El último judío (31 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El último judío
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El dinero era poder.

El dinero le permitiría disfrutar de una cierta seguridad. De un mínimo de seguridad.

Pero en la frialdad de las primeras luces del alba, se levantó y soltó por lo bajo una maldición de jornalero mientras cubría de tierra con las botas los rescoldos de la hoguera.

Regresó lentamente a Zaragoza.

Nuño Fierro abrió la puerta de la casa en el momento en que Yonah estaba sacando de la bolsa el cofre de las monedas. Yonah depositó el cofre delante de él, se quitó la espada del talabarte y la colocó encima del cofre.

—Esto también pertenecía a vuestro hermano, al igual que los animales.

Los inteligentes ojos de Fierro se clavaron en él, pues de inmediato comprendió lo ocurrido.

—¿Lo matasteis vos?

—¡No, no!

El médico se dio cuenta de que su horror era sincero.

—Yo lo quería. Era… ¡el maestro! Era un hombre bueno y justo. Muchos lo apreciaban.

El médico de Zaragoza abrió las puertas de su casa de par en par.

—Entrad —le invitó.

CAPÍTULO 28

Los libros

A pesar del esfuerzo que ello le exigió, antes de descansar o de lavarse, Yonah le contó a Nuño Fierro con todo detalle los acontecimientos de la mañana en que Manuel Fierro había muerto a causa de la flecha que Ángel Costa le disparó a la garganta, la misma en que él había matado a Ángel. Nuño Fierro le escuchó con los ojos cerrados. Fue una historia muy dolorosa de escuchar y, cuando Yonah terminó, Nuño inclinó la cabeza y se retiró para estar solo.

El ama de llaves de Nuño Fierro era una mujer fornida, reposada y recelosa de unos cuarenta años, más madura de lo que Yonah había imaginado al entrever fugazmente su figura a través del resquicio de la puerta. Se llamaba Reyna Fadique. Guisaba muy bien y le calentó el agua del baño sin una protesta. Yonah se pasó un día y medio durmiendo y sólo despertó para hacer sus necesidades, comer algo y volver a dormirse.

Cuando se levantó de su jergón a la tarde del segundo día, se encontró toda la ropa lavada y planchada. Se vistió y se aventuró a salir. Poco después Nuño Fierro lo encontró arrodillado a la orilla del arroyo, contemplando las cabriolas de una pequeña trucha en el agua.

Yonah le agradeció su hospitalidad.

—Ya estoy descansado y listo para regresar al camino —anunció, esperando con cierta turbación.

No tenía dinero suficiente para hacer una oferta por el caballo tordo, pero pensaba que quizá podría comprar la acémila. Aborrecía la idea de ir a pie.

—He abierto el cofre de cuero —declaró el médico.

Yonah percibió en su voz algo que lo indujo a levantar bruscamente los ojos.

—¿Acaso parece que falta algo?

—Muy al contrario. Había algo que yo no esperaba encontrar. —Nuño Fierro sostenía en la mano un trozo de papel arrancado irregularmente de una hoja más grande. En él, en una tinta que todavía conservaba adheridos algunos granos de la arena secante, figuraba escrita una frase: «
Creo que el portador es un cristiano nuevo.
»

Yonah se quedó de una pieza. ¡O sea que había habido por lo menos un hombre que no se había dejado engañar por su falsa identidad y sus modales corteses! El maestro le creía un converso, naturalmente, pero sabía que era judío. La nota demostraba que confiaba en que Yonah le entregara sus riquezas a su hermano en caso de que él falleciera. Un homenaje desde la tumba a su honradez, que él casi no se merecía.

Pese a todo, sufrió una decepción por el hecho de que Manuel Fierro hubiera considerado necesario advertir a su hermano de que tenía en casa a un judío.

Nuño Fierro reparó en la desconcertada expresión de su rostro.

—Os ruego que me acompañéis.

Una vez en la casa y en su estudio, Nuño apartó de la pared una colgadura que cubría una hornacina del muro de piedra. En el interior de la hornacina había dos objetos envueltos en unos lienzos cuidadosamente atados con tiras de tela. Una vez desenvueltos, los objetos resultaron ser dos libros.

—Aprendí mi oficio con Juan de Gabriel Montesa, uno de los más afamados médicos de España, y más tarde tuve el honor de ejercer la medicina con él. Era judío. La Inquisición se llevó a su hermano. Por la misericordia de Dios, él pudo morir por causas naturales en su lecho cuando ya era muy anciano, dos meses antes de que se promulgara el edicto de expulsión.

—En el momento de la expulsión, sus dos hijos y su hermana no disponían de medios para viajar con seguridad. Yo les compré esta casa y las tierras, y también los libros.

—Me dicen que uno de ellos es el
Comentario a los aforismos médicos
de Hipócrates, de Moisés ben Maimon, a quien vuestro pueblo llama Maimónides; una de las mas grandes figuras judías de todos los tiempos, filósofo y medico real del sultán Saladino; y que el otro es el
Canon de la medicina
de Avicena, a quien los moros conocen como Ibn Sina. Le había comunicado por escrito a mi hermano Manuel que yo estaba en posesión de estos libros y ansiaba descubrir sus secretos. Y ahora él me ha enviado a un cristiano nuevo.

