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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (40 page)

BOOK: Esclava de nadie
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Quedaron en la sala los dos inquisidores, junto con el secretario. A quien pidieron cuenta de las cuestiones pendientes por ver si en ellas hallaban materia para hacer avanzar los interrogatorios.

El escribano consultó sus papeles y les informó sobre las diligencias hechas para comprobar la boda de Céspedes y María del Caño:

—Hace dos semanas se otorgó poder e instrucción al comisario del Santo Oficio en Yepes para que examinase al cura, los padrinos y testigos de las velaciones, sacando copia del libro de registros en la iglesia donde se remató el matrimonio.

Procedió a leer el secretario los testimonios y documentos.

Cuando hubo terminado, preguntó Rodrigo:

—¿Consta la comprobación y copia del registro de la boda en el libro de la iglesia?

—Así es, junto con el traslado fiel de la página donde fue asentada, que hace la número doce de dicho libro.

—¿Consta, asimismo, la cédula del cura de Ciempozuelos con el desposorio previo?

—Consta.

—Entonces, no veo que mediaran irregularidades en la celebración de esa boda. Todo parece conforme a derecho —concluyó el canónigo.

—El problema es otro —intervino Lope—. Llevamos medio mes, no hemos avanzado nada y debemos de estar agotando los fondos provistos.

El secretario pidió la venia para intervenir:

—De eso quería hablaros, del informe del tesorero incorporado al proceso. Como recordaréis, en él proponía proseguir la venta de los bienes de la acusada, para pagar su manutención.

—Creo recordar que escribí en tal sentido al comisario del Santo Oficio en Yepes —precisó Lope.

—Así es, aquí tengo la copia de vuestro escrito, en el que se le ordenaba que tan pronto hubiese dineros os enviara a buena cuenta cien reales para la alimentación de la acusada.

—¿Y bien? ¿Cuál ha sido la respuesta?

—Hay problemas con el depositario de los bienes, que es un clérigo del lugar. El comisario del Santo Oficio fue a reclamárselos junto con el alcalde, y el cura se negó a entregarlos hasta que no se pagase al que cedió los aposentos para guardarlos, a quien los transportó, a quien hizo su inventario y al pregonero que los publicó. Con lo que el dicho sacerdote se ha tomado muy a mal la reclamación.

—Ya empieza la rapiña. ¿Y cómo de mal se lo ha tomado el cura? —preguntó Rodrigo de Mendoza, con sarcasmo.

—Ha excomulgado al alcalde, quien suplica a este tribunal que se anule la medida, pues todo lo hizo en servicio y mandato de vuestras mercedes. ¿Oficio para que le sea levantada la excomunión?

—Oficie en buena hora el señor secretario —le dijo Rodrigo. Y añadió, sin ocultar su impaciencia—: ¿Cómo queda, pues, este negocio?

—Se ha acordado que, una vez conseguidos los cien reales, el resto de los bienes descanse en poder de otro familiar del Santo Oficio.

El secretario hizo amago de pasarle las cuentas al canónigo, pero éste las rechazó con un gesto, dándolas por buenas.

—¿Obran ya los cien reales en poder de este tribunal?

—Así es, señor. Y el remitente suplica de vuestras mercedes que se le envíe una cédula de recibo por ellos. Aquí la tengo para vuestra firma.

La suscribieron ambos Mendozas, y el secretario vino a confirmarles que no quedaban más papeles pendientes. Lo despidió Lope, y propuso a Rodrigo que se encaminaran a una estancia vecina donde les esperaba una comida que los refrescaría, despejándoles las entendederas, mientras le iba exponiendo los pormenores del caso.

A los postres, Lope ya le había transmitido sus inquietudes y trató de recapitular, deseoso de escuchar la impresión que su veterano pariente había sacado del reo:

—La acusada siempre ha sostenido que era hermafrodita desde el parto de su único hijo, que tuvo a los dieciséis años. Y que lo siguió siendo hasta su prisión en Ocaña, cuando perdió el sexo de varón debido a un cáncer, agravado por montar a caballo. Esto lo ha sostenido sin ninguna contradicción. Y lo que habría sucedido antes es que fue prevaleciendo uno u otro sexo, derivando desde su condición de mujer a la de hombre. Ella misma ha marcado los pasos en ese cambio. Cuando parió, le salió un pellejo en sus partes que, operado y liberado por un cirujano en Sanlúcar, se convirtió en miembro viril. Y luego vino ya su primera experiencia con una mujer, Ana de Albánchez.

—¿La tal amiga conoció, pues, su doble naturaleza? —preguntó el canónigo.

—Eso asegura la reo, y que esa mujer de Sanlúcar fue la única que le vio sus dos sexos.

—¿Ha confirmado Ana de Albánchez ese extremo?

—No ha podido ser localizada.

—¿Pensáis vos que la acusada ya contaba con ello, con que no se la podría hallar?

—Seguramente. Es muy hábil.

—¿Y qué dicen los médicos consultores de este Santo Oficio? ¿Dan ellos por bueno lo del hermafroditismo?

