Esclava de nadie (34 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—No, no es eso…

La curandera no la escuchaba, seguía con su retahíla malhumorada:

—¿Eres de natura larga o corta, ancha o estrecha? Porque si es larga y estrecha será más fácil. Aquí en este tabladillo tienes pellejos de vejigas e hilos de seda encerados, para que calcules el tamaño.

—No vengo a eso. Soy la mujer de Eleno de Céspedes.

Al oír estas palabras, su actitud cambió por completo.

—Entiendo —dijo—. Espera un momento.

Tomó el candil, separó una cortina y se dirigió a la habitación del fondo. Cuando regresó, le entregó algo compacto, envuelto en un trapo.

—Supongo que es así como tu marido lo deseaba. —Luego la miró con tristeza y añadió—: También supongo que ha llegado el momento de tomar por este camino adelante y desaparecer. ¿Me equivoco?

Nada contestó. Quiso darle unas monedas, pero ella lo rechazó.

—Ya me pagó tu hombre.

María del Caño volvió a la posada. Puso aquella carne momia junto al resto de la comida y la llevó a la cárcel para que se la entregaran a Eleno. Regresó junto a su padre y se despidió de él, tras convencerlo de su retorno a Ciempozuelos. Cuando todo aquello estuvo hecho, se dirigió a la iglesia de San Juan Bautista y pidió asilo al párroco.

G
RITOS EN LA NOCHE

S
ucedió durante la primera guardia nocturna. La cárcel de Ocaña empezaba a sosegarse, y los presos a tantear el sueño, cuando se oyeron unos alaridos desgarradores:

—¡Auxilio! ¡Confesión! ¡Que me muero!

Acudió de inmediato el alcaide, todavía en camisa. El vigilante con el que se encontró le condujo hasta la celda de donde salían aquellos gritos. Era la de Céspedes.

—¡Me muero! —se lamentaba el cirujano.

—¿Qué sucede?

—¡Me arden las entrañas! ¡Confesión!

El alcaide ordenó a su subordinado:

—Id a buscar al padre Rojas.

Al observar la sangre que salpicaba los calzones del preso, le preguntó:

—¿Qué es esto que tenéis acá? ¡Dios del cielo, qué carnicería!

—Son polvos de rejalgar, y me abrasan las entrañas —le explicó el reo entre gemidos.

Sabía el alcaide lo corrosivo de aquella sustancia. Su mirada de espanto forzó a Céspedes a justificar semejante cura:

—Me los pongo por un cáncer en el miembro, que se está comiendo mis partes.

Entró en la celda uno de los presos de la galería, quien recomendó:

—Lo mejor es que se unte manteca en el miembro. Eso lo aliviará.

—No tengo miembro donde ponerla, que se ha podrido y caído todo él, o se lo ha llevado el diablo —replicó Céspedes, reprimiendo un gesto de dolor.

—No mentéis al diablo —lo amonestó el capellán, que entraba en ese momento—. Lo que necesitáis es un médico, más que un cura.

—Es inútil, padre. Yo soy cirujano, y sé bien lo que me pasa.

Ordenó el alcaide que trajeran ungüentos, agua y vendas con que lavar la herida y restañarla.

Entretanto, fueron llegando otros reclusos, que se arremolinaron alrededor. Unos aconsejaban cómo aplicar los remedios. Otros observaban con desconfianza.

Mientras se curaba, Céspedes se dirigió a éstos para reprocharles:

—¿Qué miráis? Ya sé que estáis aquí por curiosidad malsana. Pensáis que soy mitad hombre y mitad mujer, o algo peor. Pero pronto se conocerá la verdad por el examen que mañana han de hacerme los doctores.

Otro de los presentes trató de consolarlo, diciéndole:

—Por poco que os haya quedado de vuestra natura, se verá que sois varón.

Pero Céspedes se le encaró, muy lejos de la calma que todos le conocían:

—¿No lo habéis entendido? ¿Cómo he de explicarlo? Al estar aquí encerrado, por falta de los cuidados que necesito, se han caído mis partes, el miembro y los compañones. Se han caído del todo, por lo enconado de este cáncer que aquí tengo.

—Alguna raíz os quedará.

—No queda raíz ni señal alguna, que con esta cura que hice se cayeron. Y, si no, que se lo pregunten a Pedro Abad.

El alcaide se volvió hacia el vigilante y le ordenó:

—Id a por él.

Pedro Abad era el más joven de los presos. Tenía poco más de la veintena. Y al ser interrogado, admitió:

—Céspedes me dijo que no se sentía bien. Me pidió que fuese al corral de la cárcel, buscara detrás de la puerta, entrando a mano izquierda, y hallaría unos trapos ensangrentados. Que se los trajese. Así lo hice, escarbé con un palo, encontré el envoltorio y se lo dejé junto a la cabecera.

—¿Es esto? —preguntó el alcaide.

Y echando mano a aquellas estopas, las abrió y encontró unas tajadas de carne.

—Ya os dije que se me cayó el miembro y mis partes —le aseguró Céspedes.

