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Authors: Francisco Coloane

Tags: #Infantil - Juvenil

El último grumete de la Baquedano (5 page)

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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—¡Duerman, niños; si
La Chancha
se va para abajo, llegaremos durmiendo hasta la madre jibia! —dijo uno.

—¡Esta noche sí que no hay “tres bultos a estribor”, amigo Silva! —exclamó un grumete.

—¡Ni pilchas que echar por la borda! —replicó Alejandro, aludiendo a la flojera de su compañero, que por no lavar su ropa la colgaba de una soga en la borda y dejaba que el mar se la lavase durante la navegación, por lo cual había sido amonestado en repetidas ocasiones.

—¡Esta noche no hay "tope" ni "serviolas"; van a faltar brazos para cazar y aflojar las escotas! —habló otro.

—¡Hoy todos somos iguales! —exclamó un marinero joven, muy dado a la lectura.

—A ver, tú, ¿por qué no vas al puente a tocar silencio? —dijo alguien, cuando apareció el corneta.

—¡Anda a tocarle al viento para que deje de bramar y se acueste!

—¡Te la hace tragar! —dijeron varios.

El corneta, sosteniéndose en un hierro, llevó el instrumento a sus labios y trató de tocar el suave toque de silencio, pero sólo logró dar un toque estridente y molesto.

—¡Eh, nos vienes a hacer ruido en vez de silencio! —alcanzó a protestar uno que fue despertado por el toque.

Eran las 21 horas en punto, y ya no se oyó voz alguna en el entrepuente.

En la cubierta sólo dominaban el aguacero, el viento y el mar. Los puestos más peligrosos estaban servidos por marineros, y los grumetes en los secundarios. Algunos, por orden superior, estaban amarrados al palo o a alguna parte del recinto en que les correspondía maniobrar.

Las bordadas eran prolongadas y fatigosas. Durante ellas el barco corría veloz, escorado a estribor cuando iba hacia el este, y a babor cuan. do al Oeste. Las guardias se agazapaban guareciéndose como podían de las olas que barrían la cubierta.

El temporal no daba señales de amainar; por el contrario, iba en aumento. El comandante Calderón, en persona, salía a la intemperie del puente a dar de propia voz las voces de mando, por medio de un megáfono; parecía un lobo de mar, reluciente y corpulento, con su encerado baldeado por el agua.

Los oficiales miraban sus relojes, nerviosos, sabiendo que las tempestades amainan o aumentan de cuatro en cuatro horas.

En el entrepuente ya no dormían ni los marineros más viejos; se encendieron las luces, y los hombres, de caras serenas, pero con los ojos bien abiertos, miraban fijamente al techo. La corbeta parecía quejarse, crujían sus costados como si fuerzas enormes quisieran reventarla como un huevo.

Los niños, es decir, los grumetes, empezaron a abrir sus labios en un gesto de temor a cada golpe de mar que parecía hacer pedazos a la pobre nave.

El ruido del mar venía de todos lados: de abajo, de los costados, de la cubierta misma, donde se oía azotarse las olas contra los palos y casetas.

Algunos grumetes, temerosos, temblaban ante una formidable sacudida, y se preguntaban mentalmente si estarían navegando sobre el mar o bajo el agua.

Las luces se apagaron de pronto y el sobrecogimiento aumentó.

Alejandro, con la ropa de agua puesta, se sentó en su coy y miró en derredor; todo estaba en sombras, era aterrante; todos despiertos y atentos, pero nadie profería una palabra.

La luz se volvió a encender. El niño, acostado, recordó las palabras de un marinero que un día le dijo:

“En el mar, cuando la muerte se acerca, hay que abrir bien los ojos y mirarla de frente; entonces no asusta: es como si fueras a desembarcar de una chalupa a un malecón. Por eso es menos feo un naufragio en un bote que en un buque; en el bote, uno está mirando a la muerte cara a cara, dan ganas de levantarse y salir caminando del brazo de ella por entre las olas; pero en un gran trasatlántico hay tanto aparato, tanto ruido y bocinazos, la muerte se anuncia con tanta cosa terrorífica, que cuando llega uno está vuelto loco. Cuando más grande es el barco, más feo es el naufragio”.

De pronto el entrepuente se fue elevando hasta un punto a donde no había llegado antes, y después descendió vertiginosamente y un golpe sordo hizo temblar en forma estruendosa a la nave; después quedó como detenida en un punto, oscilando, palpitando toda, como si estuviera en el umbral del abismo.

