Esclava de nadie (16 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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Aún fue más lejos Tizón, que era perro viejo, intuyendo las razones por las que no les fueran tan favorables quienes les salieron al encuentro. Seguramente lo habían hecho para no ser atacados por los moros rebeldes que rondaban los alrededores, temiendo sus represalias si colaboraban con los cristianos. De lo que dedujo que sus adversarios los estarían esperando.

Y así no los pillaron desprevenidos cuando, al flanquear unas quebradas, los avistaron en lo alto de una loma, puestos en emboscada. Amagaban escaramuza para luego retirarse, pretendiendo que los persiguiesen.

—¡Manteneos firmes, sin romper la línea! —gritaba Tizón a sus hombres—. Ésos quieren arrastrarnos a alguna trampa.

Siguieron su camino en formación compacta hasta toparse con un valle hondo, donde por fuerza habían de pasar. Estaban ya en lo más profundo de él cuando descendió por las laderas una cerrada niebla que se les vino encima de improviso. Tan fosca era la bruma que los moriscos podían acercárseles sin que apenas los sintieran, bajando a gran prisa por los cerros.

Cualquier otro, en semejante trance, habría perdido la calma. Pero no Tizón, quien ordenó que la compañía se replegase más aún, con los flancos erizados de lanzas, hasta trabar un pelotón impenetrable.

Ésa fue la primera vez que el alférez se dio cuenta de las dificultades de Céspedes para manejar la pesada pica.

Llegaron de este modo hasta un pueblo abandonado donde decidieron hacer noche por tener una torre donde podrían recogerse, poniéndola en defensa sin mucho trabajo.

Temía esas ocasiones por el inconveniente para mantener sus intimidades en los lugares cerrados. Tuvo por ello que salir al exterior con un pretexto. Y estaba aliviándose aparte de todos, los calzones bajados, cuando oyó crujir unas ramas.

Se los subió, tras limpiarse como pudo. Echó mano a la espada y se mantuvo al acecho.

Le pareció, por el ruido, que bien podría ser un animal. Aunque también una avanzadilla enemiga, arrastrándose sigilosa.

Al separarse una enramada alcanzó a percibir la sombra de lo que parecía un hombre de buen bulto. Apenas podía distinguir sus facciones contra el resplandor de una hoguera lejana.

—¿Quién vive? —preguntó mientras alzaba la espada.

—Soy yo, Juan Tizón.

Sintió al principio alivio. Pero volvió a ponerse de inmediato en guardia al preguntarse, inquieto, qué desearía de él en aquella oscuridad y soledades.

—Tenemos que hablar —le dijo el alférez.

Caminaron en dirección al campamento. A pesar del frío, le habían entrado a Céspedes unos sudores súbitos, por la preocupación.

Cuando hubieron llegado a la vista de la guardia, donde se sabían seguros, se detuvo Tizón a orillas de un arroyo. Y, sentándose en el tronco de un árbol, se le encaró. Clavó en él sus ojos penetrantes, que lo pusieron en no poca zozobra, en particular aquél azufrado que mostraba la mota de pólvora. Y aseguró con voz grave:

—Muchacho, temo haberme equivocado contigo.

—¿A qué os referís? —le preguntó Céspedes con voz temblorosa.

—He notado tus dificultades con la pica. Ya has visto la importancia de estas armas en nuestro ejército. De su buen manejo dependerá a menudo tu vida, y la de tus compañeros. ¿Qué te sucede?

—Nada, mi alférez. Supongo que la falta de costumbre.

Lo miró Tizón un largo rato, por si quería añadir algo más. Y al ver que callaba, prosiguió:

—Eso espero, por tu bien y el mío. No me gustaría que el auditor Ortega Velázquez se saliera con la suya y llevara razón al no querer que te alistases.

Cuando ya se disponía a marcharse, añadió:

—En todo caso, tan pronto nos encontremos en lugar más holgado le pondré a prueba.

