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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (19 page)

BOOK: Esclava de nadie
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Salieron los cristianos y los llevaban donde los habían de matar. Desnudaron al alcalde y al secretario hasta dejarlos en cueros vivos y, pelándoles las barbas, les quebraron también los dientes y las muelas a puñadas. Con unas tenacillas al rojo les arrancaban las tetillas y la grasa del brazo, que olía como la manteca sobre la sartén. Y al ver que se encomendaban a Jesucristo o a la Virgen María, no pudiendo sufrirlo aquellos descreídos, los abrieron por las espaldas para sacarles los corazones. Delante de todos los vecinos, el moro que los mandaba empezó a dar bocados al del alcalde, hasta comérselo crudo.

Ya sólo resistía la iglesia, que les era muy molesta. Sus ocupantes habían subido a la torre del campanario y en lo más alto de él pusieron un reparo de colchones, para disparar a los moros.

Éstos descubrieron en la torre una puerta tapiada. Entrando por ella rompieron la sacristía con picos, pasaron al templo y empezaron a destruir los objetos sagrados. Con grandísima ira hacían pedazos las cruces y los retablos, quebraban la pila del bautismo, deshicieron el altar, derramaron los santos óleos y arcabucearon la caja del sagrario. En escarnio de la fe cristiana, tomaban las casullas, las albas y otros ornamentos para convertirlos en calzones y ropetas.

Uno de los lugartenientes apresó a quienes se defendían en la torre. Y, tras escupir en la cara al párroco y al sacristán, se los pasó a sus hombres, diciéndoles de esta manera:

—A este perro bellaco del cura os entrego porque, subiéndose en el altar, os hacía estar ayunos hasta mediodía, mientras él se comía una torta de pan y se emborrachaba con vino. Y también al sacristán, que apuntaba las faltas de quienes no ibais a misa los domingos.

Tras ello, desnudaron al sacerdote y lo colocaron junto al altar, en una silla de caderas donde se solía poner para predicar. El monfí que mandaba a los atacantes se adelantó, sacó su daga y con ella le cruzó desde lo alto de la frente hasta la barba, diciendo: «Por la señal…». Y prosiguió haciendo lo mismo, cruzándole la cara de mejilla a mejilla, añadiendo: «De la santa cruz…». De esta manera lo fue persignando a hierro por todo el cuerpo, con crueldad indecible.

Luego lo entregó a dos sayones que, con sendas navajas, lo fueron despedazando coyuntura a coyuntura, empezando por los dedos de los pies y de las manos. Como el cura invocaba a Jesús, le cortaron la lengua. Y antes de expirar lo abrieron de arriba abajo, le sacaron las entrañas y se las dieron a comer a los perros.

A lo que luego se supo, no fue éste un suceso aislado. Antes bien, se produjeron muchos otros parecidos, causando profunda indignación en el campo cristiano. Se alzó gran clamor, pidiendo un golpe tan duro contra los moriscos que ya no se repusieran de él. A este fin se eligió su plaza más fuerte, el reducto de La Galera, tenido por invencible. Para entonces, harto de las luchas intestinas que dividían sus ejércitos, el rey Felipe II había puesto al mando a su hermanastro, don Juan de Austria. Y éste decidió usar en aquella empresa los nuevos recursos llegados de Italia.

Se extendió por el reino de Granada la fama del empeño, poniendo todos los ánimos en suspenso. Enviaron las ciudades tropas de refresco, a pie y a caballo. Así se fueron juntando más de ciento veinte banderas, con sus capitanes al frente. Había que rendir La Galera. No importaba el coste de vidas de uno u otro bando. Si se tomaba, se desplomarían las esperanzas moriscas, dando a los cristianos la ventaja definitiva en una guerra que se estaba convirtiendo en interminable.

L
A
G
ALERA

T
odavía ahora, en la penumbra de su celda, Céspedes se estremecía al recordarlo. ¿Cómo pudo pasar aquello? ¿Qué le sucedió allí? Pues bien dicen que cuando se rompen las ataduras en quien de ordinario es comedido y pudoroso, mayor es su desenfreno.

Aún le costaba verse a sí mismo en semejante trance. Le sobrecogió aquel poblado desde el mismo momento en que lo vio, asentado allá arriba como navío en un mar de piedra, la proa a tramontana y la popa a mediodía. Muy esforzado de torres, alzado entre peñas que se derramaban por lo más escabroso de la sierra, recortándose sobre un cielo invernal, de color pizarra. Quizá porque La Galera le trajo a la memoria Alhama, apeñuscada sobre la gran cicatriz de su tajo y sus recuerdos.

Pero no era sólo él. Al montar el asedio, se palpaba la inquietud en todo el campamento. El aire estaba enrarecido, colmado de suspicacias. De miradas aviesas entre el chirriar de las máquinas de guerra, el golpeteo de las picas enristradas, el entrechoque de las armas. La causa era, una vez más, la distinta procedencia de las tropas que allí concurrían, haciendo alarde contra la morisma. Las del marqués de los Vélez llevaban tiempo asediando el lugar sin ningún resultado. Y el aristócrata se había tomado muy a mal que viniera a relevarlo el hermanastro del Rey. Tan mal que se marchaba, alegando no estar en edad para ser cabo de escuadra.

