Esclava de nadie (18 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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Y señalando el libro que estaba leyendo, añadió:

—Aunque en realidad, tal como se dice aquí, por mucho que hablemos del Viejo y del Nuevo Mundo, no son dos, sino uno solo. Y otro tanto sucede con quienes los habitan.

—¿Qué obra es esa que tanto parece ensimismaros? —le preguntó Céspedes.

—Son los
Diálogos de amor
, escritos en lengua toscana. Algún día espero tener tiempo y fuerzas para traducirlos a la nuestra.

—¿En lengua toscana? —lo interrumpió Tizón—. No la hay más dulce para cortejar a una mujer. ¿Quién es su autor?

—León Hebreo.

—Judío es, pues.

—Sí. Su padre fue proveedor de los ejércitos castellanos durante la guerra de Granada. Aunque eso no le valió de nada cuando los expulsaron en mil cuatrocientos noventa y dos. Terminaron estableciéndose en Italia. Y allí escribió este libro.

—Bien expulsados estuvieron —bufó el alférez—. Otro tanto habría que hacer con estos malditos moriscos.

Se produjo de nuevo aquel silencio incómodo, pues se adivinaba que, aun siendo de natural discreto, el capitán Garcilaso pensaba de muy otro modo.

Tizón recogió sus anzuelos y se dispuso a partir.

—Nosotros nos vamos a pescar. Quedad con Dios.

De buena gana habría continuado Céspedes en compañía del mestizo, y no en la del alférez. Pero eso supondría desairar la confianza que le hacía su superior y protector al invitarle. Se unió a él para continuar ambos aguas arriba.

Transcurrieron un par de días, al cabo de los cuales llegaron los suministros con la orden de escoltar el resto de las provisiones hasta dejar el valle. Se les unió en aquel trayecto la patrulla que mandaba Garcilaso, con lo que, a lo largo de una semana, Céspedes tuvo ocasión de conocer mejor al capitán. Al mantenerse Tizón ocupado en otros cometidos, pudieron franquearse ellos con mayor confianza.

Desde el principio se estableció una rara afinidad entre el mestizo y el mulato. Ya había advertido éste cómo respiraba Garcilaso por la herida. Sobre todo cuando supo las condiciones impuestas a su padre para acceder al cargo de corregidor en el Cuzco. Debió dar ejemplo, cumplir las directrices impuestas por la Corona, abandonando a aquella joven india con la que estaba amancebado. Y casarse con una española que trataba a su madre como a una criada, a pesar de pertenecer a la casa real inca. Mucho pesó aquel desprecio en su decisión de viajar a España. Aunque no lo tuvo mejor en la Península: los parientes de su padre nada querían saber de él por su mezcla de razas. Así hubo de ganarse la vida criando caballos, hasta dar en la milicia.

Tras irle contando aquello en días sucesivos, debió adivinar Garcilaso que estos sentimientos no resultaban ajenos a Céspedes.

—Y vos, ¿qué me contáis de vos? —se interesó.

Sintió el mulato que debía corresponder a la confianza mostrada dándole breve noticia de su persona. Aunque tantas circunstancias los separasen, muchas otras los unían. Y así se las fue manifestando, hasta llegar el momento de separarse. No quiso hacerlo sin satisfacer su curiosidad, preguntando al capitán:

—Cuando hablabais de ese libro que estáis leyendo, los
Diálogos de amor
, dijisteis que en él se sostiene que no hay un Viejo o Nuevo Mundo, sino uno solo, y que otro tanto sucede con sus habitantes.

—Así es. Miradme a mí, que ya no soy ni del uno ni del otro, sino de ambos. O a vos, que reunís en vuestra sangre y piel dos continentes, África y Europa. Pues en este libro se defiende a los seres mezclados o mestizos. Hacia ellos tiende el mundo. Son una muestra del amor o afinidad que lo mueve.

—Demasiado a menudo somos fruto de la guerra y la violencia. Como le sucedió a vuestra madre, o a la mía.

—A pesar de ello.

—No os entiendo.

Intentó explicarse Garcilaso. Sacó el libro y lo abrió por una de las páginas señaladas para traducir un pasaje que abundaba en aquel afecto, aquella fuerza de la que todo surgía, asociando los elementos más opuestos, manteniendo la vida en el universo. El amor de los humanos venía a ser una manifestación particular de ese ímpetu, mostrándose en el enamorado bajo síntomas muy reconocibles:

—«Hácele enemigo de placer y de compañía, amigo de soledad, melancólico, lleno de pasiones, rodeado de penas, atormentado de aflicción, martirizado de deseo, sustentado de esperanza, instigado de desesperación, fatigado de pensamientos, congojado de crueldad, afligido de sospechas, asaeteado de celos, atribulado sin descanso, trabajado sin reposo, acompañado siempre de dolor, lleno de suspiros, de respectos y desdenes, que jamás le faltan».

