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Authors: Francisco Coloane

Tags: #Infantil - Juvenil

El último grumete de la Baquedano (7 page)

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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La navegación continuó con cierta monotonía. El barco se deslizaba noche y día por entre canales tortuosos, en medio de grandes montañas y por aguas quietas, profundas y renegridas por las sombras de los cerros.

Después del “Paso del Abismo” vino la “Angostura Inglesa”, el paso más difícil de los canales magallánicos.

Al avistarla, se tornaron todas las medidas que ordena el reglamento náutico; se comprobó la corriente, la posición de las pirámides situadas en la cumbre de las innumerables islas y rocas, las boyas y otras balizas que hacían el papel de policías dirigiendo el tránsito entre esa tierra despedazada.

En la angostura sólo puede pasar una nave de una vez. Así es que el reglamento dispone que, antes de iniciar el paso, el buque lance un prolongado toque de sirena, como los autos al doblar una curva en las carreteras.

Dos hombres se pusieron en los winches del cabrestante, listos para largar las cadenas al fondo del mar en caso de peligro, y, cuando estuvo todo dispuesto, la corbeta dió un pitazo largo y a toda máquina empezó a culebrear entre los islotes. En el último, la maniobra se hizo más difícil; debía bordear una isla redonda pasamano al borde de un gigantesco cerro. Aquí muchas naves han terminado su carrera.

La banda de la corbeta se colocaba en el castillo de proa y la tripulación formaba en el puente.

“La Baquedano” pasó rozando los robles del cerro. Viró rápidamente a babor y estribor y salió por el canal abierto que conduce a Puerto Edén.

Puerto Edén es tan hermoso como su nombre lo indica. Es una bahía que se encuentra después de un dédalo de islas.

—¡Es extraño que no nos haya salido al encuentro una flotilla de indios alacalufes, pues aquí hay muchos! —dijo un marinero que, junto al niño, miraba la entrada al laberinto de islas.

—¡Mire! —dijo el niño, y señaló un barco de gran tonelaje que apareció detrás de una isla.

—¡Está encallado! —exclamó el marinero.

Efectivamente, el barco estaba con la proa levantada y ladeado de estribor. A su alrededor había ocho o diez canoas con indios.

La corbeta pasó de largo, dio un rodeo por otro paso y fue a anclar en la bahía. Los indios, cuando la vieron, se embarcaron en sus canoas y se perdieron canal adentro.

—¡Algo malo han hecho estos badulaques, cuando escapan! —dijo el comandante—; de lo contrario, se hubieran acercado a pedir pan y ropas.

—¡Mire, comandante! —dijo el oficial de ruta, señalando una pirámide sobre una isla.

—¡Canallas! —expresó aquél—. Cambiaron la pirámide de una isla a otra para hacer equivocarse al capitán del barco y encallar la nave; avise inmediatamente a las Radioestaciones y a los barcos que naveguen en la ruta.

Los alacalufes son considerados la raza más atrasada de la tierra; viven en los canales comiendo lobos y peces, y tenían esta costumbre criminal de cambiar las balizas para hacer encallar a lo buques y robar cuanto pillaban. Afortunadamente la Armada ha construido en esta zona balizas que, por su solidez, son indestructibles e inamovibles.

Un día entero la tripulación trabajó para dejar la pirámide en su sitio, y se siguió rumbo a Punta Arenas.

—Comunique a las naves que navegan en la ruta que el canal está lleno de témpanos y la navegación es peligrosa! —ordenó el comandante.

La corbeta, a medio andar, avanzaba por entre una caravana de extrañas figuras blancas: elefantes echados, cisnes, esquifes, catedrales, rascacielos, figuras humanas, en fin, todas las formas caprichosas que tienen los témpanos cuando se desprenden de los ventisqueros y las que van adquiriendo a medida que se van dando vueltas por las corrientes marinas.

El témpano es una masa de hielo de los mares australes que tiene sumergido cinco o seis veces el volumen que muestra sobre la superficie; de allí que un choque con uno que parece pequeño sea a veces fatal para un barco.

—Hoy tenemos ejercicio de tiro, mi capitán. ¿Por qué no aprovechamos los témpanos para blancos? —dijo un joven oficial artillero, dirigiéndose al Segundo.

—¡Después de realizar lo que ordena el reglamento, probaremos algunos disparos con ellos!

—replicó el Segundo, con seriedad, pero accediendo a la petición del oficial.

Una hora más tarde, desde el puente donde estaba instalada la central de tiro, comandada por un teniente segundo artillero, se oyó una voz de orden:

—¡Los artilleros a ocupar sus puestos!