Cierto que el baluarte tenía fama de inexpugnable, asentado todo él en piedra berroqueña. Allí arriba, cien moriscos valían por mil soldados abajo, en aquellos ramblizos tan al descubierto. Además, el enemigo contaba con alimento para muchos meses. Y en los sótanos de su castillo surtía un pozo de agua manantial que no se les podía cortar.

Sabedor de todo ello, don Juan de Austria había encargado a su tutor, Luis de Requesens, que le trajera de Italia sus muy curtidos tercios, junto con la mejor artillería. El marqués de los Vélez ya había hostigado el lugar con algunas bombardas de hierro. Pero a don Juan le pareció esta batería poca y mala, muy antigua, que hacía escaso efecto por ser sus balas de piedra, en exceso blandas.

Tampoco le gustaban los emplazamientos, demasiado alejados. Ordenó reconocer el lugar minuciosamente para plantar los cañones donde más daño pudiera hacerse. No tirando desde tan abajo, sino bien arriba, subiendo las piezas a fuerza de brazos y maromas.

Asentados los cañones en sus cestones y plataformas, se repartió pólvora en abundancia. Y comenzaron a batir. Durante varios días no dieron tregua a los moriscos. Fueron haciéndose algunos portillos en las fortificaciones hasta que se creyó llegado el momento de cesar el fuego y probar aquellas grietas hechas en sus defensas.

De este modo, en las semanas sucesivas se hicieron muchos y muy bravos intentos, pero ninguno aprovechó ni bastó para mejorar las posiciones de los cristianos. Por lo que se decidió dar un golpe bien organizado y de mucho empuje.

Se armó a ese efecto una escuadra de arcabuceros de los llamados «rotos» o «pardos», quienes cuidaban más de su valor que de su ropa. Que todas sus galas eran armas, pólvora y plomo.

Propusieron a Céspedes sumarse a ellos, pues conocían su buen tino. Y, puestos en asamblea aquellos voluntarios, empezaron a discutir quién podría mandarlos. Uno de ellos dijo:

—Yo entiendo que nos será de gran conveniencia un oficial veterano, arrojado, de experiencia bastante…

Quedaron en suspenso sobre quién reuniría tan buenas cualidades, y el que estaba en uso de la palabra prosiguió:

—Alguien como el alférez Juan Tizón.

—¿Tizón está aquí? —preguntó Céspedes, sorprendido.

—Acaba de llegar.

Acordaron llamarlo aquellos bravos. Y él vino de buen grado.

Nada dijo al ver a Céspedes. Aunque ambos se miraron y aun se sostuvieron la mirada un buen trecho.

Dio su conformidad Tizón y les dijo que estuviesen prestos al día siguiente. Él examinaría entretanto por qué lugar sería mejor acometer.

Esa noche, mientras se encontraba Céspedes junto a otros compañeros, fue el alférez a buscarlo. Y le pidió hacer un aparte.

Dados los meses que no se veían, temió que entre ambos se hubiera levantado un muro infranqueable. Pareció dudar el oficial sobre cómo manifestarse. No le salían las palabras. Al fin, dejándose en la lengua mucho de lo que seguramente pensara decirle, se limitó a poner en su conocimiento:

—Cuando enarbole la bandera para señalar el lugar y momento del ataque, necesitaré a alguien que me cubra. ¿Querrás hacerlo tú?

Asintió Céspedes, conmovido. E iba a añadir algo cuando el alférez se despidió, escueto:

—Pues hasta mañana.

Llegado el momento del asalto, se les puso en una trinchera bien forrada de esparto y sacos de lana que les hacía parapeto. Por allí podrían llegar al pie de la montaña, a cubierto de los disparos enemigos.

Avanzaron de este modo y, cuando estuvieron en la falda, Tizón ordenó salir del alojamiento.

Empezaron a ascender por las escorrentías de una quebrada.

—¡Subid despacio! —gritaba el alférez al sentirles las prisas—. Tenéis que guardar el aliento. No podéis llegar arriba sin resuello para pelear.

Iba buscando de tanto en tanto los lugares más a cubierto. Allí les mandaba hacer alto y descansar.

Ganaron así una loma a mitad de camino. Se detuvo el alférez y examinó el terreno.

—Esto no me gusta. Me da mucho que pensar —confesó a Céspedes, que iba pegado a él, cubriéndole.

—¿Qué sucede?

—La montaña está quemada. Si seguimos avanzando nos quedaremos al descubierto.

Se oyó en ese momento un ruido ensordecedor viniendo desde lo alto. Un estruendo que no alcanzaban a calibrar. Alzándose sobre una peña, Tizón ordenó a sus hombres:

—¡A los lados, apartaos a los lados!

Luego, agarró a Céspedes y lo obligó a refugiarse junto con él tras una gran roca.

Desde allí vieron lo que les sucedía a unos soldados que trataban de unírseles. Eran arrollados por algo que bajaba como una exhalación, dejando a su paso un rastro de alaridos.

