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Authors: Francisco Coloane

Tags: #Infantil - Juvenil

El último grumete de la Baquedano (4 page)

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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Nada extraño ocurría a bordo; bajábamos muy pocas veces a tierra y hasta nos olvidamos del caso que daba tanta fama al
Leonora
.

Llegó julio, mes en que obscurece a las cuatro de la tarde y amanece a las 9 de la mañana. Las noches eran largas y pesadas y la vida se hacía aburridora en el pontón. Es malo que el hombre se acostumbre a flojo, y si no ha encontrado un lugar a su gusto, debe moverse hasta hallarlo; para eso la tierra es redonda y de todos —sentenció el sargento.

La flojera y la falta de trabajo me hacían pensar tonterías y así me desvelaba noches enteras oyendo cómo el viento silbaba en los palos de ese buque que parecía muerto, y que en otros tiempos tuvo un velamen tan lindo como el de nuestra querida
chancha
.

A estos desvelos me acompañaron las pesad illas, y me tomó el mal genio en tal forma, que no hablaba con nadie.

Decidí, pues, poner término a mi contrato, y me dispuse para marcharse a tierra en quince días más.

Una noche, después de una nevada, salió la luna, y todo quedó tan quieto y cristalino, que aquello parecía otro mundo. Di un paseo por la cubierta y me fui al camarote; no se extrañen, teníamos cada uno su camarote; había tantos que no tenían importancia. Yo, seguramente, ocupaba el que fue de algún primer piloto...

Apagué la vela —usábamos esa luz en el interior—., y no diré que me quedé dormido, sino que en ese estado en que uno, casi despierto, ve y sueña cosas que juraría verdaderas.

Así estaba, cuando sentí que abrían mi puerta, cuidadosamente, y una figura blanca entró a mi cuarto; al principio creí que era la luz de la luna, pero luego vi que la figura cerraba la puerta y continuaba tan blanca como los cautiles.

Yo siempre les he tenido más temor a las cosas de este mundo que a las del otro, a los vivos que a los muertos, y como aquello tenía trazas de una aparición, me quedé no más tranquilo, esperando lo que sucediera.

Y sucedió que la figura se me acercó con cautela; vestía una túnica blanca; su cara, tan hermosa que no la olvidaré jamás, y sus manos me hicieron señas de que la acompañara.

Como permaneciera indeciso, me tomó del brazo y, no sé, me sentí como atraído por esa figura tan bella y la seguí con la confianza con que se sigue a un niño. Caminamos sobre la cubierta tapizada de nieve, descendimos por la escotilla de una bodega de proa, ella siempre adelante y llevándome de una mano; en el fondo de la bodega buscó un rincón que siempre estaba cubierto de telarañas, abrió una puerta que hasta entonces no conocía y por una pequeña escalerilla bajamos hasta la sobrequilla, de allí avanzamos hacia la roda y en la obscuridad atenuada por el resplandor que producía su figura, me señaló un enorme candado enmohecido que pasaba dos eslabones.

Volvimos a subir por donde bajamos y, ya en cubierta, me condujo hasta el escobén; yo quería preguntarle qué había detrás de ese enorme candado enmohecido por los años, hacia dónde me llevaba, etc., pero la lengua se me trababa y una atracción irresistible y misteriosa me obligaba a seguirla.

Pasamos el escobén y empezamos a caminar sobre el bauprés, siempre de la mano y con una seguridad que no la tiene el mejor grumete en el tangón.

Ya nos acercábamos al extremo, cuando oigo un grito:

—¡Eh, Escobedo!

Algo extraño pasó por mi persona, di vuelta la cara y vi al patrón del
Leonora
, arrebujado con un chaquetón y con una carabina en las manos.

Pero apenas lo alcancé a ver, perdí pie, me abalancé y caí del bauprés. Aferrado fuertemente de un cable del canastillo, quedé suspendido balanceándome como un mono.

¡La visión que tenía ante mis ojos no la olvidaré jamás!

¡Era terrible! ¡Mejor hubiera caído al mar! Los pelos se me erizaron de punta ante la visión, y grité:

—¡Aquí está!!

Allí estaba mirándome, con los mismos ojos, con la misma cara, con las mismas manos que me condujeron a través del barco, el gran mascarón de proa. ¡Era la misma figura de la visión!

—Usted se está volviendo loco, Escobedo! —me dijo el patrón cuando ya estaba en la cubierta.

—No si es sueño o verdad, patrón; no soy sonámbulo, pero le juro que la vi, y es la misma del mascarón; si usted no me grita, ésta es la hora en que estoy entre los erizos y centollas, con ella o sin ella. Mi turno había llegado, y usted me salvó la vida —le dije al patrón del
Leonora
, después de contarle el extraño caso.