Los coyes chocaron contra el cielo raso del entrepuente, uno o dos hombres cayeron al suelo y algo como un chillido de terror se oyó en un rincón.

Alejandro quedó con el corazón en suspenso, como si se le fuera a salir por la boca, apretó sus manos hasta hundirse las uñas en la carne y abrió los ojos desmesuradamente, esperando, esperando a la muerte, cara a cara, como le había dicho el marinero...

Pero
La Chancha
siguió dando señales de vida entre tumbo y tumbo, más resuelta que nunca a luchar con el mar. En realidad, tres grandes olas la habían pescado en una delicada maniobra de viraje y estuvo en el punto en que un buque puede irse por ojo, cargada de agua.

—¡Fue una virada por avante; parece que se está poniendo seria la cosa! —habló un marinero, después de mucho rato.

—¡Los foques y trinquetilla seguramente no cazaron bien el viento en la virada, y el barco se aconchó! —continuó otro.

—¡Es preferible la virada por avante, de otro modo se puede perder todo lo avanzado en la bordada; el comandante Calderón es buen marino, y jamás virará dándole el trasero al viento! —terminó un viejo.

—¡Relevo de guardias! —gritó un contramaestre, abriendo la tapa de la escotilla.

Eran como las cuatro de la mañana. Los marineros y grumetes que les correspondía reemplazar a sus compañeros se aperaron con sus encerados y subieron por grupos hacia la cubierta. Entre los del palo trinquete estaba Alejandro.

Esperaron el paso de una gran ola y agrupados corrieron a sus puestos correspondientes; al niño, con dos compañeros más, le correspondía una de las escotas.

El espectáculo de la cubierta no era menos terrible que el del entrepuente. El buque corría montando verdaderas montañas de agua; el Pacífico Sur estaba en una de sus noches de furia, y sólo grandes marinos podían desafiarlo así.

Las mares chicas las pasaba velozmente y con facilidad; pero cuando llegaban las tres características mares grandes, la velocidad disminuía, se gobernaba emproando de medio lado a las olas y las cruzaba con el reventón de una de ellas sobre la cubierta, que era barrida de proa a popa. Era el momento de peligro; los grumetes se aferraban al suelo para no ser arrastrados por el golpe de mar.

Noche horrenda. El ser humano se reduce a un frágil juguete de los elementos y sólo el heroísmo no le permite entregarse prontamente a una muerte que se espera.

—¡En tres bordadas más! creo que comenzaremos a doblar Tres Montes! —dijo el comandante, mirando su reloj.

—¡Pasó la hora en que podía amainar, y la cosa sigue peor! —exclamó el oficial de guardia.

—¡La dirección del viento no cambia! —observó el oficial de ruta.

La corbeta voltejeaba hacia mar afuera, segura a pesar del peligro.

Alejandro comprobó, ya empapado de agua, que era preferible estar afuera midiendo el peligro que encerrado en la ratonera del entrepuente.

De pronto se oyó un silbato que atravesó las bocanadas de agua y viento, y un grito de orden:

—¡Prepararse para virar por avante! —gritó el cabo contramaestre, que mandaba la guardia del trinquete.

En todos los palos los hombres se pusieron alerta.

—¡Virar por avante! —gritó una voz.

—¡Cazar las escotas de estribor!

Y otras voces de mando sucedieron a éstas.

La tripulación en sus puestos empezó a aflojar y recoger los cabos de las escotas. La corbeta dio más popa al viento y emprendió una carrera más veloz.

Cuando iba en el momento mejor de esta carrera, el comandante, en el puente de mando, gritó:

—¡Cierra a babor!

Y dos timoneles, con gran fuerza, dieron vueltas a las cabillas de la rueda, y la nave empezó a virar hacia ese lado.

—¡Cazar las escotas de babor! —se ordenó en los palos.

La Baquedano
puso proa al viento, disminuyó de golpe su andar y el velamen empezó a flamear como trapos sueltos, con tal fuerza, que parecía que iba a hacerse trizas.

La barca se debatía sin velocidad y, por lo tanto, sin dirección entre las grandes olas. Los instantes eran terribles; el momento, el más peligroso de la navegación.

Pronto el pitifoque, foque y trinquetilla dejaron de flamear, y en su seno empezaron a recoger el viento por el lado de estribor, el buque fue virando hacia babor, el resto del velamen empezó a tomar viento y partió de nuevo, escorado, en su carrera, a medias, contra el viento.

Los marineros y grumetes, después de tesar y amarrar sus escotas, se agazaparon de nuevo sobre el suelo de la cubierta en espera del término de ese suplicio.

