un trabajo sencillo.
Pippi le facilitó a Cross una información completa sobre la familia Clericuzio. Le describió su ascenso al poder tras su encarnizada guerra con la familia Santadio, No reveló el papel que él había desempeñado en aquella guerra y no entró en demasiados detalles. En lugar de ello elogió la actuación de Giorgio, Vincent y Petie. Pero por encima de todo, elogió a Dón Domenico por su previsión y su crueldad.
Los Clericuzio habían tejido muchas redes, pero la más vasta de todas ellas era la de los juegos de azar, incluidas todas las modalidades de juego de casino y de juego ilegal de Estados Unidos. Ejercían una sutil influencia en los casinos nativos americanos y una influencia más acusada en las apuestas deportivas, que eran legales en Nevada e ilegales en el resto del país. La familia era propietaria de fábricas de máquinas tragaperras, tenía intereses en las fábricas de dados y naipes, en las empresas proveedoras de vajillas y cubeterías, y en todas las lavanderías que prestaban sus servicios a los hoteles-casinos. El juego era la joya más fulgurante de su imperio y habían organizado una grán campaña de promoción en favor de la legalización del juego en todos los estados de la unión, sobre todo de las apuestas deportivas, que según los estudios realizados eran las que mayores ganancias les reportarían.
La legalización del juego en todo el territorio de Estados Unidos por médio de una ley de ámbito federal se había convertido en el Santo Grial de la Familia Clericuzio. Si conseguían su objetivo controlarían no sólo los casinos y las loterías sino también las apuestas deportivas fútbol, béisbol, baloncesto y todos los demás deportes. Éstos eran sagrados en Estados Unidos y las apuestas, una vez legalizadas, se convertirían también en algo sagrado. Los beneficios serían enormes.
Giorgio, cuya empresa gestionaba algunas loterías estatales, había hecho un cálculo aproximado de las cifras. En la Super-Bowl se apostaba en todo el territorio de Estados Unidos un mínimo de dos mil millones de dólares. En las apuestas deportivas legales de Nevada se superaban ya los cincuenta millones. La Serie Mundial de béisbol profesional totalizaba otros mil millones de dólares, según los partidos que sé jugaran. El báloncesto reportaba unas cantidades muy inferiores, pero muchos partidos decisivos reportaban otros mil millones, y eso sin contar las apuestas diarias durante la temporada.
En cuanto se legalizara el juego, los ingresos se podrían duplicar e incluso triplicar fácilmente por medio de loterías especiales y combinaciones de apuestas excepto en la Super Bowl, en la que se multiplicarían por diez e incluso se podrían llegar a obtener unos beneficios netos diarios de mil millones de dólares. El total podría alcanzar los cien mil millones de dólares, y lo mejor de todo sería que en ello no intervendría para nada la productividad y que los únicos gastos corresponderían a la comercialización y la administración. Menudo negocio para la familia Clericuzio, unos beneficios de por lo menos cinco mil millones de dólares anuales...
La familia Clericuzio tenía la suficiente experiencia, las conexiones políticas y la fuerza física necesarias para poder controlar una buena parte del mercado. Giorgio tenía unos gráficos en los que se mostraban los complicados premios que se podrían establecer en torno a los grandes acontecimientos deportivos. El juego sería un poderoso imán que atraería el dinero de la impresionante mina de oro del pueblo norteamericano.
El juego era por tanto una actividad de bajo riesgo y con un enorme potencial de desarrollo. Para alcanzar el objetivo de la legalización del juego no se repararía en gastos, e incluso se había considerado la posibilidad de correr mayores riesgos.
Pero la familia también se enriquecía con los ingresos derivados del tráfico de droga, aunque sólo a un nivel muy alto pues era una actividad excesivamente arriesgada. Controlaba la marcha del negocio en Europa, facilitába protección política e intervención judicial y blanqueabá el dinero, Su posición en el tráfico de droga era legalmente inexpugnable y muy rentable. Colocaba el dinero negro en una cadena de bancos europeos y en unos cuantos de Estados Unidos, y pasaba por encima de la estructura legal.
A pesar de todo, le advirtió Pippi a su hijo, algunas veces se tenía que correr algún riesgo y utilizar mano dura. En tales ocasiones la familia actuaba con la máxima discreción y con una crueldad que garantizaba resultados definitivos. Y era entonces cuando tenías que ganarte la buena vida que llevabas, era entonces cuando verdaderamente te ganabas el pan de cada día.
Poco después de haber cumplido los veintiún años, Cross fue puesto finalmente a prueba.