—Está bien, vamos concluyendo. ¿Se encuentra mejor el reo?

—Yo lo velaré el resto de la noche —se ofreció el capellán.

Salieron todos. Quedó el cura afuera, cerca de la celda, en un oratorio que allí había, y la cárcel en sosiego.

A la mañana siguiente compareció una comisión formada por tres galenos: el doctor Gutiérrez, el doctor Villalta y el licenciado Vázquez, médicos y cirujano de Ocaña. Venían a examinarlo por mandato de la justicia.

Uno tras otro, exploraron sus partes. Nada dijeron. Sin embargo, por las miradas que cruzaban, Eleno se dio cuenta de que iban a proporcionar a Jufre de Loaysa los argumentos legales que necesitaba.

Al examinar los informes de los dos médicos y el cirujano, Lope de Mendoza entendió que habían precipitado los acontecimientos de forma irremediable. Tras reconocer a Eleno de Céspedes, los tres llegaban a la misma conclusión.

El doctor Gutiérrez aseguraba: «No tiene ninguna señal ni miembro de varón ni de haberlo sido, sino solamente sexo de mujer, y en la compostura de su cuerpo muestra ser tal».

El doctor Villalta abundaba en ello: «Realmente no es ni ha sido hombre, sino mujer, como se infiere al examinar su natura, semejante y propia de tal, tanto en su vaso y pecho como en otras señales de rostro y habla».

Y el licenciado Vázquez, cirujano, se sumaba al parecer de sus colegas: «El tal Eleno de Céspedes no tiene ni ha tenido señal ni miembro de hombre, sino solamente sexo de mujer, como se echa de ver en su compostura de cuerpo, pecho, rostro y habla».

Lo más grave de tales palabras no era que se refiriesen al reo en el estado presente en que lo hallaban, asignándole la condición femenina. Mucho peor era que le negasen cualquier posibilidad de haber tenido otro sexo con anterioridad. Le cerraban cualquier beneficio de la duda respecto a su anterior naturaleza, como presunto varón o hermafrodita.

Así se lo habría encomendado Jufre de Loaysa a los informantes. Por los documentos que seguían, dedujo Mendoza que el gobernador no esperó ni medio día. Tan pronto se hubieron incorporado al proceso aquellas conclusiones, ordenó detener a María del Caño. Lo hizo con tanta celeridad que recabó su presencia ante el tribunal para la audiencia de la tarde, sin falta.

Seguía un oficio de los alguaciles que se habían personado en la posada donde debía parar la mujer de Céspedes, para prenderla. Pero se fueron de vacío. No estaba allí. Les dijeron que se había refugiado en la iglesia de San Juan.

El gobernador no sólo no cambió de parecer, sino que mandó al juez Felipe de Miranda que él mismo fuese a arrestarla, ignorando el derecho de asilo. Y provocando un airado recurso del párroco, Francisco de Ayllón.

Lope de Mendoza no pudo evitar una sonrisa al leer este nombre. También lo conocía. Allí mismo, bien a mano, tenía su expediente, sobre el que hubo de librar un dictamen dos años atrás. Con ese motivo, lo había entrevistado. Era un hombre escurrido de carnes y gestos, modesto de talla y vestimenta, sin nada imponente en su aspecto. No brillaba por su oratoria, ni quienes escuchaban sus sermones se hacían lenguas de su elocuencia. Y, sin embargo, era todo un carácter. Puro nervio. Reflexivo y tenaz, una vez emprendido algo no soltaba presa ni abandonaba empresa.

¿Calibraba Jufre de Loaysa las razones por las que el curita había ido a parar a sus dominios de Ocaña? Lo habían desterrado allí por no morderse la lengua ni callar sus opiniones ante los atropellos de los que fuera testigo. Gracias al informe favorable emitido por Mendoza, las cosas no le habían ido tan mal. Muchos suspirarían por un destierro como el suyo.

Desde el principio, a Lope le había llamado la atención el lema de Ayllón, aquellas palabras de san Pablo a los gálatas que esgrimía en su defensa: «Me consideráis vuestro enemigo porque os dije la verdad». Añadía que por no callarla habían puesto a Cristo en una cruz y le habían cortado la cabeza a san Juan Bautista, de cuya iglesia había terminado siendo titular en Ocaña. Y, como tal, en su calidad de párroco de aquel templo, se convertía en garante del derecho de asilo.

Sabía Mendoza que el compromiso de Ayllón con los hechos que presenciaba venía de atrás. De cuando trabajara en la cárcel de Sevilla, con los galeotes del puerto y otros apedreaderos de aquella Babilonia y llaga de España. Siendo capellán de ejecutados había salvado en más de una ocasión a alguno de los sentenciados, reputándolo por más inocente que los venales alguaciles y jueces que lo condenaron.

Tal actitud no había gustado a los superiores del sacerdote. Poco amigo de salsas y potajes en las palabras y discursos, no se dejaba impresionar por la retórica de los juzgados. Pues en su interminable sortear de pleitos y latrocinios había terminado por saberse al dedillo todo tipo de leyes y recovecos jurídicos. Gran observador, aquel cura calibraba a la gente con rara penetración y resultaba un adversario temible. Jufre de Loaysa se equivocaba de medio a medio al violar el derecho de asilo de su parroquia y llevarse a María del Caño.

