Esclava de nadie (42 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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Nunca se había encontrado con alguien que obrase con tanta habilidad, coraje e inteligencia como Céspedes. O quizá fuera convicción. Porque empezaba a pensar que podría estar diciendo la verdad.

C
ONTRAATAQUE

L
ope de Mendoza se extrañaba ante la tardanza de los dos testimonios que no acababan de llegar desde Yepes. Pero cuando al fin le fueron remitidos se apercibió de inmediato de su importancia. Daban mucho que pensar. Por ello pidió de nuevo a su pariente y colega Rodrigo de Mendoza que lo acompañara en la audiencia de aquel día. Aceptó él de nuevo, esperando que aquello le ayudara a concluir de una vez.

La primera declaración la firmaba el licenciado Juan de las Casas, único médico del lugar, ya que el otro testigo solicitado por la defensa, el doctor Francisco Martínez, acababa de fallecer. Especificaba que al examinar el sexo de Céspedes le había levantado la camisa y abierto las piernas, hincándose él de rodillas por mejor proceder al examen. En tales condiciones de perfecta visibilidad advirtió sexo y testículos de hombre perfecto, de buen color, y tan cumplidos como cualquier otro. Aseguraba que no le encontró sexo de mujer, aunque añadía: «Hallé una abertura a modo de raja. Y no pudiéndome determinar sobre ello, quise volver a examinarla más tarde. Nunca me llamaron».

He ahí una fisura que el fiscal Sotocameño no pasaría por alto. Y esa pequeña rendija se convertía en una grieta imposible de ignorar al considerar el segundo y último testimonio.

Era de un vecino de Yepes que declaraba haber examinado a Céspedes y encontrado cumplidas sus partes de varón. Hasta allí, no se diferenciaba del resto. Sin embargo, al llegar a la pregunta de si había apreciado en él sexo de mujer, aseguraba:

—«En Villaseca vivía una moza que había servido a la acusada y le he oído decir que su ama no la dejaba lavar las camisas de la dicha Elena de Céspedes porque tenían mucha sangre. Además de esto, conviene saber que en Ocaña había una morisca llamada La Luna que curaba hartas cosas. Algo tuvo que ver con hacerse Céspedes hombre, pues se la tenía por hechicera. Y la dicha Elena o Eleno le profesaba particular amistad, estando con ella muchas veces, de día y de noche. A mayor abundamiento, La Luna ha huido del lugar».

Allí se vislumbraba otro abismo de sospechas. Y, en particular, la relación de Céspedes con los moriscos, siempre confusa. Un precipicio sin fondo. En cualquier caso, aquel testimonio era lo suficientemente grave y comprometedor como para llevar a la acusada a presencia del tribunal.

Procedió el secretario a leerle aquellas dos declaraciones. A las preguntas de Lope de Mendoza sobre la fisura en sus partes y las camisas manchadas de sangre, se remitió la reo a sus anteriores confesiones. Y en cuanto a María de Luna, admitió:

—Es cierto que en el tiempo en que yo trataba de obtener las certificaciones de varón acudí a esta vecina de Ocaña en busca de ayuda. Pero fue para preguntarle cómo podía cerrar una herida en mis partes bajas, no mi natura. Ella me contestó que el remedio mejor sería dar alguna puntada en el orificio y echarle un poco de alcohol en polvos.

La respuesta era muy astuta: no ponía a María de Luna en el brete de tener que desmentirla, si llegaba a ser interrogada. Después de todo, no había acudido a ella para que le cerrara su sexo, sino una llaga en sus partes. Céspedes había previsto esta contingencia con gran perspicacia.

El inquisidor esperaba que continuase, pero la acusada se mantuvo en silencio.

—¿Eso es todo? —la apremió.

—No tengo más que decir.

—Que sea devuelta a la cárcel.

Lope se volvió hacia Rodrigo de Mendoza para preguntarle:

—¿Qué os parece?

—Hay una acusación fundada de hechicería, y recurriendo a una morisca. Debéis trasladar ese cargo al promotor fiscal, apremiándole amistosamente para que vaya concluyendo. Con semejante munición lo tendrá más fácil.

—Sotocameño estará diligente por propia iniciativa.

En efecto, no tardó en llegarle un escrito del fiscal solicitando que el comisario del Santo Oficio en la villa de Yepes citara al médico del lugar, Juan de las Casas, para que en el plazo de tres días compareciese ante aquel tribunal, bajo pena de excomunión mayor y multa de diez mil maravedíes si no lo hiciere.

Otro tanto pedía contra Francisco Díaz, el único doctor que había certificado a Céspedes como varón y seguía sin retractarse, al no acudir al juicio civil de Ocaña, amparado por su ascendiente en la Corte.

«Es un contraataque en toda regla —pensó Mendoza—. No creo que esta vez la reo salga bien librada».