Pronto Alejandro cambió de pensamiento y opinó que era preferible morir descansando en el entrepuente que sufrir los azotes de esa noche horrenda en la cubierta. Empapado, el frío empezó a minar su cuerpo de muchacho de quince años, y, poco a poco, fue entrando en ese estado de inanición en que se quiebran la voluntad más heroica y el espíritu más vigoroso.

El mar aumentaba sus furias; ya no parecía océano, sino un mundo de montañas enloquecidas que bailaban estrellándose unas con otras. El viento aullaba y bramaba a ratos, el aguacero caía como si otro mar se descargara encima. De vez en cuando, algo como unos gritos lacerantes, plañid eros, estentóreos. salía de las bocanadas de agua y viento: era la voz de la tempestad.

La bordada se iba haciendo larga; hacía una hora que se navegaba en la misma dirección, cuando de nuevo sonó el silbato y resonaron las voces:

—¡Prepararse para virar por avante!

El mismo movimiento anterior. Los hombres a sus puestos y los cabos listos.

De nuevo la corbeta dio más velamen, emprendió su veloz carrera y. cuando iba en lo mejor, un golpe de timón la hizo virar, esta vez hacia estribor. El mismo flameo de foques, cuchillas y mesan a; las mismas mares terribles entrando por la proa y queriendo hacer zozobrar al buque, y los mismos instantes álgidos con la muerta al frente.

Los foques cazaron el viento, la mesana y cuchillas se inflaron, y empezaba la otra bordada, cuando algo extraño se vio que ocurría en el palo mayor.

Una yerga no obedecía y, trabada, se oponía al viento, haciendo peligrar la precaria estabilidad de la nave.

El temporal pareció aprovechar el instante desventajoso en que se encontraba su enemigo, y aumentó sus furias; el buque avanzaba en mala forma. El estruendo de la tempestad era horrísono.

De pronto un hombre se destacó entre las jarcias del mayor y trepó como un mono hacia la yerga trabada.

Toda la tripulación, en suspenso, contemplaba como podía el acto de ese valiente.

A veces oscilaba como si fuera a caer al mar; pero esperaba que pasara el balance y en la otra viada aprovechaba de trepar un poco más.

De súbito, un resplandor iluminó su cara. El comandante había ordenado que iluminaran la yerga con el reflector.

Subió con más seguridad; su cara era noble y confrontaba el peligro serenamente, sin una mueca de indecisión.

El comandante y los oficiales contemplaban, emocionados, desde el puente de mando, la maniobra del marinero.

Alejandro se olvidó de la tempestad y se aferró a dos manos para ver mejor la heroicidad de este hombre.

Subió al pie de la yerga. Se le vio afirmarse en unas jarcias y sacar un cuchillo marinero que relampagueó a la luz del reflector; se agachó y empezó a cortar un cabo manila.

De pronto se le vio morder el cuchillo con los dientes y tomarse del cabo que tenía trabada la yerga; pero esto duró un segundo; al instante, su cuerpo se desprendió de donde estaba afirmado y, colgando del cable que cortara, empezó a balancearse.

Aferrado con las manos al chicote del cabo y con el cuchillo entre los dientes, era un espectáculo sobrecogedor.

Trató, con una maroma, de trepar por el cabo; pero una ola inmensa escoró peligrosamente al barco, un golpe de viento hizo girar el velamen de la yerga y, azotado entre las jarcias, se desprendió de pronto y, como una sombra, se perdió entre la noche y el mar.

Estaba de más el grito de “¡Hombre al agua!”, como asimismo inútil "el picarón" con su salvavidas en la toldilla.

Tal cual lo preveía el comandante, a la tercera bordada,
La Baquedano
dobló el Cabo Tres Montes y entró de un largo hacia el interior del Golfo de Penas, en busca de un puerto para capear el temporal.

Con las primeras luces del alba, en una feliz maniobra, entraba a “palo seco” en la guarecida bahía de Puerto Refugio. que queda en la parte Norte del Golfo.

En el puerto le esperaba una sorpresa: una flota ballenera con el buque madre y cuatro pequeños cazadores capeaba el temporal. También lo esperaba una huella trágica: el transporte de la Armada
Valdivia
, encallado años antes en una roca marina desconocida, mostraba su popa en la superficie, como una triste advertencia a sus compañeros de flota.

La gloriosa corbeta había tenido un hijo más en la primera etapa de su ruta; pero había perdido otro muy querido. ¡El libro bitácora consignaba la misma tripulación del día de su partida de Talcahuano: trescientos hombres!

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