C
ORROMPIDAS Y USADAS DE VARÓN

E
l gobernador ordenó conducir a la detenida a presencia del tribunal y, tras tomarle juramento, comenzó el interrogatorio. Aquellos dos informes médicos sobre el reo que obraban en su poder agriaban el tono de las preguntas. Tenía prisa por concluir lo que entendía como una burla a su autoridad y paciencia.

Tan pronto ingresó en la cárcel, hizo examinar a María del Caño por tres matronas para certificar que no era virgen, sino corrompida y usada de varón.

No dudó, por tanto, en ir al grano en cuanto la tuvo en la sala de audiencias:

—¿Llevó esta confesante vida maridable con Elena de Céspedes?

—Sí, y siempre tuve a Eleno por hombre.

Semejante respuesta iba más allá de lo preguntado por el gobernador, contradiciendo su muy intencionada manera de nombrar al reo. Por lo que la amonestó, con aire severo:

—Se la advierte para que vaya diciendo la verdad, que así se le guardará justicia. Pues de otra manera se le dará tormento para su averiguación por todos los procedimientos lícitos y permitidos por la ley.

María no podía pretender ignorancia de los rumores que consideraban mujer a Céspedes. Estaban en boca de muchos, hasta el punto de haber provocado las pruebas ante el vicario Neroni. Ella misma había apalabrado con el procurador Gonzalo Perosila los certificados de dichos exámenes. De modo que hubo de añadir:

—Alguna vez quise tentarle sus partes vergonzosas, pero él no me lo consentía.

—Entonces, ¿de qué modo han tenido cópula y ayuntamiento carnal?

—Unas veces, echándose él sobre mí. Y otras de lado, en la cama.

—Luego no pudo por menos que verle su natura.

—Aunque él me la metía, con perdón, yo nunca se la vi, por más que sintiera que se trataba de algo tieso y liso.

—¿Cómo es posible que en quince meses que han estado casados y dormido como marido y mujer, no haya echado de ver esta confesante la naturaleza y sexo verdaderos de quien decía ser su marido? ¿Acaso no le bajaba su regla a Elena de Céspedes?

—Mi marido se recataba muy mucho de mí. Y aunque algunas veces le sentía la camisa manchada y le pregunté en alguna ocasión por ello, me dijo que era de una almorrana.

—¿Desde cuándo no tiene esta confesante junta carnal con la dicha Elena de Céspedes?

—Desde la pasada Navidad.

—Y cuando la dicha quería tener cópula con esta confesante fingiéndose varón, ¿se ponía alguna cosa en su natura para hacerse pasar por hombre?

—Algunas veces, antes de juntarse conmigo, me echaba la mano y dedos a mis partes y me tentaba, sacando luego la mano para acabarse de juntar conmigo. Pero si yo trataba de hacer lo mismo, hurgando en las suyas, mi marido no me lo consentía.

—¿Ha notado que la dicha Elena de Céspedes haya tenido mal su natura y se haya curado de ella?

—Cuando yació conmigo la última vez me dijo que andaba mal de ella.

—¿Por qué se ausentó y desapareció de la posada esta confesante, habiéndosele mandado no salir?

Durante unos instantes, María del Caño dudó. Había visto entre los asistentes al cura de la parroquia de San Juan, Francisco de Ayllón, que seguía el juicio sin perder detalle. Le constaba su oposición a que la sacasen por la fuerza del templo, pero no sabía si comparecería ante el tribunal, ni cuál sería su declaración. De modo que se limitó a responder:

—Me refugié en la iglesia de San Juan por consejo de mi marido.

—¿Por qué, si no había cometido delito alguno?

—Porque él me previno que lo iban a examinar los médicos y no le iban a encontrar natura de varón, sino de mujer. Según me dijo, la de hombre se le había caído de un cáncer y metido para adentro.

Desde su asiento entre el público, Francisco de Ayllón reparó en la reacción del gobernador Jufre de Loaysa. El reconocimiento tan frontal de los hechos por parte de María del Caño le otorgaba una gran credibilidad, sin entrar en contradicción con otros testimonios. Vio cómo el juez cuchicheaba con su auxiliar, Felipe de Miranda. Estuvieron debatiendo un buen rato, confusos sobre el modo de zanjar tan enojoso asunto.

Al fin, el gobernador recompuso la figura en su asiento y ordenó al alguacil:

—Que sea retirada esta confesante y comparezcan ante el tribunal Isabel Martínez, María Gómez y Ana de Perea.

Entraron tres mujeres, cuyas edades oscilaban entre los treinta y cuarenta años. Dijeron sus nombres y filiación, declararon el oficio de comadronas y el gobernador les ordenó que fuesen a la cárcel y examinasen a Elena de Céspedes.

Así lo hicieron ellas. Y cuando volvieron al cabo de un rato, les preguntó Jufre de Loaysa:

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