Juan de las Casas se ratificó plenamente en sus declaraciones. Pero esto no extrañó a Mendoza. Quien le inspiraba mayor curiosidad era Francisco Díaz. No se atrevería a desoír un mandato de la Inquisición. Y el suyo ya no sería el testimonio de un simple médico de pueblo, competidor de Céspedes, como le sucedía al de Yepes. Resultaría decisivo por ser tan conocido e ilustre, el mayor entendido en vías urinarias.

Cuando entró en la sala de audiencias observó a aquel hombre, bien vestido, mediada la cincuentena de años, la barba cuidadosamente recortada. Y tras hacerle declarar su filiación y jurar en forma de derecho, le preguntó:

—¿Examinó el testigo a una mujer que andaba en hábito de hombre, haciéndose llamar Eleno de Céspedes?

—Así es, examiné a un cirujano con ese nombre por mandato del vicario de Madrid, Juan Bautista Neroni, para ver si tenía miembro de varón y podía casarse con mujer.

—¿Y qué es lo que vio?

—Su miembro de hombre, que tenía en forma y proporción al cuerpo, ni grande ni pequeño, antes más grande que pequeño.

—¿Lo tocó el testigo con las manos?

—Sí.

—¿Tenía, además, sexo de mujer?

—Se veía una señal debajo de los testículos, pero no me pareció sexo de mujer.

—¿Qué le dieron o prometieron a este testigo por que suscribiera su certificado?

—Lo normal en estos casos, cuatro o cinco reales.

Aun manteniendo el respeto y compostura debidos, contestaba con aire un tanto displicente, propio de quien se sabe respaldado. Para vencer esa actitud bastaría con llamar a alguien del oficio que ya hubiera incriminado a Céspedes.

—Que comparezca el licenciado Juan de las Casas, médico y vecino de Yepes.

Cuando los dos estuvieron frente a él, Lope de Mendoza les ordenó:

—Que, en ejercicio de la regla de Medicina en que son graduados, vean ambos, junto con el secretario de este tribunal, a la dicha Elena de Céspedes, en compañía y presencia de los doctores De la Fuente y Villalobos y del cirujano Juan Gómez, ministros de este Santo Oficio.

Se salieron los inquisidores de la sala.

Traída la reo, la hicieron desnudar. La examinaron una y otra vez, cambiaron impresiones y tras ello le ordenaron que se volviera a vestir y abandonase el lugar.

Fue a buscar el secretario a los inquisidores y éstos regresaron para sentarse en la mesa. Lope de Mendoza recordó a los dos médicos que se hallaban bajo juramento y les preguntó:

—Esta Elena de Céspedes que acaban de ver, ¿es la misma que antes examinaron bajo el nombre de Eleno?

Juan de las Casas respondió afirmativamente. Díaz titubeó, pero al fin se unió a su ratificación.

—¿Es, pues, la misma que, según declararon ante el vicario Neroni de Madrid, tenía miembro de hombre, proporcionado conforme a su cuerpo y testículos?

Los dos asintieron.

—Así pues, la dicha Elena de Céspedes, ¿es hombre o mujer?

Respondió Juan de las Casas que tal como se la veía ahora era tan mujer como cualquier otra. Y preguntado el doctor Díaz, lo confirmó.

—¿Tiene algún indicio de haber sido hombre o hermafrodita?

Negaron ambos.

—¿Alguna cicatriz o señal por donde se pueda entender que haya sido hombre y, caso de haber llegado a tener miembro de varón, se lo hubieran cortado o se le hubiese caído?

Lo negaron.

—Y siendo esto así, ¿cómo en sus declaraciones dijeron estos testigos que la dicha Elena de Céspedes era varón, con miembro de tal, proporcionado y de buen color, junto con sus testículos?

Se dirigió en primer lugar al doctor Francisco Díaz, puesto que su testimonio parecía el de mayor autoridad. Él respondió:

—Cuando examiné a la dicha Elena de Céspedes la tomé por hombre y le vi el miembro según tengo declarado. Por lo que no pudo ser sino ilusión del demonio o algún arte sutil capaz de engañar a la vista y al tacto.

Otro tanto dijo el licenciado Juan de las Casas.

—¿Admiten, pues, que ya sea por ilusión del demonio, o por embuste de la dicha Elena de Céspedes, juraron contra lo que en realidad es? ¿Y que la verdad es que ella siempre ha sido mujer?

Dijeron ambos que sí.

—¿Y cómo pudieron ser engañados unos médicos?

Aquí se dirigió de nuevo al doctor Francisco Díaz. El galeno confesó:

—Ella debió usar algún artificio para dar a entender que era hombre, encajándolo y poniéndolo en su natura de mujer de suerte que la encubriera y tapase, quedando por de fuera colgando el miembro de hombre con sus testículos. Porque en verdad los mostraba muy proporcionados. Y pues la vi con buena fe, libre de toda sospecha, no escudriñé entonces ni miré tan particularmente como ahora lo hemos hecho, ya bien prevenidos, sin afeites ni artificios.

—¿Confiesan ser ésta la verdad, por el juramento que tienen hecho?

—Ésa es la verdad —admitieron.

—Que les sea leído por el secretario lo que han declarado en esta audiencia, y si lo hallan bien escrito y asentado, se ratifiquen y lo firmen.

