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Authors: Francisco Coloane

Tags: #Infantil - Juvenil

El último grumete de la Baquedano (9 page)

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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Tuve una reyerta con ellos, de la cual salí muy herido. Una joven india, la que luego conocerás, y que es mi esposa y madre de’ mis tres hijos, curó mis heridas.

Convencí al jefe de la tribu que viniéramos a estas tierras desconocidas. Los conduje con experiencia y cuando descubrí “El Paraíso de las Nutrias”, como le puse a la región que queda detrás del ventisquero, me nombraron su segundo jefe. Luego murió e] cacique y m designaron para gobernarlos.

Les he enseñado a leer, a hacer herramientas y a ser buenos y nobles como en la sociedad más civilizada.

Vivimos felices, y ya me he acostumbrado tanto a esta vida, que creo que jamás saldré de El Paraíso de las Nutrias —termino Manuel.

Dio una orden en lengua yagana, y la flotilla se acercó hasta el borde de la muralla de hielo que avanzaba hasta tocar con la roca de la montaña; pero, en realidad, el ventisquero sólo parecía chocar con la montaña, pues, una por una, las canoas fueron bordeándolo y pasando a través de un pasaje de agua, increíblemente pequeño, que dividía las dos moles, la de piedra y la de hielo.

—Nadie se atrevió llegar hasta aquí1 —dijo Manuel.

Las canoas fueron pasando por esa abertura como un abismo y salieron a un mar interior de extraordinaria belleza; por un lado, la costa era el ventisquero que seguía tierra adentro, y por el otro, la montaña que descendía en hermosos faldeos cubiertos de exuberantes robledales.

—Esto está protegido de los vientos, y, más al interior, el clima no es tan duro como en el resto de la zona. Hay nutrias en abundancia y un río cuyo lecho está cargado de oro. Cazamos sólo lo necesario y sacamos el oro justo para comprar víveres a un poblador, con el que cada seis meses nos encontramos en la península Pasteur. Así no provocamos sospechas contra esta fuente de riquezas y mantenemos el secreto de “El Paraíso de las Nutrias”. Tú, por la felicidad de nuestra tribu, debes guardar también este secreto.

—¡Te lo prometo! —dijo Alejandro.

Las canoas atracaron a una suave playa bordada de juncales, mata negra, calafates, y más al interior parrillas y robles. “El Paraíso de las Nutrias” tenía una vegetación más pródiga que otros lugares de la zona.

Los yaganes, que serían más o menos unos cincuenta, hacían una pequeña población, al borde de esa playa, de más o menos quince rucas, construídas con una armadura de madera sobre la cual se extendía una carpa de piel de lobo de mar.

La indiada recibió con curiosidad al extraño visitante.

—¿Le tienes miedo a los muertos? —le pregunté al Casi.

Manuel habló en lengua yagana y la curiosidad se transformó en simpatía. ¡Era el hermano del jefe!

Una india, hermosa y joven aún, vino a una indicación de Manuel, seguida de tres niños, y fue presentada al grumete. Luego el sacerdote o brujo y otras personalidades del clan. Todos estaban vestidos con pieles.

Una gran carpa de cuero de lobo, curtido y amarillento por los años a la intemperie, se destacaba en el centro de la toldería.

—¡Es el “Youghouse”! —explicó Manuel, y continuó—: Vas a asistir a una ceremonia que se practica en él, y que consiste en conceder el derecho que las tradiciones de la tribu dan al hombre cuando los niños llegan a doce años. Esta noche salimos a una cacería de patos de mar, pingüinos y otras aves que nos gustan muchísimo. No te acerques, por ahora, al Youghouse; los niños ya están encerrados, ayunando, y está prohibido mirarlos.

La animación que había en la toldería correspondía, en verdad, a la ceremonia que se preparaba.

Llegó la noche, y quince canoas fueron ocupadas por hombres, mujeres y algunos niños.

Al grumete le llamaron la atención unos largos palos de cuyo extremo se amarraba una enorme bola de junco seco y otras pajas, empapadas en una especie de esperma o aceite. Cada canoa llevaba tres de estos hisopos.

La flotilla se internó mar adentro, surcó un estrecho canal interior y desembocó en una gran bahía.

Manuel y Alejandro iban en la canoa que abría la marcha.

De pronto, a una señal de Manuel, todas las tripulaciones de las canoas se agacharon, y los remeros bogaban así, diestra y sigilosamente.

—Agáchate y no hagas ruido! —dijo al grumete.

Silenciosamente, las quince canoas o “anans”, como se llaman en yagan, avanzaron junto a un sombrío acantilado, protegido por las negruras; parecían esquifes fantasmas deslizándose sin rem os y sin remeros, en la noche.