—Vamos a tomar un trago de Ginebra —me dijo el hombre, y continuó—: Sentí ruido de pasos, creí que algún bote de ladrones había asaltado al pontón, tomé mi “Winchester” y me iba a despertarlos, cuando vi que usted cruzaba con una mano estirada, como si esperara que alguien se la tomara, del escobén al bauprés. Irá a levantar algún anzuelo, me dije, pero luego vi que, como un sonámbulo, caminaba sobre el bauprés y, antes que cayera al mar, le grité.

Al día siguiente conté lo sucedido a mis compañeros; me miraron con curiosidad, como si no me encontraran mi sano juicio; pero luego llegó el patrón y confirmó mi relato.

—Vamos a ver si es cierto lo del pañol con el candado —dije; y bajamos a la bodega.

Encontré la misteriosa puerta, pero llena de telarañas, sin muestra de haber sido abierta.

—¡Esta es la puerta! —exclamé; todos la miraron asombrados; nadie se había dado cuenta, antes, de ella. Descendimos por la escalerilla a la roda, por el mismo camino que había recorrido con el fantasma o visión. Llegamos, alumbrándonos con un farol, hasta unos tambores antiguos de brea vieja, endurecida por los años, como piedra. Los retiramos con gran esfuerzo, y allí vimos la pequeña puerta cerrada con el enorme candado.

Con una barreta rompimos el mecanismo del candado y a tirones abrimos la puerta ajustada a su marco por los años.

Agachándonos, penetrarnos, el patrón y yo, en esa especie de cubichete casi metido en la misma roda, como una carlinga.

—¡Qué raro es todo esto! —murmuró el patrón del
Leonora
, mientras yo levantaba el farol para iluminar aquel cuartucho.

En el suelo descubrimos un pequeño bulto, casi a ras con el piso; al ir a tomarlo, algo se me deshizo entre los dedos, como esas cortezas de árboles podridas y secas.

Nos acercamos a mirarlo, y vimos un cadáver, al parecer de mujer, cuyo esqueleto estaba envuelto en algo que semejaba ropas; la calavera era el miembro que se hallaba más intacto.

Nada más encontramos en el cubichete, y ya nos disponíamos a retiramos, impresionados por el hallazgo, cuando divisé algo como un papel cerca del cadáver.

¡Un momento!”, dije, y me dirigí a recogerlo.

Era realmente un papel apergaminado; lo acercamos al farol y leímos en él: “He caído en manos de un hombre cruel y vengativo. Quiso arrancarme el secreto de los bancos de perlas que quedan al Norte del cabo Anan-Aka; primero, ofreciéndome su mano y dándome todo lo que te nía, incluso este barco en cuya proa hizo esculpir un mascarón representando mi persona; después, me ha sometido a terribles suplicios; y, por último, me encarceló en este siniestro lugar. Lo odio, porque asesinó a mi padre y destruyó nuestra flota pesquera. Sé que me quedan pocas horas de vida en medio de un gran sufrimiento; pero no importa: ya que no pude vengar a mi padre, me llevaré a la tumba el secreto de los bancos de ostras perlíferas. Una maldición eterna caiga sobre Childrake, sobre su barco que lleva mi nombre y mi figura en su proa, sobre su tripulación y sobre todo el que habite a su bordo. —LEONORA BRUCE— 13-VI-l863.

Pusimos los antecedentes en manos de las autoridades marítimas. Se llevaron a tierra los pocos huesos y el polvo del cadáver. El patrón del
Leonora
no quiso saber nada con el mascarón y, hecho pedazos, lo botó al mar.

En el Cementerio de Punta Arenas, en un rincón apartado, hay una cruz que clavaron manos piadosas, y en ella una inscripción que dice: “Leonora Bruce”, y debajo, donde se ponen las fechas de nacimiento y fallecimiento, dos signos interrogativos (¿?) cerrados por un paréntesis.

"Cada vez que recalamos en ese puerto. voy al cementerio a visitar la cruz, pregunto si ha desaparecido algún tripulante más del
Leonora
, y me responden que no, desde hace muchos años" —terminó el sargento carpintero.

El horizonte empezó a cargarse de nubes hacia el Suroeste; el pito de un oficial instructor se dejó oír, y la tripulación fue llamada a otras obligaciones.

Tempestad mar afuera

¡Atrinca para la Mar! ¡Atrinca para la mar!

—La enérgica voz de orden fue repetida por diferentes voces de popa, y un movimiento de hombres y jarcias recorrió a la corbeta y sus trescientos un tripulantes.

—¡El barómetro sigue bajando! —exclamó el Comandante Calderón, mientras se paseaba en el puente de mando.