A Céspedes le conmovieron aquellas palabras, aunque sólo acabaría de entenderlas cabalmente cuando encontrase a su mujer, María del Caño. Y viendo el Inca el efecto que le causaban, se dispuso a leerle otra página donde se defendía la cópula y la mezcla. Para lo cual le contó la historia de Hermafrodito, el ser humano original, que reunía en un solo cuerpo los sexos masculino y femenino. Tan colmado se sentía este andrógino que osó desentenderse de los dioses. Y Júpiter le lanzó un rayo, dividiéndolo en hombre y mujer, que desde entonces andaban buscando sin tregua su otra mitad. Por eso escribía aquel León Hebreo:

—«El hombre y cualquier otro animal perfecto contiene en sí macho y hembra, porque su especie se salva en ambos a dos, no en uno solo. Por eso en la lengua latina
homo
significa 'hombre y mujer'. Y también en la hebrea, antiquísima madre y origen de todas,
Adán
, que quiere decir 'hombre', significa 'macho y hembra', y en su propia significación los contiene a ambos dos».

Por primera vez escuchaba semejantes términos, que tan decisivos resultarían en su vida: «hermafrodito», «andrógino». Mucho de lo que vino después conoció allí su embrión. Oyendo a un hombre nacido de la conjunción de dos simientes tan lejanas como la estirpe castellana de los Garcilaso y una princesa del Perú.

Fue el último y extraño remanso en aquella guerra. La calma antes de la tempestad que se avecinaba. No tendría tiempo para especulaciones, y menos sobre su sexo. Los riesgos para ocultarlo a los compañeros de armas lo alejaban de cualquier disfrute o ejercicio de sus atributos. También, las continuas violaciones que hubo de presenciar. Ni siquiera cayó en la tentación de alguna morisca hambrienta, que le ofreció su cuerpo a cambio de comida. Por aquel entonces, aún le quedaba la suficiente humanidad para compartir su pan sin que se le entregaran. Sólo le cupo el alivio que se procuraba a sí mismo en algún paraje solitario, cuando los ardores le vencían, dándose a tocamientos más desesperados que placenteros.

A
SANGRE Y FUEGO

A
l cabo de los meses la rebelión se había extendido por todas partes. Mucho tuvieron que ver los desmanes de las codiciosas milicias del Concejo. Gente poco ducha en las armas que acudía de mejor gana al saqueo que al combate. Y una vez conseguido el botín desertaba, regresando a sus lugares de origen.

De nada valieron los esfuerzos del marqués de Mondéjar para atajarlos, visitando los pueblos moriscos, donde les prometía respeto a cambio de su lealtad. Pues pasaba al poco aquella tropa y, sin atender a las células selladas por el virrey, robaba y cautivaba a sus habitantes. De este modo vinieron a echarse a la sierra muchos moros conversos, por defender sus vidas o las de sus familias. Y así, por esta gente infame que alentaba el fuego en vez de apagarlo, una guerrilla desbragada vino a dar en gran contienda.

Se volvieron los frentes más inestables. El peso del conflicto ya no descansaba en compañías compactas, como la de Céspedes al alistarse con el alférez Tizón. Ahora cundían tropas más variables que se desintegraban y rehacían sobre la marcha, según el terreno y los acontecimientos.

Pudo sentir en sus carnes tal desconcierto cuando recibieron órdenes de unirse a otro grupo que los superaba en número. Era una de aquellas milicias concejiles, compuesta por distintos oficios metidos a soldados ocasionales. Los habían tenido sujetos bajo el mando de un teniente, un sargento y varios cabos de escuadra, que los instruyeron en las armas. Ahora, muerto su oficial, debía sustituirlo Tizón, acumularlos a sus hombres y dirigirse de inmediato a una población de moriscos pacificados, para asegurarse su fidelidad.

El alférez tenía órdenes de no poner en peligro la vida de tantos hombres como se le encomendaban. Y bajo el peso de semejante responsabilidad hubo de comportarse de modo distinto al que usaba con sus gentes, para mejor gobernar estas que le eran extrañas, menos bregadas en el combate, hechas a otras costumbres. En especial a las de su sargento, un tal Buitrago.

Apenas tuvieron tiempo para confraternizar. Pronto estuvieron a la vista del poblado que debían inspeccionar. Se les había advertido que desconfiaran de sus habitantes, por sospechar que junto a los moriscos leales quizá hubiera emboscados otros rebeldes.

El sargento Buitrago entendía que eso implicaba dureza, pero los planes de Tizón eran otros. Conocía las nefastas consecuencias de un maltrato injustificado. Y no confiando en aquellas milicias ajenas, prefirió que fuesen sus veteranos quienes cercaran el lugar, como medida de precaución, antes de registrar el interior de las casas.

No gustó al alcalde esta cautela. Y cuando salió a mostrarle la salvaguardia que tenían, firmada por el marqués de Mondéjar, se lamentó:

—En este pueblo hemos permanecido al servicio de Dios y de Su Majestad. Nadie ha alzado la mano contra los cristianos que moraban entre nosotros ni se ha consentido tocar la iglesia.

Al ver a aquellos campesinos macilentos, tundidos por el trabajo y los saqueos de ambos bandos, Tizón tuvo la cortesía de apearse del caballo para preguntar al regidor:

—Si os sentíais en peligro, ¿por qué no habéis acudido antes a nosotros?

