—Digan las declarantes, bajo el juramento que han prestado, si Elena de Céspedes está, o no, corrompida y usada de varón.
Se adelantó la primera, la de más edad, para asegurar:
—Yo, Isabel Martínez, vi a la susodicha echada en una cama, juntamente con Ana de Perea y María Gómez, ambas parteras como yo. Y le tentamos sus partes con una vela de sebo, la cual le metimos por su natura de mujer, entrando en ella premiosa, y poco. Tras ello, no confiándome y para mayor seguridad, también le metí el dedo, que entró, asimismo. Pero ella está tan estrecha que no se entiende que haya sido usada de varón. En cuanto a los pechos, los tiene grandes, conforme a su cuerpo, con pezones como de mujer, aunque desbaratados en alguna manera.
Pasó a declarar la segunda, quien, por su parte, aseguró:
—Yo, María Gómez, tenté a la susodicha con una vela de sebo, y habiéndosela metido por su natural entró dos dedos poco más o menos. En lo que no muestra estar corrompida, sino que es así de natura, que es de mujer, por lo que vi.
Hizo el gobernador un gesto a la comadrona más joven, quien se expresó:
—Yo, Ana de Perea, aseguro que el dicho Céspedes tiene natura de mujer y al meterle por ella una vela entró en poca cantidad, por no estar conocida de varón. Y tiene las tetas como de mujer, sin que se aprecie miembro de hombre.
En el banco desde el que seguía el juicio, reparó Francisco de Ayllón en que tan pronto salieron las parleras de la sala se inició una nueva deliberación entre el gobernador y el juez Felipe de Miranda. Sin duda habían esperado declaraciones más inequívocas y contundentes, al modo en que lo hicieran los médicos. Pero aquellas tres mujeres, que no dependían tanto de Loaysa como los galenos, hablaban con mayor libertad, dejándolos desconcertados: ¿cómo podían las comadronas dudar de que Céspedes estaba corrompida y usada de varón, si se les informó de que tuvo un hijo? Su caso cobraba unas dimensiones turbadoras. El tribunal no parecía dispuesto a que nadie lo tomara por ignorante. Recuperando su habitual tono de autoridad, el gobernador se dirigió al alcaide de la cárcel para ordenarle:
—Que Elena de Céspedes sea sacada de la sección de los hombres y llevada a la de mujeres. Y una vez allí, que se la recluya en el aposento que está bajo la escalera del primer patio, a mano izquierda de donde se hace audiencia. Cierre con llave y entréguemela. Y María del Caño, su mujer, sea puesta en otro cuarto apartado de él, cerrado, asimismo, con llave, de manera que nadie les hable.
Francisco de Ayllón se daba cuenta de lo que pretendía Jufre de Loaysa. Al convertir a María de Caño en acusada quería aislarla, tanto de Céspedes como de cualquier otro testigo. Aquella incomunicación no presagiaba nada bueno. Sobre todo después de las amenazas de tormento que había vertido el gobernador. Pretenderían arrancarle sus confesiones respectivas mediante la tortura.
Si ambas eran mujeres, contrajeron matrimonio y lo habían consumado, quedaba demostrado el delito de sodomía. Y tan pronto lo admitieran o se probase, las dos serían condenadas a la hoguera.
E
l gobernador hizo una seña al licenciado Felipe de Miranda. El juez auxiliar se levantó, fue hasta la cárcel y regresó junto con el alguacil que traía a Céspedes a presencia del tribunal. Cuando se hubo sentado, Jufre de Loaysa advirtió al secretario que tomaba puntualmente nota de todo lo allí declarado:
—La acusada es la misma que se viene mencionando como Eleno. Y a partir de ahora será llamada con su verdadero nombre de mujer.
Dirigiéndose al reo, le tomó otra vez juramento en forma de derecho, preguntándole su filiación, oficio y edad, como si se tratara de una nueva persona.
El párroco de San Juan Bautista, Francisco de Ayllón, reparó en que el cirujano no se arrugaba. Había mucho de desafío en sus palabras al seguir asegurando:
—Me llamo Eleno de Céspedes, natural de Alhama de Granada.
El juez ignoró esta respuesta y le mantuvo el sexo asignado:
—Siendo, como es, mujer, ¿qué ha movido a la acusada a mudarse de hábito y fingirse hombre?
—Tener los atributos de varón —replicó sin sombra de vacilación.
—¿Qué atributos son esos?
—Miembro y testículos, aunque los perdí por una enfermedad.
—¿Hace cuánto que la padeció?
—Hará medio año. Un día que fui a Aranjuez y a Yepes me golpeé y dañé el miembro de hombre. Con lo que se me llagó. Y por habérmelo mal curado en esta cárcel, lo he venido a perder.
—¿Cómo es eso posible sin que le quede señal alguna?
—Se cayó comido de un cáncer, y hay señales de ello.
—¿No es más cierto que esta confesante es mujer y tiene natura de tal, y no de hombre, como han certificado los médicos y comadronas de esta villa?
—No tuve eso que llaman natura de mujer hasta que se me cayó la de hombre y me quedó en su lugar un agujero grande que yo procuré curar.