Cuando así lo hubieron hecho y ya se disponían a abandonar la sala, el inquisidor los retuvo con un gesto para decirles:

—Sepan vuestras mercedes que la dicha Elena de Céspedes los presenta por testigos en su defensa en el pleito que trata con el licenciado Sotocameño, promotor fiscal de este Santo Oficio. Pero siendo de presumir que también éste quiera tomarles testimonio, se les advierte que no podrán dejar la ciudad de Toledo sin licencia del tribunal, a cuya disposición deberán estar.

Cuando se hubo quedado a solas, Lope de Mendoza consideró el giro que había dado la situación. Aquello era un muy duro golpe para Céspedes. Ahora, ya no respaldaba a la reo ningún médico de los que en su día la certificaron como varón. Antes bien, habían añadido la sospecha de andar en manos de curanderos y hechicerías, abriendo un frente que si siempre era peligroso aún lo resultaba más ante un tribunal inquisitorial. Un fiscal tan avisado como Sotocameño no dejaría escapar aquella coyuntura al presentar su acusación formal. Y dispondría de casi tres semanas para hacer las comprobaciones pertinentes y articularlas sin dejar resquicio.

V
ISTO PARA SENTENCIA

–¿E
l promotor fiscal trae preparada la acusación definitiva contra Elena de Céspedes?

—Así es, señor inquisidor.

Lope de Mendoza se volvió hacia el secretario para preguntarle:

—¿Y las ratificaciones de los testigos?

—En forma y orden —aprobó el escribano.

—En ese caso, que comparezca la acusada.

Como Céspedes estuvo presente, le anunció:

—El fiscal de este Santo Oficio quiere presentar su alegato contra esta reo. Y antes de que se le dé noticia de él le estaría muy bien que dijese la verdad enteramente, como ha sido amonestada y de nuevo se la apremia.

—No tengo más que decir.

Lope de Mendoza hizo señal al letrado, quien se adelantó para leer su inculpación. Tras recapitular por extenso las circunstancias que concurrían en el caso, vino a concluir:

—«Yo, el licenciado Sotocameño, fiscal de este Santo Oficio, ante vuestras mercedes comparezco y digo que en el pleito que trato con Elena de Céspedes, presa en esta Inquisición, además y allende de lo manifestado hasta hoy, de nuevo la acuso de que ha tenido y tiene pacto tácito o expreso con el diablo. Porque siendo como es mujer, y habiéndolo sido siempre, sin estar dotada naturalmente de miembro viril, con favor y ayuda del demonio hizo demostración de tenerlo para casarse con otra mujer como ella, en menosprecio del sacramento del matrimonio. Por todo lo cual solicito a vuestras mercedes que la castiguen según y como tengo pedido. Y, si fuera necesario, sea puesta a cuestión de tormento».

Lope de Mendoza dio por recibida la acusación del fiscal, mientras éste entregaba copia al secretario. Y dirigiéndose a Céspedes le preguntó:

—¿Algo que alegar?

—Nada tengo que ver con el demonio, antes bien, que Dios nos libre de él, pues siempre he vivido cristianamente. Y niego, asimismo, el resto.

Lope de Mendoza le informó:

—El abogado que hasta ahora venía defendiendo a esta acusada, el letrado Gómez de Velasco, se ha ausentado de la ciudad. Y para que su causa prosiga se nombra en su lugar al doctor Tello Maldonado.

Cuando entró el aludido, Céspedes lo observó con desaliento. Frente a su anterior defensor, el nuevo tenía un aspecto decididamente desgalichado.

El inquisidor lo conocía de tiempos atrás. Aquel descuido del letrado era fruto de una prolongada soltería. Ahora ya andaba medio retirado, aunque recurrían a él en sustituciones como aquélla, inevitables dados los muchos pleitos que llevaba el siempre ocupado Gómez de Velasco. Éste había tenido que actuar de oficio porque no se podía ignorar un requerimiento inquisitorial. Pero ahora andaría en busca de negocios más rentables, dando aquel caso ya por perdido. Sin duda, había desahuciado a Céspedes.

Se dirigió a Tello Maldonado para instarle:

—¿Jura en forma de derecho ayudar a esta reo con todo cuidado y diligencia en lo que hubiere justicia; y en lo que no, desengañarla; y cumplir como buen abogado, guardando el secreto de lo aquí tratado?

—Sí, juro.

—Que el secretario lea los antecedentes del caso en presencia de esta reo, así como la acusación del promotor fiscal.

Así lo hizo el escribano.

Tras ello, Mendoza se dirigió al letrado para anunciarle:

—Puede tratar de su causa con la reo, para ver lo que más le conviene.

Les concedieron dos semanas holgadas para preparar la defensa. Y en aquel tiempo Céspedes aprendió a valorar el trabajo de su nuevo abogado. De modo que cuando comparecieron ante el inquisidor pudieron presentar un alegato que desarrollaba con precisión las premisas sostenidas, sin desmayo, a lo largo de casi cuatro meses.

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