Y al notar su alteración, concluyó:

—No lo haré delante de todos. Será algo entre tú y yo.

Fue aquélla otra noche mal dormida, por la desazón que le causaron estas palabras. Y apenas era llegada la mañana cuando se oyeron los redobles del tambor, llamando al arma:

—¡Hay moriscos por todos lados!

Estaban rodeados. Fue revisando Tizón las tropas, en especial a los bisoños. Conocía su estado de ánimo cuando se enfrentaban a un verdadero combate por vez primera.

Tras ello, se llegó junto a Céspedes y le ofreció un puñado de garbanzos tostados:

—Toma, muchacho. Yo los llevo en el bolsillo y los mastico antes de entrar en batalla. Aplacan la ansiedad.

Acercando sus labios a la oreja añadió, de modo que sólo le oyera él:

—También disimulan el castañeteo de los dientes, por el miedo.

Lanzó aquí una risa, guiñando el ojo quemado de la pólvora:

—No te preocupes, todos lo tenemos. El que diga lo contrario, o es un fanfarrón o está mintiendo.

Empezó a atacar la morisma. Vio Tizón que un tropel enemigo, con su capitán al frente, entraba por uno de los portillos, con el peligro de romper sus defensas. Y se alzó impetuosamente dando Santiago y otros gritos que se acostumbran, conteniendo la acometida con la sola espada en la mano. Pero bastó esto para entender que si se quedaban en la torre podrían quemarlos o cualquier otra malicia que los resultaría fatal.

Mandó entonces romper con picos y azadones una pared que respondía al campo, desde donde cogieron a sus sitiadores desprevenidos, arredrándolos. Y vieron también que, aunque eran muchos, apenas llevaban poco más armamento que unas hondas para tirar piedras y algunas lanzas de poco trecho.

Al principio mostraron ánimo los moros, e hicieron alguna resistencia. Pronto desmayaron al sentir los arcabuces, cuando vieron que les salían los enemigos a las espaldas, creyendo que marojos, árboles y piedras, todo eran cristianos. Desatinaron y acabaron de desbaratarse, retrocediendo hasta la vera de un río muy fragoso de peñas. Y, pasando al otro lado, treparon hasta el cuchillo de un cerro, poniendo más confianza en los pies que en las manos.

Cuarenta soldados cristianos, de los más curtidos y sueltos, los siguieron al alcance, haciendo un miserable espectáculo de muertos.

Mientras Tizón recorría con Céspedes el campo de batalla, se acercó un sargento para informarle:

—¿Cómo quedan nuestros hombres?

—Hemos tenido tres bajas y una docena de heridos. Pero lo que más me preocupa son los bisoños que mostraron miedo, metiéndose entre los bagajes mientras los compañeros peleaban.

—Traedlos aquí —le ordenó el alférez.

—¿No sería mejor amonestarlos delante de toda la tropa? —le preguntó el sargento.

—Haced lo que os digo. Y tú, muchacho —dijo a Céspedes—, no te vayas.

Cuando tuvo ante sí a quienes habían rehuido el combate, Tizón les iba preguntando sus nombres, que ellos decían, no poco temerosos de que los mandase castigar.

Luego, les habló de esta manera:

—No me maravillo de que temáis los gritos y algazaras de estos moros. Pero aspiráis a ser soldados. Y la penitencia que os quiero dar por el descuido que habéis tenido es que recojáis todos los cuerpos muertos de esta gente, los amontonéis y queméis, porque así vayáis perdiendo el miedo que les habéis cobrado.

Dirigiéndose a Céspedes, le indicó:

—Tú los dirigirás.

Y haciendo un aparte con él, añadió:

—Cuando acabes, búscame en aquel remanso del río donde hablamos la otra noche. Y no olvides traer tu pica.

Allí fue a encontrarlo. El alférez estaba pescando. Al ver que lo miraba, sorprendido, le dijo:

—Siempre llevo mis anzuelos. Hoy comeremos trucha.