Uno de los más preciados activos políticos de la familia Clericuzio era el gobernador del estado de Nevada, un tal Walter Wavven. Tenía cincuenta y tantos años, era alto y desgarbado y llevaba siempre un sombrero vaquero, pero iba vestido con impecables trajes confeccionados a la medida. Wavven era un hombre extraordinariamente apuesto; y a pesar de su condición de casado mostraba un insaciable apetito por el otro sexo. Disfrutaba también con los placeres de la buena niesa y la bebida, le encantaban las apuestas deportivas y era un entusiasta jugador de casino. Sin embargo respetaba demasiado la opinión pública como para exhibir tales rasgos o exponerse a las seducciones románticas. De ahí que utilizara a Alfred Gronevelt y el hotel Xanadú para satisfacer sus apetitos, preservando al mismo tiempo su imagen personal y política de hombre temeroso de Dios y acérrimó defensor de los tradicionales valores de la familia.
Gronevelt había captado muy pronto las dotes especiales de Wavven y le había proporcionado la base económica necesaria para subir los peldaños de la escala política. En cuanto se convirtió en gobernador de Nevada, Wavven manifestó su deseo de disfrutar de un fin de semana de descanso y Gronevelt le ofreció una de sus preciadas villas.
Las villas habían sido la mejor idea de Gronevelt.
Gronevelt había llegado a Las Vegas cuando la ciudad no era más que un lugar de juego de los vaqueros del Oeste. Inmediatamente había empezado a estudiar el juego y a los jugadores, como un gran científico hubiera podido estudiar un insecto muy importante en la cadena de la evolución de las especies. El único misterio que jamás se podría resolver era el del porqué los hombres inmensamente ricos perdían el tiempo jugando para ganar un dinero que no necesitaban. Gronevelt llegó a la conclusión de que lo hacían para disimular otros vicios o porque necesitaban conquistar el destino, pero por encima de todo para exhibir su superioridad ante sus congéneres. Por consiguiente, se dijo, cuando juegan se les tiene que tratar como si fueran dioses y dejarles jugar como a los dioses, o como a los reyes de Francia en Versalles.
Gronevelt invirtió cien millones de dólares en la construccíán de siete lujosas villas y un casino parecido a un joyero en los terrenos del hotel Xanadú. (Con su habitual previsión, había comprado nucho más terreno del que necesitaba el Xanadú.) Las villas eran unos pequeños palacios, en cada uno de los cuales podían dormir seis parejas, no en simples suites sino en seis apartamentos distintos. El mobiliano era lujosisimo, y había alfombras anudadas a mano, suelos de mármol, cuartos de baño con grifería de oro, y ricas colgaduras en las paredes. Los comedores y las cocinas eran atendidos por el personal de servicio del hotel. Los más modernos equipos audióvisuales convertían las salas de estar en auténticos cines, y los muebles bar albergaban los mejores vinos y licores y una caja de ilegales puros habanos. Cada villa disponía de una piscina al aire libre y de un jacuzzi. Todo gratis para el jugador.
En la zona especial de seguridad en la que se levantaban las villas había un pequeño casino ovalado llamado La Perla, donde los grandes jugadores podían jugar en privado, y en el que la apuesta mínima de bacará subía a mil dólares. Las fichas de ese casino también eran distintas. La ficha negra de cien dólares era la más baja. La ficha de quinientos dólares era blanca, con un adorno de hilo de oro; la de mil dólares era azul, con franjas doradas y la de diez mil dólares era una pieza de diseño esclusivo, un brillante auténtico, incrustado en el centro de la superficie de oro. Como una atención especial a las damas, la rueda de la ruleta cambiaba las fichas de cien dólares por fichas de cínco dólares.
Era asombroso ver de qué forma los hombres y mujeres inmensamerte ricos picaban aquel anzuelo. Gronevelt calculaba que todos aquellos extravagtes clientes que gozaban de servicios gratuitos le costaban al hotel cincuenta mil dólares semanales. Pero tales gastos se cancelaban en las declaraciones de la renta. Además, los precios de todas las partidas estaban inflados. Las cuentas (Gronevelt llevaba una contabilidad aparte) demostraban que la villa reportaba unos beneficios de un millón de dólares semanales. Los lujosos restaurantes que servían a los clientes de las víllas y a otros clientes importantes del hotel también obtenían beneficios gracias a las cancelaciones. En el apartado de gastos, una cena para cuatro costaba más de mil dólares, pero puesto que los clientes no pagaban, la suma se cancelaba y se incluía en la partida de gastos de la empresa. Y puesto que la cena no le costaba al hotel más de cien dólares, incluyendo los gastos de personal, también se obtenía un beneficio.
