Al igual que un soldado que hubiera acabado de entregar un mensaje, Boone dio media vuelta rápidamente y se encaminó hacia su coche.
Richardson se sentía como si acabaran de propinarle un puñetazo en el estómago. ¿De qué hablaba ese hombre? ¿Consecuencias negativas?
—Un momento, señor Boone. Por favor...
Boone se detuvo en el bordillo. Estaba demasiado oscuro para que su rostro resultara visible.
—Si lo acompaño al centro de investigación, ¿dónde se supone que me voy a alojar?
—Disponemos de instalaciones muy confortables para nuestro personal.
—¿Y estaré de regreso aquí mañana por la tarde?
El tono de voz de Boone cambió ligeramente, como si estuviera sonriendo.
—Puede estar seguro.
El doctor Richardson metió una muda en una bolsa de viaje mientras Nathan Boone lo esperaba en el vestíbulo. Partieron de inmediato y condujeron hacia el sur, en dirección a Nueva York. Cuando llegaron al condado de Westchester, cerca de la ciudad de Purchase, Boone se desvió por una carretera local de dos carriles. El todoterreno pasó ante lujosas mansiones de ladrillo y piedra. Arces y robles blancos crecían en los jardines de entrada, y el césped se veía cubierto de hojas otoñales.
Pasaban unos minutos de las ocho cuando Boone giró por un camino de gravilla y llegó a la entrada de un complejo rodeado de una cerca. Un discreto rótulo indicaba que se hallaban ante el centro de investigación de la Fundación Evergreen. El guardia de la garita reconoció a Boone y abrió la verja.
Estacionaron en un pequeño aparcamiento rodeado de abetos y se apearon del vehículo. Cuando caminaron por el sendero de losas, Richardson vio los cinco grandes edificios que ocupaban el complejo. Había cuatro estructuras de acero y cristal situadas en las esquinas de un cuadrilátero conectadas unas con otras mediante galerías cubiertas a la altura de los primeros pisos. En el centro se elevaba un edificio de mármol blanco sin ventanas. A Richardson le recordó unas fotos que había visto de la Kaaba, el santuario musulmán de La Meca, donde se encuentra la misteriosa piedra negra que Abraham había recibido de un ángel.
—Ésa es la biblioteca de la Fundación —dijo Boone señalando el bloque de la esquina norte—. A su derecha y en este orden se hallan el edificio de investigación genética, el de desarrollo informático y el centro administrativo.
—¿Y qué es el edificio blanco y sin ventanas?
—Ése lo construyeron hace un año —repuso Boone—. Su nombre oficial es Centro de Investigaciones Neurocibernéticas. Pero la mayoría de la gente lo llama El Sepulcro.
Boone guió a Richardson hasta el edificio de administración. El vestíbulo estaba vacío salvo por la cámara de vigilancia montada en un soporte de pared. Los ascensores se hallaban al fondo. Mientras los dos hombres se dirigían hacia allí, uno de los ascensores abrió sus puertas.
—¿Hay alguien observándonos?
Boone se encogió de hombros.
—Ésa es una posibilidad que siempre existe, doctor.
—Alguien tiene que estar vigilándonos, porque se han abierto las puertas.
—Llevo un chip de identificación mediante radiofrecuencia. Lo llamamos «Enlace de Protección». El chip le ha comunicado al ordenador que estoy en el edificio y que me dirijo al punto de entrada.
Los dos hombres entraron en el ascensor, y las puertas se cerraron en silencio. Boone agitó la mano ante un rectángulo gris encajado en la pared. Se oyó un débil clic, y la cabina empezó a subir.
—En la mayoría de edificios simplemente usan tarjetas de identidad —comentó Richardson.
—Por aquí todavía hay unos pocos que las llevan. —Boone alzó la mano derecha, y Richardson le vio una pequeña cicatriz en el dorso—. Sin embargo, todos los que cuentan con un alto nivel de seguridad llevan un Enlace de Protección implantado bajo la piel. Es mucho más seguro y eficaz.
Llegaron al tercer piso. Boone escoltó al neurólogo hasta una suite con dormitorio, cuarto de baño y salita.
—Aquí es donde pasará la noche —le explicó—. Siéntese y póngase cómodo.
—¿Qué va a suceder?
—Nada por lo que deba preocuparse, doctor. Alguien desea hablar con usted.
Boone salió, y la cerradura de la puerta hizo un leve clic. «Esto es una locura —se dijo Richardson—. Me tratan como si fuera un criminal.» Durante varios minutos, el neurólogo caminó nerviosamente arriba y abajo. Luego, su enfado empezó a remitir. Quizá había cometido algún error. Había estado lo de su conferencia en Jamaica y... ¿qué más? También había habido unas cuantas cenas y ciertas habitaciones de hotel que no tenían nada que ver con la investigación. ¿Cómo podían haberse enterado? ¿Quién se lo había dicho? Pensó en sus colegas de la universidad y llegó a la conclusión de que más de uno envidiaba sus éxitos.