La distancia entre canoa y canoa se fue acortando hasta unirse las popas con las proas y formar una compacta hilera.

Un leve rumor de alas turbó el gran silencio de la noche, y algo como graznidos y píos se dejó oír en las cercanías.

—¡Estamos llegando a la pajarera! —musitó Manuel en el oído de Alejandro.

El grumete alzó los ojos y vio que el acantilado estaba sembrado de pechos blancos de pingüinos, gaviotines, “patos a vapor”, patos de mar y otras aves.

A medida que avanzaban, el acantilado estaba más repleto de aves, que apenas se sostenían en las grietas de las rocas. Algunos pingüinos, que vieron las canoas, levantaron la cabeza con su característica estupidez, miraron de medio lado y continuaron tranquilamente, pues es el ave más zonza de las marinas.

La cantidad era tal, que sacando una mano por la borda de una canoa podía tornarse a uno de ellos por el pescuezo y echarlo adentro; pero la flotilla buscaba otra ave más apetecida.

De súbito, el jefe sacó un mano fuera de la canoa e hizo una señal. Los remos fueron acomodados en el interior y. suavemente, las canoas se apagaron junto a la piedra misma.

Algunas aves se lanzaron al agua; pero en el instante mismo, Manuel dio un grito y cuarenta y cinco antorchas enormes iluminaron el acantilado repleto de pájaros y una gritería inmensa atronó de golpe al pacífico lugar.

Alejandro, sobrecogido por el espectáculo grandioso, vio cómo ardían los hisopos de pajas empapados en aceite de lobo y enceguecían a las aves que caían atontadas al mar y dentro de las canoas mismas. Todos los tripulantes. con unos pequeños garrotes, asestaban certeros golpes en las cabezas de patos y pingüinos que, muertos, eran estibados en el fondo de las “anans”. El mismo tomó un garrote y ayudó a sus acompañantes a cazar.

Las aves que estaban más arriba volaban despavoridas o caían al mar; la gritería era ensordecedora y la hilera de cuarenta y cinco grandes antorchas ardiendo al borde del paredón desgarraba fantásticamente las sombras de aquella noche tupida de aleteos, graznidos y chillidos de pájaros y humanos.

La algarabía crecía y decrecía con las llamaradas, y así, en conjunto, el rumor que había roto la paz de la noche fue disminuyendo a medida que disminuía la luz de las antorchas. Por último. sólo se’ usaron para alumbrar la recogida de las aves muertas, que flotaban sobre las aguas.

Las canoas iniciaron el regreso completamente cargadas de pájaros muertos; los indios comentaban, jubilosos, la cacería.

—¡Esta es una de las buenas pajareras que tenemos en “El Paraíso de las Nutrias”! —dijo Manuel a su hermano, mientras en las negruras del cielo se oían aún los aleteos de millares de aves asustadas por la cacería. Algunos lomos relucientes subían huyendo entre los peñascos del acantilado; eran nutrias cuyo sueño había sido también turbado.

Al día siguiente, la toldería estaba de fiesta: en la noche se iba a abrir el “Youghouse” para realizar los ritos que convertirían a los niños yagan es en adultos.

Manuel hizo que prepararan un pato de río asado para su hermano, algunos peces especiales y erizos.

El grumete comió; pero no podía comprender cómo su hermano comía, junto con los indios, aves a medio asar, con cuero.

—¡Son muy ricos! —le decía tronchando unas gordas piernas de quetro.

En la tarde se hizo un gran montón de pájaros muertos frente al “Youghouse”, se le llevaron en tinas algunos brebajes y se hicieron los últimos arreglos para la fiesta.

—¡Los yaganes tienen muy hermosas tradición es! —dijo Manuel a su hermano, después de comida, sentados en el umbral del toldo.

Tienen un diluvio universal y un arca de Noé igual que los cristianos. Hay una tradición que dice que en estas regiones llovió durante muchas lunas, muriendo todos los yaganes, menos tres familias.

Cuando las aguas descendieron, estas tres familias con sus tres “anans” (canoa) quedaron flotando en la ‘laguna de “Agamaca”. que esté en el interior de la Patata, al otro lado del canal. Esta laguna es muy hermosa y está rodeada de grandes juncales.

En la laguna también quedó una enorme ballena que no podía nadar y cuyo lomo salía fuera del agua. Pues bien, los yaganes salvados del diluvio empezaron a disparar sus flechas sobre la ballena, hasta que le dieron muerte, y se alimentaron de su carne.