Yonah tomó uno de los libros y sus ojos se posaron en las letras que tanto tiempo llevaba sin ver. Se le antojaron extrañas y desconocidas y, en su nerviosa alegría, parecieron convertirse en unas retorcidas serpientes.

—¿Tenéis otros libros de Maimónides? —preguntó con la voz ronca a causa de la emoción.

Qué no hubiera dado por un ejemplar de la
Mishneh Torah
, pensó;
abba
tenía aquel libro en el que Maimónides comentaba toda la práctica judía y describía con detalle lo que él había perdido.

Por desgracia, Nuño Fierro sacudió la cabeza.

—No. Había otros libros, pero los hijos de Gabriel Montesa se los llevaron al marcharse. —Miró con inquietud a Yonah—. ¿Podríais vos traducir estos dos?

Yonah contempló la página. Las serpientes ya volvían a ser simplemente unas letras muy queridas, pero…

—No lo sé —contestó en tono dubitativo—. Antes dominaba sin esfuerzo el idioma hebreo, pero llevo mucho tiempo sin practicar.

Nueve largos años.

—¿Estaríais dispuesto a quedaros aquí conmigo e intentarlo? Yonah se sorprendió de que lo hubieran vuelto a reunir con la lengua de su padre.

—Me quedaré durante algún tiempo —contestó.

De haber podido elegir, hubiera intentado traducir primero el libro de Maimónides, pues el ejemplar era muy antiguo y las secas páginas se estaban desintegrando, pero Nuño Fierro estaba deseando leer a Avicena, por lo que Yonah empezó por la obra de éste.

No estaba seguro de saber traducir. Avanzaba muy despacio, de una palabra en una y de un pensamiento en uno, hasta que las letras que antaño le fueran tan familiares lo volvieron a ser.

—¿Y bien? ¿Qué os parece? —le preguntó el médico al término del primer día.

Yonah se encogió de hombros.

Las letras hebreas despertaban en él los recuerdos de su padre, enseñándole, discutiendo el significado de las palabras y su aplicación a las relaciones del hombre con los demás hombres y a sus relaciones con Dios y con el mundo.

Recordó el sonido de las cascadas y viejas voces, y de las fuertes y jóvenes voces cantando juntas, el gozo de los cantos y la tristeza del
kaddish
. Algunos fragmentos de rezos y versos que creía perdidos para siempre empezaron a aflorar vertiginosamente desde las profundidades de su memoria como capullos azotados por el viento. Las palabras hebreas que traducía hablaban de tétanos y pleuresía, temblores febriles y pócimas para aliviar el dolor, pero a él le evocaban los cantos, las poesías y el fervor que había perdido en medio de la crueldad que había rodeado su llegada a la mayoría de edad.

Algunas palabras no las conocía y no tenía más remedio que conservar la palabra original judía en la frase castellana. Pero en otros tiempos, él conocía muy bien el idioma y, poco a poco, lo fue recordando.

Nuño Fierro rondaba ansiosamente por la habitación donde trabajaba.

—¿Qué tal va? —le preguntaba al término de cada jornada.

—Estoy empezando a hacer algunos progresos —pudo contestarle finalmente Yonah.

Nuño Fierro era un hombre honrado y no tardó en advertir a Yonah de que en el pasado Zaragoza había sido un lugar muy peligroso para los judíos.

—La Inquisición vino aquí muy pronto y su azote fue muy severo —dijo.

Torquemada nombró dos inquisidores para Zaragoza en mayo de 1484. Tan ansiosos estaban aquellos clérigos de acabar con los recalcitrantes judíos, que celebraron su primer auto de fe sin tomarse la molestia de promulgar primero el Edicto de Gracia, el cual permitía a los cristianos nuevos descarriados confesar voluntariamente su error y pedir clemencia. El 3 de junio ejecutaron a los dos primeros conversos y el cadáver de una mujer fue exhumado y quemado en la hoguera.

—Había en Zaragoza varios hombres buenos, miembros de la Diputación de Aragón y del Consejo de los Estados, que se escandalizaron e indignaron. Se presentaron ante el Rey para señalarle que los nombramientos y las ejecuciones de Torquemada eran ilegales y que sus confiscaciones de propiedades violaban los fueros del Reino de Aragón. No se oponían a los juicios por herejía —dijo Nuño Fierro—, pero pedían que la Inquisición se dedicara a la tarea de devolver a los pecadores al seno de la Santa Madre Iglesia mediante la instrucción y la admonición, e impusiera castigos más leves. Decían que no se tenían que lanzar calumnias contra hombres buenos y piadosos y añadieron que en Aragón no había herejes notorios.

Fernando despidió bruscamente a los consejeros.

—Les dijo que, si había efectivamente tan pocos herejes en Aragón, ¿por qué le molestaban con su temor de la Inquisición?