—Y al anochecer estaremos a la altura del Cabo Tres Montes! —dijo el oficial de navegación, Teniente Martínez.

La corbeta navegaba ya en plena zona austral, donde los mares son extremadamente tempestuosos y los vientos huracanados.

La conversación entre el primer comandante. capitán de navío Calderón, y el oficial de ruta, Teniente Martínez, tenía lugar precisamente cuando
La Baquedano
empezaba a tener a la cuadra de babor a esa arisca cabezota que se interna en el Pacífico, antes del Golfo de Penas: la península de TaiTao.

La corbeta avanzaba a grandes voltejeadas, mar afuera, luchando con un fuerte viento del sureste, muy raro en esas regiones y que cuando sopla es augurio de tempestad.

El velamen superior había sido cargado y sólo se navegaba con las cuchillas, mesana y vergas bajas.

—¡Hoy sí que vas a ver bailar a
La Chancha
! —dijo un marinero, frotándose las manos de gusto, cuando encontró a Alejandro.

El niño ya había visto algunos temporales pequeños; pero desde que, por el frío y las borrascas, notó que habían entrado a una zona tempestuosa, empezó a esperar con inquietud el anuncio de un temporal.

Los contramaestres con los marineros más prácticos recorrían de popa a proa, amarrando cables, engrasando motones, retirando todo lo que pudiera estorbar en cubierta y disponiendo las escotas y jarcias para la rapidez de la maniobra. Un barco que fuera a entrar en combate no se prepararía mejor.

Y un combate de proporciones lo esperaba al parecer, pues el comandante Calderón se había vestido con su ropa de agua, puesto sus botas y su gran sombrero encerado. Esto lo sabía muy bien la tripulación: cuando el viejo lobo de mar salía de su lujosa guarida de popa y se ponía esta tenida, era porque ya había olido la tempestad.

A pesar de la pericia con que se realizaban las voltejeadas y virajes, no era mucho lo que se avanzaba en contra de ese maldito viento del sur. este. La costa de la península es abrupta, inhóspita y no hay dónde fondear.

—¡Lo importante es ganar el Cabo Tres Montes, y luego, si el temporal arrecia, doblar hacia el interior del Golfo de Penas y buscar fondeadero en la costa Norte! —dijo el comandante, empleando la jerga marinera, que era el vocabulario que usaba cuando se encontraba brazo a brazo luchando con su gente.

—¡Lo importante es pasar el Cabo! —subrayó el oficial de guardia.

La comida se sirvió como se pudo. Nadie pensó en comer en plato, sino que los marineros, abrazados a las mismas garrafas, ingurgitaron con sus cucharas las sopas, los porotos y el asado, mientras el barco bailaba de babor a estribor.

A bordo la disciplina militar de cuadradas, manos a la visera, etc., llega sólo hasta cierto limite; es imposible que un cabo se cuadre ante su teniente en medio de un temporal, cuando la cuadrada puede hacer perder la vida a ambos. A bordo, en esos instantes, hay otra disciplina: la del corazón, la del valor, la de la serenidad; es superior sólo el que posee más grandes cualidades.

—Si puede ser tan grande el tenporal, ¿por qué no encienden los fuegos y navegamos a máquina? —interrogó un grumete.

—¡Cállate, imbécil, eso no lo dice un marino de
La Baquedano
! —le replicó otro, y continuó—: Hay orden de navegar a vela hasta el Messier, y se cumplirá hasta donde se pueda.

La noche empezó a caer con sus sombras negras, más negras que otras noches.

—El barómetro sigue bajando, comandante! —comunicó el oficial de ruta.

—¡No importa; más fuerte que el tifón que tuvimos en el Japón no ha de ser éste; lo importante es alcanzar Tres Montes! —expresó el comandante.

La obscuridad de la noche se hizo densa. La lluvia arreció en aguacero.

Todo fue amarrado y cerrado. Ni un ruido extraño denotaba una puerta abierta, un cable suelto o un barril rodando; parecía que el barco había recogido todas sus cosas sueltas y las hubiera apretado c su cuerpo hasta sentirse más sólido, más unido y aligerado, para entrar en la lucha con su eterno enemigo: el mar.

—¡Todo el mundo a su coy, con la ropa de agua lista; sólo quedan en cubierta las guardias reforzadas! —ordenó el comandante.

En el entrepuente, la marinería se dispuso a descansar. Los viejos marineros se sacaron las ropas como todos los días y algunos empezaron a roncar como si estuvieran anclados en a mas tranquila de las bahías. Los grumetes estaban un poco azorados; algunos se recostaron con la ropa de agua puesta, en los coyes; otros, imitando, forzadamente, a loe viejos lobos de mar que roncaban, se desvistieron, pero sólo para darse vueltas, nerviosos, en sus colchones.

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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