La puerta se abrió y un joven asiático entró llevando una gruesa carpeta verde de anillas. El hombre vestía una impecable camisa blanca y una estrecha corbata negra que le conferían un aspecto pulcro y respetuoso. Richardson se relajó de inmediato.
—Buenas noches, doctor. Me llamo Lawrence Takawa. Soy el director de Proyectos Especiales de la Fundación Evergreen. Antes de que empecemos, quería decirle lo mucho que he disfrutado con sus libros, especialmente
The Machine in the Skull.
Hay que reconocer que ha elaborado interesantes teorías acerca del cerebro.
—Me gustaría saber por qué me han traído hasta aquí.
—Tenemos que hablar con usted. La cláusula 18—C nos brinda esa oportunidad.
—¿Vamos a tener una reunión esta noche? Sé que he firmado un contrato, pero esto resulta muy extraño. Podrían haberse puesto en contacto con mi secretaria y concertar una cita.
—Nos hemos visto obligados a responder a una situación un tanto especial.
—¿Qué desean? ¿Un resumen de las investigaciones de este año? Ya les he enviado un informe preliminar. ¿Lo ha leído alguien?
—No está aquí para hacernos preguntas, doctor Richardson. Más bien al contrario, somos nosotros los que vamos a darle importante información. —Lawrence fue hasta uno de los sillones, y los dos hombres se sentaron frente a frente—. A lo largo de los últimos seis años ha hecho usted distintos experimentos, pero su investigación confirma una idea en concreto: que no existe una realidad espiritual en el universo. La conciencia humana no es más que un proceso bioquímico que tiene lugar en nuestro cerebro.
—Ése es un resumen muy elemental, señor Takawa; pero correcto en lo esencial.
—Los resultados de sus investigaciones confirman la filosofía de la Fundación Evergreen. La gente que la dirige cree que cada ser humano es una unidad biológica autónoma. Nuestro cerebro es un ordenador orgánico cuya capacidad de procesamiento viene determinada por la herencia genética. Durante nuestra vida llenamos nuestro cerebro con conocimientos adquiridos y respuestas condicionadas a distintas experiencias. Cuando morimos, nuestro cerebro-ordenador se destruye con toda la información que contiene y sus programas operativos.
Richardson asintió.
—Todo eso creo que resulta evidente.
—Es una magnífica teoría —contestó Lawrence—. Por desgracia, no es cierta. Hemos descubierto que dentro de cada ser vivo existe un fragmento de energía independiente del cuerpo o del cerebro. Dicha energía entra en todas las criaturas cuando nacen, sean plantas o animales, y los abandona cuando mueren.
El neurólogo intentó no sonreír.
—Está usted hablando del alma humana.
—Nosotros lo llamamos La Luz. Parece seguir las leyes de la teoría cuántica.
—Llámelo como quiera, señor Takawa. Personalmente no me importa. Supongamos por un momento que tenemos alma, que está en nosotros cuando nacemos y que se va cuando morimos. Aun aceptándolo, es irrelevante en nuestras vidas. Me refiero a que no podemos hacer nada con el alma. No podemos medirla, verificarla, extraerla y conservarla.
—Hay un grupo de gente, llamados Viajeros, que es capaz de controlar su Luz y proyectarla fuera del cuerpo.
—No creo en esas bobadas espirituales. Nada de eso puede ser demostrado empíricamente.
—Lea esto y dígame qué le parece. —Lawrence dejó el archivador encima de la mesa—. Volveré dentro de un rato.
El oriental salió, y Richardson se quedó nuevamente solo. La conversación había resultado tan extraña e inesperada que el neurólogo no sabía cómo reaccionar. Viajeros. La Luz. ¿Por qué empleaba esos términos místicos el responsable de una organización científica? Acarició con la yema de los dedos la tapa del archivador, como si su contenido pudiera quemarlo. Respiró hondo, lo abrió y empezó a leer.
El volumen estaba dividido en cinco partes, todas numeradas. La primera resumía las experiencias de distinta gente que creía que su espíritu había abandonado sus cuerpos, pasado por cuatro niveles y alcanzado otra dimensión. Esos Viajeros creían que todos los seres humanos llevaban en su interior cierta energía parecida a un tigre enjaulado. De repente, la puerta de la jaula se abría, y la Luz quedaba en libertad. La segunda describía la vida de varios Viajeros que habían aparecido durante los últimos milenios. Algunos de ellos se habían convertido en eremitas y se habían retirado a vivir en el desierto. Sin embargo, muchos Viajeros habían iniciado movimientos sociales y desafiado a las autoridades. Por ese motivo se habían apartado del mundo. Los Viajeros veían todo desde una perspectiva diferente. El autor de la segunda parte proponía que san Francisco de Asís, Juana de Arco e Isaac Newton habían sido Viajeros. El famoso
Diario negro
, que se mantenía oculto en los sótanos de la biblioteca de la Universidad de Cambridge, revelaba que el matemático inglés había soñado que cruzaba barreras de agua, tierra, aire y fuego.