Tardaron en comprender lo que sucedía. Los moros habían unido ruedas de molino por sus ejes mediante unos maderos. Y al hacerlas rodar cuesta abajo tomaban tal furia que, en llegando a los cristianos, rara vez dejaban de llevarse una docena.

—Ahora entiendo por qué han quemado la tierra —le dijo Tizón—, arrancando cualquier apoyo que estorbe o donde los nuestros puedan guarecerse, estribar los pies y asirse con las manos. ¡Tengo que avisarles para que retrocedan!

Salió el alférez armado de su bandera, que ondeó previniendo a los hombres a punto de entrar en aquel desmonte.

Quedó así muy al descubierto de los enemigos. Céspedes debería haberse percatado de aquel arcabucero morisco que apuntaba al oficial. Demasiado tarde vio que lo alcanzaba, y que el alférez caía sobre la gran roca.

Trató de salir hasta el claro. Pero ya atronaban la cuesta tres pesadas ruedas de molino unidas por el eje, devastando todo a su paso. Hubo de asistir impotente a la captura de Tizón. Varios enemigos bajaron hasta el lugar donde se encontraba y cargaron con él, metiéndolo tras la muralla.

Sólo pudo unirse a los supervivientes e iniciar el descenso junto a ellos.

Fue grande el pesar cuando lo contaron en el campamento, por la muerte de tan buenos y bravos arcabuceros. Y en particular para Céspedes por haber perdido a Tizón, a quien debía guardar las espaldas.

Mucho le atormentaba esto. Varios días anduvo pendiente de las almenas de la torre del castillo, donde los moriscos colocaban las cabezas de los cristianos caídos en sus manos. Pedía prestado su catalejo a uno de los capitanes y recorría una por una aquella macabra muestra que iba secándose al sol entre un revolotear de cuervos. Aún abrigaba alguna esperanza, pues no lo veía allí arriba.

—No te hagas ilusiones, muchacho —le dijo el capitán al devolverle el catalejo—. Lo mejor para el alférez Tizón sería que su cabeza estuviese ahí. Al menos, habría dejado de sufrir.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Bien lo sabes, aunque no quieras aceptarlo. Siendo como es un oficial, tratarán de sonsacarle información. Ya puedes imaginarte lo que significa eso.

L
A MINA

E
ste y otros sucesos hicieron ver a don Juan de Austria la magnitud de la resistencia enemiga. Una vez enterrados los muertos y recogidos los heridos, mandó juntar a los del Consejo y les habló de esta manera:

—La llaga de hoy nos ha mostrado la medicina necesaria. Yo hundiré La Galera, la asolaré y sembraré toda de sal. Y por el riguroso filo de la espada pasarán cuantos están dentro, chicos o grandes, en venganza de la sangre vertida. Ha llegado el momento de armar las minas. Que se aperciban los ingenieros y no descansen hasta concluirlas.

Así se acordó hacer dos minados: uno al lado izquierdo y otro al derecho, de modo que las ruinas provocadas por sus explosiones hiciesen suficiente escarpe para usarlo como rampa y subir la tropa por ella.

Encontraron los zapadores una veta de piedra arenisca más blanda que el resto, por donde sería llevadero hacer camino. Allí decidieron abrir la primera mina. Y no muy apartado hallaron otro filón, bueno para la segunda. Con lo que se formaron dos cuadrillas que las emprendieron de inmediato.

No contraminaron los moriscos, por desdeñar que la pólvora pudiera volar un monte tan grande y tan alto como aquél. Y quizá por necesitar para ello ahondar demasiado.

Al cabo de varios días de zapa, bien metidos ya bajo la montaña, pensaron los excavadores que se podía trabar el hornillo, la oquedad donde ponen la pólvora. Fueron metiendo hasta cuarenta y cinco barriles, añadiendo algunos costales llenos de trigo y sal para que el fuego surtiese con más furia. Una vez quedaron bien cebadas las minas y tendidas las mechas se cerró y asentó la tierra, buscando un mayor efecto al tiempo de reventar.

Cuando se comunicó a don Juan de Austria que todo estaba a punto, dio órdenes para que esa noche cenasen bien las tropas y descansaran, porque comenzarían el asalto al día siguiente muy de mañana.

Y ya a las seis, empezando a clarear, mandó que la infantería bajase a las trincheras y que la gente de a caballo se pusiera alrededor de la villa, por si los enemigos pretendieran salir.

Luego hizo batir las defensas con toda la artillería. Con cuatro cañones se castigó el mediodía. Otras cuatro piezas golpearon las casas que se descubrían por el poniente. Con dos se bombardeaban las defensas bajas. Y hasta diez se concentraron en el través del castillo y su torre, donde los enemigos habían puesto las cabezas de los cristianos degollados.

No había aparecido entre ellas la de Juan Tizón. Angustiado por la suerte del alférez, Céspedes aguardaba impaciente el momento del asalto.

Al cabo de una hora de este castigo, se ordenó cesar en el fuego de artillería para prender las minas. Los encargados esperaban ya junto a las mechas. Y un gran silencio se apoderó del campo cristiano, todo él con las armas a punto.

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