—Dicen que es fenómeno raro, aunque posible. Y que la forma en que presenta su caso la reo concuerda con los pocos antecedentes. El problema con Céspedes es que tiene grandes conocimientos anatómicos. Puede precisar sin error los detalles de su enfermedad, sea cierta o inventada. Y al parecer es un cirujano excepcional.

—¿No probó sus engaños el tribunal de Ocaña?

—No podemos dar por bueno sin más lo que ellos determinaron, ya que reclamamos el proceso por entender que correspondía a nuestra jurisdicción. Necesitamos establecer nuestras propias pruebas y, si acaso, volver a examinar a los testigos.

—Creo que deberíais centraros en el nudo de la cuestión: los médicos de Madrid y Yepes que dieron por varón a Céspedes. Pues de ahí derivó la licencia para casarse con María del Caño. Hay que atacar la raíz.

—Eso he intentado una y otra vez, determinar cuál es su verdadero sexo.

—Bastaría con demostrar que nunca ha tenido miembro de varón e interrogar a los médicos que lo certificaron como tal. Si los acusáis de complicidad y soborno, no se atreverán a ratificarse ni querrán enfrentarse al Santo Oficio. Y Céspedes caerá con ellos.

—Pero eso sería tanto como no entrar en el fondo del asunto.

—Creedme, de eso se trata —lo atajó Rodrigo—. Si dais por buena la posibilidad del hermafroditismo y todo eso de los sexos os extraviaréis en un laberinto. ¿Quién conoce la verdad? La cuestión es salir bien librados del caso, vos y el tribunal. Tenéis que desembarazaros de esto lo antes posible.

—¿Lo decís por el dinero, que empieza a escasear?

—Y por más cosas. El proceso ya ha cobrado más vuelo de lo deseable en alguien que, como vos, busca un retiro en paz. No se puede llevar a cabo en los términos habituales de la Inquisición, cuando el secreto lo encubre todo y nos permite hacer de nuestra capa un sayo, para qué vamos a engañarnos. Éste anda en boca de todos.

—No por mi culpa —se excusó respetuosamente Lope—. Eso se debe al juicio de Ocaña.

—Ciertamente, aunque tanto da. Limitaos a sacar las consecuencias. El gobernador Jufre de Loaysa andará en fuertes resquemores contra vos por haberle arrebatado el proceso. No dejará pasar la ocasión si cometéis algún error. Hacedme caso. Esa Elena o Eleno de Céspedes no es alguien corriente. Basta oír sus respuestas. Debéis acorralarla como sea. Recurrid al tormento, tendedle alguna trampa, apretad a su esposa… Pero tenéis que acabar ya.

—Creo saber cómo hacerlo.

L
A ACUSACIÓN

M
uchas vueltas dio Lope a los consejos del experimentado Rodrigo de Mendoza. Sabía bien el afecto que le profesaba el anciano. Y sería descortés no atender su opinión tras haberlo sacado de sus muchas tareas, consultándole el caso.

Sin embargo, tras largas cavilaciones, seguía sin encontrar aceptable haber reclamado aquel pleito a Ocaña para terminar incurriendo en los mismos vicios de apresuramiento. Decidió seguir el dictado de su conciencia, hacer las cosas por sus pasos contados. Quizá perjudicara su carrera en el momento menos oportuno, cuando pretendía culminarla y jubilarse. Pero no estaba dispuesto a contradecirla con un remate indigno.

«Un inquisidor es alguien que no deja de hacer preguntas —se decía—. Y no sólo a los demás. También a sí mismo».

Ante todo, debía recurrir a los médicos y cirujanos del Santo Oficio. Era un trámite obligado, por mucho que mantuviese las distancias respecto a ellos. De hecho, no le trataban las arenillas del riñón, prefería a su viejo amigo el doctor Salinas. Le perturbaba ponerse en manos de los mismos galenos que lo asesoraban en el tribunal. Era más que aprensión. Los asociaba al dictamen de los reos, para ver si podían seguir soportando el tormento.

Quizá también por estas dudas había pedido a otro anciano inquisidor que lo acompañara en una nueva sesión, a pesar de ser algo duro de oído. Tan pronto lo vio a su lado dijo en voz alta, despacio y oficioso, para que su colega le entendiera y el secretario empezase a tomar nota:

—Que comparezcan ante nosotros los doctores De la Fuente y Villalobos, ambos médicos, y el licenciado Juan Gómez, cirujano.

Entraron los tres y, tras haberles tomado juramento, les ordenó:

—Examinen a la acusada en el patio de las cárceles y, vistas sus partes vergonzosas, declaren si ha podido tener sexo de hombre.

Volviéndose al escribano, le hizo gesto de que los acompañara, para dar fe. Era aquello una cortesía con su colega, evitándole pormenores que podían ofender su sentido del pudor. Pero éste, perro viejo, le aseguró:

—Si lo habéis hecho por mí, os lo agradezco. Aunque podríais habéroslo ahorrado. No sólo oigo mal. Mi vista es tan floja que desde esta distancia tanto daría que me mostraran la trompa de un elefante.

—No fue por eso, creedme, que harto avezado os sé. Sino por que lo examinen con luz natural. Que todas las cautelas son pocas para ir asentando este caso sobre testimonios seguros.