—Por miedo a los monfíes. Ahora os pedimos amparo, para no ser agraviados.

—Nadie lo hará.

—Señor, con todo respeto, fuimos robados por algunos cristianos desmandados que pasaron por aquí.

El sargento Buitrago, que había estado bufando tras el alférez, no pudo contenerse y le advirtió:

—Cuidado con lo que decís, que ésa es acusación grave.

Tizón quiso quitar hierro a aquellas amenazas, asegurando al alcalde:

—Ningún daño os vendrá de nuestra parte si no dais motivo. Pero hemos de registrar las casas para asegurar que en ellas no hay escondidas gentes ni armas.

—Mirad, señor, que así han empezado muchas veces los pillajes.

—¿Cómo osáis? —bramó Buitrago.

Tizón lo contuvo de nuevo, ordenándole:

—Ya basta de palabras. Inspeccionad las casas con vuestros hombres.

Como temía la destemplanza del sargento, pidió a Céspedes que lo acompañara, junto con otros arcabuceros de su confianza, previniéndole:

—No olvides, muchacho, que estaréis a las órdenes de Buitrago.

Incorporado así a la patrulla que abría camino, vio que los temores de los habitantes del pueblo eran más que fundados. Al entrar en los hogares aquellas milicias concejiles, más que armas buscaban lo que se podía robar con mejor aprovechamiento.

Fue cayendo la tarde y caldeándose los ánimos. Habían de morderse la lengua los lugareños para ocultar su indignación por el robo que llevaban a cabo ante sus propias narices, llevándoseles lo poco que dejaron los anteriores.

Otro tanto debía hacer Céspedes, por disciplina. Hasta que no pudo más. Y al llegar a uno de los extremos del poblado se negó a que siguieran molestando a las gentes de una casa despojada de todo. Hasta tal punto insistió que los soldados de Buitrago abandonaron aquella vivienda.

Quiso la mala suerte que salieran de su escondrijo unos espías moriscos que allí paraban, dándose a la fuga por unos subterráneos hasta ganar la cercana sierra. Cuando los vieron correr por los cerros, ya era demasiado tarde.

Montó en cólera el sargento al saberlo. Y habría llegado aquello a mayores de no haber mediado Tizón. Sin embargo, no podía seguir defendiendo a Céspedes. Por su culpa se habían puesto en grave riesgo. Aquellos moriscos huidos avisarían a los suyos. Esto daba la razón a Buitrago y resultó imposible contener a sus milicias. Si el alférez se enfrentaba a ellos corría el riesgo de dividir sus tropas. Y así pasó lo que pasó.

Ya era de noche cuando uno de los soldados más codiciosos quiso sumar a su botín una mora muy hermosa. Ella se resistía mientras él le tiraba reciamente del brazo para llevarla por fuerza. De pronto, se levantó un moro mancebo que en hábito de mujer la acompañaba. Era, al parecer, su prometido. Y con una daga que llevaba escondida se fue para el cristiano, acometiéndolo con tanta furia que lo derrumbó malherido.

Se alborotó el campo, diciendo que no sólo escondían hombres en algunas casas sino que también los había entre las mujeres, y que iban armados. Allí fue el principio de la crueldad. Acudió la tropa atacando a diestro y siniestro, sin respetar edad ni condición. En breve espacio mataron a más de un centenar. Poco pudo hacer Tizón por remediar aquello. A los pocos días le llegaron instrucciones para que se dirigiera a otro valle, dejando allí a los arcabuceros, entre ellos Céspedes, hasta que llegase un capitán que los acogería entre sus tropas. Así se separó del alférez con poco más que una fría despedida. Marchó éste con el mal sabor de boca de no haber sabido imponer su autoridad. Y él quedó con los remordimientos por la fuga de aquellos espías moriscos.

El mal ya estaba hecho. Los huidos a la sierra fueron avisando a sus correligionarios. Y cuando se vieron poderosos empezaron las represalias.

Ninguna superó a la sufrida por aquel pueblo de cristianos al que fue destinado Céspedes. Una vez llegó el nuevo capitán con sus tropas, se les ordenó prestar socorro a los supervivientes del ataque a manos de la morisma.

Contaba el lugar con dos refugios: una torre donde se amparó la mayoría de vecinos y la iglesia mayor, edificio grande que podía ser puesto en defensa donde se acogieron el cura y algunos otros armados de arcabuces y ballestas.

Eran los atacantes monfíes muy vengativos, que por allí andaban embreñados. Intentaron tomar primero la fortaleza, acometiendo con escalas por tres partes. Y al ver que los de dentro se defendían bien, los sitiadores hicieron un túnel desde las casas cercanas, picando y horadando hasta llegar a los pies de la torre.

Una vez allí, arrimaron grandes haces de cañas y de leña seca, los untaron con aceite y les prendieron fuego. Cuando los asediados sintieron el humo y la llama, comenzaron a arrojarse desde arriba. Unos se perniquebraban, otros se descalabraban, quedando muertos o aturdidos del golpe. Y los enemigos los iban rematando. Viéndose los otros quemar vivos, pidieron rendición.

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