Las siete villas eran para Gronevelt algo así como unas coronas, que él colocaba sobre las cabezas de los jugadores que arriesgaban mucho dinero o le reportaban al hotel unas ganancias de más de un millón dé dólares durante sus dos o tres días de estancia. Daba igual que ganaran o perdieran, lo importante era que jugaran dicha cantidad y que fueran diligentes en el pago de las deudas anotadas en los marcadores, so pena de que los enviaran inmediatamente a una de las suites del hotel propiamente dicho, que pese a ser muy lujosas no podían compararse en modo alguno con las villas.
Pero había algo más. Las villas eran el lugar donde destacados hombres públicos podían llevar a sus amantes o sus amigos homosexuales y entregarse al juego en un completo anonimato. Por extraño que pudiera parecer, había muchos titanes de los negocios, hombres valorados en cientos de millones de dólares, que a pesar de tener esposas y amantes se sentían muy solos y ansiaban la compañía de mujeres simpáticas y despreocupadas. Gronevelt les proporcionaba las beldades que necesitaban.
El gobernador Walter Wavven era uno de aquellos hombres, y la única excepción a la regla de Gronevelt sobre los beneficios de un millón de dólares. Jugaba cantidades muy moderadas, que además procedían de una bolsa que el propio Gronevelt le facilitaba en privado, y cuando sus marcadores superaban cierta cantidad, la suma quedaba retenida para su pago a través de futuras ganancias.
Wavven acudía al hotel para relajarse, jugar al golf en el campo del Xanadú, tomar unas copas y cortejar a las beldades que le facilitaba Gronevelt.
Gronevelt jugaba a muy largo plazo con el gobernador. En veinte años jamás le había pedido directamente un favor, sólo la posibilidad de exponer sus argumentos en defensa de unas medidas legales capaces de mejorar el negocio de los casinos de Las Vegas. La mayoría de las veces se imponían sus criterios, y en las ocasiones en que no era así, el gobernador le facilitaba una detallada explicación de las realidades pólíticas que habían impedido el triunfo de sus puntos de vista. Pero en cualquier caso, el gobernador le prestaba un importante servicio, presentándole a los influyentes jueces y políticos capaces de doblegarse a cambio de crecidas sumas de dinero.
En lo más hondo de su corazón y en contra de todas las probabilidades, Gronevelt abrigaba la secreta esperanza de que el gobernador Walter Wavven Llegara a convertirse algún día en presidente de Estados Unidos. Entonces las recompensas serían enormes.
Pero el destino frustra a veces los planes de los más astutos, tal como Gronevelt sabía muy bien. Los más insignificantes mortales podían convertirse en la causa de un desastre para los poderosos. En aquel caso en concreto, la causa fue un chico de veinticinco años que se convirtió en amante de la hija mayor del gobernador, una encantadora muchacha de dieciocho.
El gobernador estába casado con una guapa e inteligente mujer cuyos puntos de vista políticos eran más liberales que los suyos, a pesar de que ambos funcionaban muy bien en equipo. Tenían trés hijos, y su familia era un importante factor político para el gobernador. Marcy, su hija mayor, estudiaba en la Universidad de Berkeley, que ella y su madre habían elegido en contra de los criterios del gobernador.
Libre de las rigideces de su politizado ambiente doméstico, Marcy se entusiasmó con la libertad que se respiraba en la universidad, su orientación política de izquierdas, su apertura a la nueva música y las sensaciones que ofrecía la droga. Su interés por el sexo era tan acusado como el de su padre, y era lógico que, con la ingenuidad y la tendencia natural hacia la justicia propias de los jóvenes, sus simpatías se dirigieran a los pobres, la clase obrera y las minorías oprimidas. Por si fuera poco se enamoró de la pureza del arte, y no tuvo nada de extraño que empezara a relacionarse con estudiantes que se dedicaban a la poesía y la música. Tampoco lo tuvo el hecho de que, después de unos cuantos encuentros fortuitos, se enamorara de un compañero de estudios que escribía obras de teatro, rascaba la guitarra y era más pobre que una rata.
Se llamaba Theo Tatoski, era guapo, moreno y parecía ideal para un idilio universitario. Pertenecía a una familia católica cuyos miembros trabajaban en las fábricas de automoviles de Detroit y siempre juraba, con el aliterado ingenio propio de los poetas, que antes prefería follar que colocar un guardabarros. Pese a ello trabajaba por horas para pagarse los estudios y se tomaba a sí mismo muy en serio, aunque semejante circunstancia quédaba atenuada por su innegable talento.