En los años treinta, Iosif Stalin había llegado a la conclusión de que los Viajeros representaban una amenaza para su dictatorial régimen. La tercera parte describía de qué modo la policía secreta detuvo a un centenar de místicos y líderes espirituales. Un médico llamado Borís Orlov examinó a los Viajeros confinados en una prisión especial de las afueras de Moscú. Cuando los prisioneros cruzaban a otros dominios, sus corazones latían una vez cada treinta segundos y dejaban de respirar. «Son como muertos —había escrito Orlov—. La energía de la vida ha abandonado sus cuerpos.»
Heinrich Himmler, jefe supremo de las SS, leyó una traducción del informe de Orlov y decidió que los Viajeros se convertirían en la fuente de una nueva arma que ganaría la guerra. La parte cuarta del informe relataba que los Viajeros apresados en los países ocupados por los nazis habían sido enviados a un campo de concentración destinado a la investigación y dirigido por Kurt Blauner, el famoso Doctor Muerte. A los prisioneros se les había extirpado parte del cerebro y sometido a electrochoques y a baños de agua helada. Después de que los experimentos para poner a punto una nueva arma fracasaron, Himmler decidió que los Viajeros eran un «elemento de la degeneración cosmopolita» y los hizo ejecutar por pelotones de las SS.
Richardson no se sentía concernido por las toscas investigaciones desarrolladas en el pasado. La gente que creía viajar a mundos alternativos sólo sufría una actividad anormal en ciertas zonas cerebrales. Seguramente, santa Teresa, Juana de Arco y demás visionarias no habían sido más que epilépticas que padecían bloqueos del lóbulo temporal. Naturalmente, los nazis se habían equivocado. Esos individuos no eran ni santos ni enemigos del Estado. Sencillamente, lo que necesitaban eran sedantes de última generación y una terapia adecuada para enfrentarse al estrés emocional que imponía su enfermedad.
Cuando Richardson pasó a la parte quinta del volumen se alegró al comprobar que los datos empíricos habían sido obtenidos mediante modernas técnicas neurológicas como tomografías axiales y resonancias magnéticas. Intentó averiguar el nombre de los científicos implicados, pero habían sido tachados con rotulador negro. Los dos primeros informes detallaban la evaluación neurológica de la gente que había llegado a convertirse en Viajera. Cuando esos individuos caían en trance, sus cuerpos quedaban en estado durmiente. Las tomografías efectuadas en ese período no mostraban actividad neural alguna salvo el latido cardíaco controlado por el hipotálamo.
El tercer informe describía un experimento llevado a cabo en unas instalaciones médicas de Pekín donde un grupo de investigadores chinos había inventado algo llamado monitor de energía neural. El MEN medía la energía bioquímica producida por el cuerpo humano, y demostraba que los Viajeros tenían la facultad de crear breves impulsos de lo que Takawa había llamado La Luz. Su poder neural era increíble, unas trescientas veces superior a la débil corriente que fluía normalmente por el sistema nervioso. Los anónimos investigadores sugerían que esa energía estaba relacionada con la posibilidad de viajar a otros mundos.
«Aun así, esto no prueba nada —se dijo Richardson—. La energía satura el cerebro, y esa pobre gente cree ver ángeles.»
Pasó la página de otro informe y leyó rápidamente. En ese experimento, los científicos chinos habían acomodado a cada Viajero en unas cajas de plástico —casi como ataúdes— dotadas de dispositivos especiales para detectar actividad energética. Siempre que un Viajero había caído en trance, de su cuerpo brotaba una poderosa emanación de energía. La Luz disparaba los monitores, pasaba a través de la caja y escapaba. Richardson miró en el capítulo de anotaciones intentando hallar el nombre de los científicos y de los Viajeros; En todos los informes aparecían unas palabras como si fueran el comentario de pasada efectuado al final de una conversación: «Sujeto devuelto a custodia vigilada. Sujeto ya no muestra intención de cooperar. Sujeto fallecido».
Richardson estaba sudando. El cuarto resultaba asfixiante. La ventilación no parecía funcionar. «Abre la ventana y respira un poco de aire nocturno», se dijo. Pero, cuando descorrió las cortinas, descubrió una pared lisa. En la suite no había ventanas, y la puerta estaba cerrada.
La tienda bengalí de artículos de boda se hallaba en el extremo sur de Brick Lane. Si uno dejaba atrás los saris dorados y los adornos para fiestas entraba en un cuarto del fondo donde era posible conectarse a internet sin ser rastreado. Maya envió mensajes codificados a Linden y Madre Bendita. Luego, utilizando la tarjeta de crédito del propietario del establecimiento, puso una esquela en
Le Monde
y
The Times
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