La noche del 16 de septiembre de 1485, Pedro Arbués, uno de los inquisidores, fue asesinado mientras rezaba en la catedral. No hubo testigos del crimen, pero las autoridades dieron inmediatamente por sentado que los asesinos eran unos cristianos nuevos. Tal como se había hecho en el caso de otras imaginarias insurrecciones de conversos, detuvieron de inmediato al jefe de la población de cristianos nuevos, un distinguido y anciano jurista llamado Jaime Montesa, representante de la justicia mayor del reino.

Con él fueron detenidos varios amigos suyos, hombres profundamente cristianos, padres y hermanos de monjes cuyos antepasados habían sido conversos. Entre ellos figuraban hombres que ocupaban elevadas posiciones en el gobierno y el comercio, muchos de los cuales habían sido nombrados caballeros por su valor. Uno a uno fueron declarados «
judío mamas
», judíos auténticos. Las terribles torturas dieron lugar a confesiones de una conjura. En diciembre de 1485, otros dos conversos fueron quemados en la hoguera y, a principios de enero de 1486, cada mes se celebraron autos de fe en Zaragoza.

—Por consiguiente, conviene que tengáis cuidado. Mucho cuidado —le advirtió Fierro a Yonah—. ¿Ramón Callicó es vuestro verdadero nombre?

—No. Me buscan como judío bajo mi verdadero nombre.

Nuño Fierro hizo una mueca.

—No me lo reveléis —se apresuró a decir—. Si nos preguntan, diremos simplemente que sois Ramón Callicó, un cristiano viejo de Gibraltar, sobrino de la esposa de mi difunto hermano.

No fue difícil. Yonah no vio a ningún soldado ni clérigo. No se apartaba demasiado de la hacienda que el médico judío Juan de Gabriel Montesa, haciendo gala de una gran inteligencia, había mandado levantar lo bastante cerca de la ciudad y lo bastante apartada del camino como para que sólo los que precisaran de atención médica se tomaran la molestia de ir.

La propiedad de Fierro cubría tres lados de la larga e inclinada pendiente de una colina y conservaba vestigios de su antiguo esplendor, pero estaba claro que Nuño Fierro no era un buen agricultor. La hacienda tenía un olivar y un pequeño vergel, ambos en buenas condiciones, pero desesperadamente necesitados de una buena poda. Recordando sus tiempos de peón, Yonah encontró una pequeña sierra en el granero y podó varios árboles, tras lo cual amontonó las ramas cortadas y las quemó tal como había visto hacer en las fincas donde antaño había trabajado. Detrás del granero había un montón de estiércol de caballo y paja de las cuadras, a lo que añadió la ceniza de las hogueras, extendiendo la mezcla bajo media docena de árboles.

En lo alto de la colina y en su lado norte había un abandonado campo que Reyna llamaba el lugar de los perdidos. Era un cementerio sin ninguna indicación, reservado a los desventurados que se quitaban la vida, pues según la doctrina de la Iglesia, los suicidas estaban condenados y no podían ser sepultados en tierra consagrada.

Justo por encima de la casa se levantaba la ladera sur de la colina, la mejor parte de la propiedad, con una tierra muy fértil, plenamente expuesta al sol. Reyna tenía un pequeño huerto para el propio consumo, pero buena parte de él estaba invadido por los hierbajos y los arbustos. Yonah comprendió que, si alguien hubiera querido trabajar en serio aquella tierra, las posibilidades hubieran sido muchas. No estaba seguro del tiempo que se iba a quedar allí, pero se sentía atrapado por el redescubrimiento de la lengua hebrea y, a medida que iban transcurriendo las semanas, el hecho de vivir allí le parecía cada vez más normal. Era una casa llena de aromas de guisos y asados y del calor de una gran chimenea. Yonah mantenía la leñera bien abastecida, cosa que Reyna le agradecía, pues ésa solía ser una de sus obligaciones. La planta baja estaba formada por una sola estancia muy espaciosa que se utilizaba pata guisar y comer, y en la que había dos cómodos sillones junto al fuego. Arriba, el jergón de Yonah ocupaba un pequeño cuarto de almacenamiento situado entre el gran dormitorio principal y el cuarto más pequeño de Reyna, cada uno de ellos con una cama.

Las paredes eran muy delgadas. Yonah jamás había oído rezar al ama de llaves, pero todos sabían que los demás lo podían oír a uno cuando se levantaban para hacer sus necesidades en el orinal. Una vez Yonah oyó el leve gemido que emitió Reyna mientras bostezaba y se la imaginó desperezándose y disfrutando del lujo de unas pocas horas de descanso. Durante el día la miraba a hurtadillas procurando que no se dieran cuenta, pues desde un principio supo que Reyna tenía dueño.

Varias veces, acostado en su cama en medio de la oscuridad de la noche, la oía abrir la puerta de su habitación, entrar en la de Nuño y cerrar la puerta a su espalda. Y a veces oía los sonidos amortiguados del amor.

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