—¿Es cierto que hará unos quince meses engañó a María del Caño, hija de Francisco del Caño, vecino de Ciempozuelos, y dando a entender que era hombre tanto a los padres como a la hija se desposó con ella, con poco temor de Dios y menosprecio del santo sacramento del matrimonio y del orden natural?
—Es verdad que me casé con la dicha María del Caño, pero siendo hombre, y no mujer. Con lo que no hubo menosprecio alguno.
Francisco de Ayllón reparó en que el gobernador trataba ahora de abrir un nuevo frente, la ofensa a un sacramento, acusación no menos peligrosa que la de sodomía. Pero quizá no acabase de sopesar todas las implicaciones de semejante paso.
—¿Es cierto que, prosiguiendo en el dicho delito, y aumentándolo, tuvo acceso carnal y cópula con la dicha María del Caño y la corrompió fingiendo tener natura de hombre, con miembro postizo y artificial?
Ayllón se percató del alcance de un ataque tan frontal. Los besos y caricias entre mujeres no estaban tan mal vistos. Pero la penetración lo cambiaba todo. Ahí empezaba claramente el delito de sodomía. ¿Lo sabía Céspedes?
Tendió el oído para escuchar su respuesta:
—No hubo tal. Yo era hombre y como tal conocí carnalmente a mi esposa.
Una contestación impecable. Jufre de Loaysa no lo iba a tener fácil. Pero ya volvía a la carga:
—¿Cuándo fue la última vez que yació con María del Caño, antes de sentirse enferma de su natura esta confesante?
El gobernador le hacía esta pregunta consultando los folios que debían corresponder a la declaración de la esposa. Y al reparar en ello, el reo pareció dudar. Hasta que apremiado por su interrogador, aseguró, en voz baja, casi imperceptible:
—No me acuerdo.
Ayllón percibió el problema de inmediato. La incomunicación entre los cónyuges empezaba a surtir efecto. El cirujano se había replegado en un prudente «no me acuerdo» para no contradecir la declaración de su mujer, la única que podría confirmarlo o desmentirlo. Le admiró aquella muestra de amor hacia su esposa: prefería no llevarle la contraria para dejarla a salvo. Y ello aun a costa de abrir esa fisura en su propia credibilidad. Pues tenía que ser muy consciente de que el tribunal no iba a dar por bueno el olvido de algo sucedido pocos meses antes.
Quizá por ello, al ver aquella grieta en la defensa, el gobernador insistió:
—¿De qué material era el miembro con que conocía carnalmente a María del Caño y le daba a entender que era su natural de hombre?
—El que Dios me dio.
—La dicha María del Caño, ¿estaba al tanto de que esta confesante era mujer y sin embargo se juntaba lujuriosamente con ella, como cómplice y partícipe de su delito?
—Nunca hubo tal, porque siempre me tuvo por hombre.
—Y, al presente, ¿es hombre la acusada?
—Lo soy, aunque no como solía, porque me falta el miembro y en su lugar tengo un agujero, por la enfermedad declarada.
Francisco de Ayllón notaba la creciente irritación que iba embargando al gobernador, al no lograr llevar al reo donde quería. Por eso, quizá, decidió emplearse a fondo, ampliando la acusación:
—¿Con qué otras personas ha cometido delito de sodomía y contra natura, fingiendo ser hombre?
Céspedes acusó la pregunta con un escalofrío: ¿qué información tenía el tribunal sobre sus andanzas anteriores?
Pareció sobreponerse al contestar:
—Siempre que he tenido acceso carnal con otras mujeres fue siendo yo hombre natural, y nunca contra natura.
—Diga y declare cómo se llaman las dichas mujeres y dónde están al presente.
Hubo un murmullo entre el público, con comentarios que venían a suponer que ahora sí que lo habían pillado en algún renuncio. Pero Céspedes mantuvo su temple, para afirmar:
—No sé dónde puedan hallarse ahora, porque han sido varias y en diversas partes.
Ayllón reparó en cómo el gobernador trataba de acallar los cuchicheos entre el público. Por el tono de su voz dejaba traslucir bien a las claras que aquello se iba pareciendo más a un desafío que a un juicio. Empezaba a ser ya un duelo a dos. Su prestigio y autoridad de gobernador, justicia mayor de la provincia y caballero de la Orden de Santiago no estaban quedando precisamente bien parados. En especial porque lo tenía todo a su favor contra alguien a quien pretendía reducir a mujer. Para colmo, de raza mulata y nacida esclava.
Tales consideraciones lo llevaban a redoblar su empeño, multiplicando las preguntas:
—¿Es verdad que para cumplir con la dicha María del Caño y sus deudos y para que la tuviesen por hombre fingió serlo con embustes? ¿Y no es menos cierto que engañó a los médicos en Madrid poniendo a otro en su lugar, o de cualquier otro modo, para que depusieran que era varón ante el vicario de la dicha villa?