La tradición termina diciendo que las flechas se reprodujeron hasta formar el juncal que hoy circunda a la bella laguna de “Agamaca”, y que las tres “anans” con sus familias se reprodujeron también hasta formar de nuevo la gran raza yagana que alcanzó a tantos como miles de juncos hay.

Este relato sigue siendo transmitido de generación en generación” —terminó Manuel.

La avestruz del mar

En dos filas fueron entrando las mujeres y hombres a la gran carpa de cuero del “Youghouse”. En el interior, una fogata que corría en el centro y a lo largo iluminaba siniestramente el sombrío recinto. Lejos de la fogata, una rueda de niños de más o menos doce años contemplaban, sentados en cuclillas y con las manos cruzadas, la entrada de los hombres y mujeres.

Las mujeres se sentaron a un lado de la fogata; y al otro, los hombres. Después entró el sacerdote de la tribu, acompañado del jefe, que fue a sentarse en medio de las dos filas, presidiendo la ceremonia.

Lo que pasa es que unos se agripan de veras y otros se hacen los griposos. Por ejemplo, aquí están mal papá, mamá y la Domi y Javier se hace el enfermo, todo para obligarme a mí a estar sano, porque alguien tiene que atender la puerta, buscar las aspirinas, las limonadas, el termómetro y zangolotear la guagua. Ese alguien soy YO.

Después de una deliberación, Alejandro, como profano, fue admitido en un rincón del “Youghouse”.

El grumete contemplaba asustado todo aquel lo, como si estuviera soñando alguna exótica novela de aventuras.

El sacerdote se subió sobre una tarima, forrada en piel de lobo, inclinó las manos y la cabeza hacia adelante y empezó un murmurio monótono y lastimero. La concurrencia, con la cabeza gacha, permanecía en silencio.

La oración subía de tono, a medida que levantaba los brazos, cada vez más fuerte.

Llegó un momento en que el sacerdote empezó a gritar y a lanzar unos alaridos de dolor, mientras el sudor empezaba a borrarle las rayas rojas con que se había pintado la cara.

Los gritos eran cada vez más fuertes, hasta que, poseído de una especie de locura, llegó al máximo de desesperación y cayó inerte sobre la tarima.

Los niños miraban llenos de pavor.

Entonces un rumor empezó a levantarse en las filas de hombres y mujeres sentados. El jefe se levantó y empezó a dar pasos a derecha e izquierda alrededor de la fogata; en seguida lo siguieron todos los demás.

El rumor se convirtió en gritería, y los pasos e brincos. Mujeres y hombres empezaron a danzar con los brazos abiertos y cruzándose de filas alrededor de la fogata. Los niños fueron tomados de las manos y obligados a entrar en la danza.

Era la danza de “La avestruz de mar”, y consistía en bailar imitando esta gran ave de la Patagonia.

Los danzarines continuaron hasta que uno por uno fueron cayendo cansados al suelo.

La ceremonia estaba terminada.

Al otro día, en medio de las fiestas, Manuel dijo a su hermano:

—¡Es un misterio el nombre de ésa danza: se flama Avestruz de mar, cuando no hay indicios de que en la Tierra del Fuego y a este lado del canal “Beagle” haya existido jamás ese gran pájaro que tanto abunda en la Patagonia!

Las noches claras se acabaron y una gran nevada vino a poner fin a las fiestas de los yaganes. El grumete debía partir a su barco.

Los dos hermanos presintieron que algo les faltaba que decirse y fueron a sentarse junto al mar, sobre unas rocas.

—Llevarás a nuestra madre dos bolsitas de oro que tengo en el toldo —dijo Manuel—; las bolsas son de cuero de lobo, curtido, y en las dos hay más de ochocientos gramos; además, cuarenta cueros de nutria y diez de lobos de dos pelos, para que se haga lo que ella desee, en mi nombre.

No le digas todo lo que has visto; dile que estoy trabajando en yacimientos de oro, en una isla en donde no pasan barcos y que, cuando haga más dinero, regresaré a su lado.

Y ahora, embárcate en mi canoa, que mis hombres te llevarán a tu barco.

Los dos hermanos, de pie, se miraron emocionados; sabían que era la ultima vez que se velan. ¡Instante supremo para dos seres que se quieren!

—¡Lloro por mi madre que nunca más te va a ver! —dijo Alejandro.

Al separarse, algo produjo un rumor de aguas cerca de la costa: era un témpano que se había volcado en el mar.

Los dos hermanos se volvieron a mirarlo.

—¡Somos como los témpanos! —exclamó en voz baja Manuel—. ¡La vida nos da vuelta a veces y nos cambia totalmente de forma!

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