Se iba a efectuar el primer ejercicio. La corbeta entró a una pequeña ensenada en forma de herradura y echó anclas.

Sorpresivamente, al otro lado del canal empezaron a pasar a la cuadra de la nave varias boyas, como pequeños barriles, que llevaban una banderola roja, y que habían sido largadas por un bote-motor que se adelantó a la corbeta.

Las boyas, que eran los blancos para efectuar el tiro, pasaban arrastradas por el viento y la corriente a bastante velocidad. El telemetrista maniobró y, rápidamente, el teniente director de tiro dio la orden:

—¡Fuego!

Un disparo y el proyectil levantó una columna de agua casi junto a la pequeña boya.

Después de horquillar al blanco con dos tiros, un tercero hizo saltar la banderola destrozando el barril.

Luego surgieron numerosas boyas con sus banderolas. Las órdenes se repitieron más enérgicarmente y los cañones de la corbeta empezaron a disparar rápidamente.

Las columnas de agua se sucedían. Los servidores de las piezas de artillería, no bien colocaban el proyectil en la recámara, tiraban el cordel del gatillo y el cañón reculaba sobre sus muelles. En menos de dos minutos, la flotilla de boyas quedó destruida; sólo una, con su banderola flameando, parecía desafiar la puntería de los artilleros; pero un cañón quedó solo, disparándole.

El oleaje del canal subía y bajaba a la boya; los proyectiles levantaban columnas de agua en su base misma y cuando envuelta en espuma aparecía después, volvía a surgir entera, con su bandera al tope. El cañón seguía disparando con sus artilleros, ansiosos de hacer desaparecer ese frágil objeto que se burlaba de su puntería.

Ya en la lejanía, un disparo hizo volar la banderola. Una exclamación de triunfo hubo en cubierta; pero era sólo la banderola; el pequeño barril, apenas visible, seguía en la superficie.

El director de tiro ordenó cesar el fuego: el blanco era ya tan diminuto que hacía imposible la puntería.

La corbeta elevó anclas y partió de nuevo hacia el canal, uno de los más anchos de la ruta.

La corriente y el viento habían acumulado numerosos témpanos hacia un costado del canal. El buque-escuela empezó a navegar apegado a la otra costa, a toda máquina.

Se oyeron las mismas voces de mando y la artillería empezó a atronar el canal.

Algunos témpanos reventaron por los aires como pequeños y extraños navíos en un combate naval. Se usaban proyectiles de percusión; balas que penetran en el interior y luego estallan como una bomba.

En una vuelta del canal apareció de súbito un témpano gigantesco, como un enorme navío de cristal que de pronto se hubiera hecho a la mar. La visión era fantástica; la luz del sol se descomponía en mil colores vivos en las entrañas del hielo, y reflejaba esa luz como si innumerables reflectores pequeños iluminaran la navegación de tan bello barco. Bello, pero peligroso; un choque con él hundiría cualquier barco.

La corbeta, a todo andar, viró un poco para dirigir todos sus cañones de babor hacia el témpano, y una detonación atronó el canal. El buque- escuela había disparado una andanada que lo hizo escorarse corno cuando navegaba a vela.

Los proyectiles penetraron en el corazón del témpano y después de unos segundos estallaron, haciendo volar a la gigantesca masa de hielo, desde sus cimientos, regando el cielo y el mar con pedazos de hielo y de luz.

La corbeta cumplía así una doble misión: realizar sus ejercicios reglamentarios y barrer con los témpanos que hacían peligrar la navegación de otros barcos. Es decir, prepararse como buque de guerra y servil como buque de paz.

De Punta Arenas a la "Tumba del diablo"

LA BAQUEDANO visitó algunos faros, repartió algunas ropas y víveres entre los indios alacalufes, pasó a llenar sus bodegas en las carboneras que la Armada tiene en la península Muñoz Gamero, dio la vuelta al cabo Froward , abrupto peñón que marca el fin de la parte continental del Nuevo Mundo y, pasado el Faro San Isidro, una mañana de invierno avistó la herniosa ciudad de Punta Arenas, de cuarenta mil habitantes, situada en las márgenes del Estrecho de Magallanes, frente a la legendaria isla de Tierra del Fuego.

La tripulación subió a cubierta para conternplar la primera ciudad después de un mes de viaje por parajes inhabitados, canales y fiordos, efectuando maniobras.

“¡Punta Arenas!”, suspiró Alejandro en el puente del castillo, mirando a la ciudad que empezaba a destacarse en la lejanía y pensando en la promesa que le había hecho a su madre: encontrar a su hermano Manuel o noticias de él.