Semejante batería mostraba su desconcierto sobre cómo pudo arreglárselas Céspedes para salirse con la suya. El juez empezaba a dar palos de ciego. La coherente defensa del acusado estaba haciendo su demoledor efecto. Todos empezaban a percibir la buena cabeza del reo. ¿Y si decía la verdad? Es decir, que fue hermafrodita, con ambos sexos, aunque unas veces prevaleciera uno y otras, el otro. Y que ahora se le había podrido el masculino, semejando ser mujer.
Porque eso era lo que siempre había mantenido. Y seguía sosteniendo:
—Yo no he engañado a nadie. Sino que, teniendo mis partes y miembro como hombre cumplido, fui visto y dado por tal. Y la prueba es que lo mismo pasó en Yepes con la justicia de dicha villa.
—¿Por qué, entonces, hizo llamar a su mujer, María del Caño, y le dijo que se acogiese a la iglesia de San Juan hasta ver en qué paraba la declaración de los dichos doctores?
—Yo no la mandé llamar, sino que ella me vino a ver como otras veces. Y cuando se despidió me dijo que se iba a rezar a San Juan, para encomendarse a Nuestra Señora del Remedio, como se acostumbra en estos casos.
Ayllón podía certificar que así era, y le pareció sincera la devoción de aquella brava mujercita. Tan auténtica como el amor que sentía por su marido. Observó que el gobernador había pedido al secretario nuevas actas del proceso y las examinaba para decir, torciendo el gesto:
—¿Cómo es entonces que la dicha María del Caño ha declarado que esta acusada le recomendó mantenerse en la iglesia de San Juan porque no tenía ya natura de hombre, que se le había comido y caído, y los médicos lo hallarían sin ella?
El párroco de San Juan recordaba que, ciertamente, ésas habían sido las declaraciones de la esposa. Y se daba cuenta de que ahora era Céspedes el desconcertado. La torpeza de María podía costarle cara. Pero no le quedaba más remedio que apechugar. Y guardó silencio, para protegerla.
El juez esbozó una sonrisa malévola pensando, sin duda, que el que calla otorga. E indicio de que seguía teniendo algunas cartas en la bocamanga, como lo corroboró su siguiente pregunta:
—¿Se corresponde este inventario de bienes con los de la acusada?
Le tendió una lista para que la examinase:
—Tómese la acusada el tiempo preciso.
No necesitó mucho Céspedes para contestar:
—Así parece.
El juez pidió que se lo devolviera.
—¿Incluidos éstos? —leyó—: «Una escudilla con trementina y yema de huevo, una olla con más de una docena de higos mermelados, un papel con sangre de dragón, otro con oropimente y rejalgar, polvos de almártaga, galvario, dos raíces de acistolo, mirabolanos, polvos de zarza y sen y una espatulilla».
—En efecto —reconoció Céspedes, sin atisbar a dónde quería ir a parar.
El juez se volvió hacia el secretario para pedirle un documento. Y con el brillo del triunfo en los ojos, prosiguió:
—Se ha encargado un informe al boticario de esta villa, Francisco Manuel de Mora, pidiéndole que indique para qué sirven tales remedios. Y ésta es su respuesta: «Lo que tienen la escudilla y la olla sirve para madurar apostemas. La sangre de dragón, para encarnar. El oropimente y el rejalgar es un castigo para comer carne en llagas. Los polvos de almártaga, para desecarlas. El galvario es para mal de madre. Las raíces de acistolo, para encarnar llagas. Los mirabolanos se usan en muchas medicinas. Y los polvos de zarza y sen, para los humores».
El cura párroco de San Juan inclinó el cuerpo, adelantándolo, para observar la respuesta de Céspedes. ¿Qué podía contestar a aquello? Era como decirle en la cara que todo el pretendido cáncer de su sexo no era sino algo preparado por él mediante aquellas sustancias que obraban en su poder.
—Pero ésas son las materias propias de un cirujano —se defendió.
—No es esto lo que tenemos entendido. Antes bien, creemos que las usasteis para fingirlo todo.
—¿Y los testimonios de los médicos?
—Hubo de mediar engaño o soborno. Y para salir de dudas hemos dictado orden de que sea conducido de inmediato ante este tribunal el doctor Antonio Mantilla, por caer dentro de nuestro distrito, al ejercer al presente en la vecina población de Villarrubia. Y porque así conviene a la ejecución de la justicia le entrego mi vara al alguacil y le doy este poder para que lo traiga preso.
Dijo estas palabras como quien empeña su honor. Y al oírlas se dio cuenta Francisco de Ayllón de lo que supondrían: en el momento en que cayese uno de los médicos que acreditaron a Céspedes como varón, los demás se echarían atrás en su testimonio.
A juzgar por aquel auto, la mala suerte había querido que el doctor Mantilla, que lo examinó en Madrid junto con Francisco Díaz, se hubiera trasladado a Villarrubia, cerca de Ocaña. El gobernador lo tenía ahora a su alcance y le armaba zancadilla, apretándolo bajo su jurisdicción. Una vez se hubiera retractado de su testimonio, iría a por Díaz, pieza mucho más difícil de cobrar, al caer fuera de su distrito y ser médico del Rey.