Cuando regresaron a la sala de la audiencia, Lope les preguntó:

—¿Y bien? ¿Cuál es vuestro parecer?

Se adelantó el doctor Villalobos, quien, como más veterano, actuaba de portavoz:

—Examinada la dicha Elena de Céspedes en sus partes, hallamos que es mujer y que nunca fue hermafrodita ni tiene señales de ello. Por el contrario, se ve claro su sexo femenino, y admite haber parido. A pesar del uso que hizo de medicinas para cegar y apretar su natura, al cabo ésta se ha impuesto y ha venido a romper la sangre del menstruo, cuyo flujo estaba retenido.

—¿Y sus testículos? —trató de precisar el inquisidor, indicándole con un gesto que alzase el tono de voz como deferencia a su anciano compañero de tribunal.

—No hay señal de haberlos habido, porque si tal sucediese quedaría cicatriz de su pellejo al cortarlos y cauterizarlos.

—¿Ninguna de estas cosas hay en Elena de Céspedes?

—Ninguna.

—¿Y lo que sostiene sobre haber tenido verga, con la que trataba con otras mujeres? Pues afirma que le rompieron un pellejo para hacerle salir el miembro de hombre.

—No hay cicatriz ni señal alguna.

—Se entiende, entonces, que si esta tal Elena tuvo acceso a mujeres lo hizo con…

Buscó aquí la palabra para aquellos miembros postizos que imitaban los del varón y que, según había sabido por otros procesos contra lesbianas toledanas, usaban éstas. Iban forrados de piel de oveja curtida, suave y muy flexible, de la que se utilizaba para los guantes y los pliegues de los fuelles.

—Baldreses —le apuntó el inquisidor asistente no sin sorpresa por parte de Mendoza, que no lo suponía tan versado.

—Con ellos hubo de ser —respondió el médico.

Lope miró a su colega, por si quería añadir alguna pregunta. Éste declinó con un leve movimiento de cabeza. Y el inquisidor dio por terminada la audiencia.

Aún se quedó un buen trecho en su gabinete, revisando papeles. Deseaba dejar bien asentado aquel informe antes del siguiente y último trámite, con el que cerraría su cometido como instructor. En estas diligencias previas, cuando debían contrastarse todos los pareceres sobre el caso, era normal que el testimonio de los médicos fuese tan tajante e inculpatorio. De ese modo se contrapesaban los anteriores favorables a la reo y se facilitaba el trabajo del fiscal, respaldando e impulsando el proceso. Después de todo, de eso vivían los tales galenos.

Ahora, para concluir esta primera fase, el fiscal debería articular todo lo depuesto, argumentándolo jurídicamente. Contaba con un amplio plazo para estudiarlo y presentar una acusación razonada. A partir de ahí, empezaría el pulso del letrado con la acusada y el abogado defensor. Entonces se desarrollaba el verdadero juicio, del que todo lo anterior venía a ser un preámbulo. Era lo que más solía interesar a Mendoza cuando ejercía propiamente como un juez atento a las razones de las dos partes en litigio. Y también a las declaraciones de los testigos en el turno de pruebas y contrapruebas.

Nunca se había presentado ante sus ojos un caso tan extraño ni imprevisible. Si los declarantes que habían dado por varón a Céspedes se reafirmaban en sus testimonios favorables, tendría alguna posibilidad. Si se iban echando atrás y sólo admitían su sexo femenino, adhiriéndose al informe de los médicos titulares del Santo Oficio, la reo estaría perdida. El uso de baldreses establecía la forma más grave de relación íntima entre mujeres, con penetración. En ciertas jurisprudencias, suponía la hoguera.

Cuando hubo terminado con los papeles, todo quedó a punto para la intervención del promotor fiscal, el licenciado Pedro de Sotocameño. Mendoza lo conocía bien. Un hombre muy veterano que había servido al Santo Oficio durante más de treinta años. Era un jurista muy preparado, que se las sabía todas. Sus argumentaciones, escritas en una prosa impecable, no dejaban ni un cabo suelto. Más le valía a la acusada que estuviese disponible algún abogado defensor a su altura.

El inquisidor dio orden al alguacil para que hiciera entrar al letrado. Quien, tras pedir la venia, empezó a leer la acusación de forma pausada y clara:

—«Yo, el licenciado Sotocameño, fiscal de este Santo Oficio, en la mejor forma y manera que puedo y de derecho debo, ante vuestras mercedes comparezco y acuso criminalmente a Elena de Céspedes, quien por otro nombre se ha llamado Eleno de Céspedes (tejedora, sastre, calcetera, soldado y cirujano, natural de la ciudad de Alhama, residente en Ocaña, presa en las cárceles de esta Inquisición y aquí presente), por hereje apóstata de nuestra santa fe católica y ley evangélica, o al menos por muy sospechosa de serlo, excomulgada, perjura, mujer que siente mal de los sacramentos, en especial del matrimonio, en cuyo oprobio y menosprecio, como embaucadora y embustera, con invenciones y embelecos ha cometido lo siguiente:

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