La ciudad, recostada en las faldas de la península de Brünswick, apareció completamente blanca de nieve, como si fuera una fantástica metrópoli de mármol.

La corbeta echó anclas al mar, frente a un gigantesco muelle que avanzaba mar adentro y donde poderosas grúas cargaban y descargaban mercaderías de grandes barcos, con banderas de diferentes nacionalidades.

—Son buques caponeros y laneros que vienen de Europa a buscar lana y carne frigorizada, principales riquezas de esta gran zona ganadera!

—explicó un marinero a Alejandro.

Con los cañonazos reglamentarios se recibió la visita de las autoridades navales y el Comandante de la Plaza.

El día siguiente era domingo, y en aquella última ciudad de Chile se realiza una ceremonia especial al mediodía: el izamiento de la bandera. En homenaje a la ciudad, la tripulación de desembarco de la corbeta desfilaría al día siguiente en la ceremonia patriótica.

Efectivamente, como a las 11 de la mañana, al otro día, los botes de la corbeta empezaron a desembarcar a la tropa del buque. Los pequeños botes-motores parecían racimos de margaritas con las gorras blancas de los apuestos “managus” (marineros de la Armada).

—¡Al hombro, armas! ¡A la derecha, conversión por escuadras! ¡De frente, mar!... —ordenó, con poderosa voz de mando, el teniente que comandaba a la tropa de desembarco.

La banda inició una vibrante marcha y la compañía de desembarco, con sus ‘hombres vestidos de azul, gorra blanca y pequeñas polainas cafés, inició la marcha con las bayonetas caladas.

La nieve cubría las calles, los autos se deslizaban como grandes cucarachas, patinando, y todo aquello era extraño y hermoso para los ojos de los jóvenes marinos.

El público aplaudía el paso de los marinos que desde el corazón de la patria llegaban a la lejana ciudad, y lo que más les llamaba la atención eran las arriesgadas pruebas que realizaba el tambor mayor con su guaripola en los instantes que convergía en las esquinas.

La Plaza, con sus árboles cargados de nieve, como si fueran duraznos en primavera tupidos de azahares, estaba repleta de gente esperando a los marinos.

La compañía presentó armas y luego desfiló gallardamente en medio de los aplausos y exclamaciones del público.

Hubo grandes festejos durante una semana; en todas partes los jóvenes grumetes y cadetes eran jubilosamente recibidos.

Al final de esa semana, un grumete muy joven, adolescente aún, ponía la siguiente carta en el Correo de la localidad:

“Señora María vda. de Silva. —Talcahuano.

Querida mamá:

Te escribo en la primera ciudad y en el primer correo que hemos encontrado después de tan largo viaje. Sé que usted ya me habrá perdonado, como me perdonó el comandante de mi buque, que me hizo grumete de la Armada de Chile.

Después de narrarle las partes más interesantes del viaje, terminaba la carta así:

Aquí, en esta ciudad de Punta Arenas, todo es hermoso y blanco. Hemos visitado las grandes estancias donde pastorean los dos millones de ovejas que dicen tiene toda la Patagonia; hemos visto los frigoríficos donde congelan la carne que mandan al Norte del país y a Europa, principalmente; hemos visto cómo juega la gente en patines de hielo, esquí y trineos. Las casas son muy bien construidas, las calles pavimentadas, y todo está tan en orden y limpio como el centro de Concepción y otras ciudades de Chile.

Madre, he recorrido todos los rincones en busca de mi hermano, y nadie me ha dado una noticia, En los Registros de la Gobernación Marítima aparece su llegada; pero después no hay datos de que haya salido de la ciudad. Tampoco los hay en los retenes de Carabineros que anotan la salida de viajeros por los únicos dos caminos que parten de la ciudad.

Un viejo cazador de lobos me dice que bien puede que se haya embarcado a última hora, clandestinamente, en algún cúter (velero pequeño) que haya salido en la caza de nutrias y lobos de dos pelos.

En fin, madre, no se desespere todavía; mañana zarpamos hacia el Cabo de Hornos, último punto de nuestro viaje, y puede ser que encuentre noticias de Manuel.

La besa y la abraza su hijo ALEJANDRO.

En realidad, el niño estaba desesperado, y no quería decírselo a su buena madre en la carta. Había buscado por todas partes a su hermano, sin encontrarlo, y ahora partía otra vez a regiones desoladas y habitadas sólo por indios, cazadores de nutrias, loberos, buscadores de oro y contrabandistas, donde menos podía hallarlo.

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