Señaló tres soberbios ejemplares, que revolvían sus coletazos contra los helechos.

Mientras guardaba los aparejos de pesca, insistió en la necesidad de dominar la pica. Después, tomó la suya y le fue enseñando cómo mantenerla equilibrada para que le resultase más manejable, el modo de afianzarla en tierra con el pie para resistir las acometidas y todo cuanto le pareció necesario. Durante un buen rato le ordenó repetir los movimientos, hasta que reparó en su fatiga.

—Por hoy ya está bien, vamos a comer. Acuérdate de practicar estos ejercicios a menudo, para fortalecer los brazos. Te haré examen dentro de dos días. Espero que la próxima vez que eches mano de ella sea como una prolongación tuya. Y cuando terminemos con la pica seguiremos con la espada, que manejas mejor.

En el tiempo que siguió, fue Tizón para Céspedes como aquel padre que nunca había tenido, cuando envidiaba a otros niños a quienes los suyos enseñaban a andar: parecían dejarlos de la mano, fingiendo que se alejaban, aunque en realidad anduviesen al quite para evitar que se dieran de bruces.

Las escaramuzas libradas habían servido de escarmiento a los moriscos. De vez en cuando veían sus señales de humo por el día, o las hogueras por la noche, anunciándolos desde las atalayas. Pero no volvieron a atacar.

Llegaron así al campamento del marqués de Mondéjar, general de aquel ejército, donde se asentaban más de dos mil infantes y cuatrocientos caballos. Gente lucida, bien armada, arreada a punto de guerra, la espada y daga ceñidas, el arcabuz en el arzón de la silla.

El alivio que sintió Céspedes al verse en medio de tan nutrida compaña se vio alterado cuando observó quién estaba con el virrey y los capitanes.

R
EENCUENTRO

–¿N
os conocemos?

—No lo creo, señor.

—¿Cómo os llamáis?

—Céspedes.

—Yo conocí a una Elena de Céspedes en Granada.

—Sería mi hermana.

—Os parecéis mucho. Mi nombre es Alonso del Castillo, y mi tío enseñó a tejer a Elena en Alhama. ¿Dónde anda ella? Se marchó de la ciudad sin decirme nada.

Iba a replicarle que fue él quien se negó a verla cuanto intentó pedirle ayuda. Pero se contuvo a tiempo. Se limitó a contestar:

—Yo la dejé en Arcos de la Frontera.

Siguió Castillo su camino. Quedó Céspedes intranquilo, por lo que don Alonso pudiera pensar e informar de su presencia allí. Esperaba que no estuviese también el auditor Ortega Velázquez. Sabía que eran, como poco, conocidos. Los había visto juntos en la Audiencia de Granada. Y si ambos sumaban sus informaciones podía resultarle fatal.

Su preocupación aumentó cuando, tras acomodarse en el campamento, vino a buscarlo Tizón para decirle:

—Ven a comer a nuestra mesa.

Señalaba la tienda donde Alonso del Castillo se disponía a entrar, flanqueado por un hombre de su misma edad, sobre poco más o menos. Al notar sus dudas, el alférez añadió:

—Creo que acabas de hablar con don Alonso, que conoce a tu hermana. Y me gustaría presentarte a su acompañante, Luis Mármol Carvajal. Se ocupa de la intendencia de este ejército. Necesito que te pongas a su disposición para un encargo que nos han hecho y debe permanecer entre personas de confianza.

A lo largo de la comida, notó Céspedes la autoridad que mostraba Castillo. Como traductor de árabe, conocía de primera mano todos los entresijos, pues debía trasladar las cartas y documentos interceptados a los moriscos o intercambiados en las negociaciones con ellos.

Por el contrario, el intendente Luis Mármol prefería ceñirse a cuestiones más inmediatas o concretas. Y a él se dirigió Tizón cuando hubieron terminado de comer, preguntándole:

—¿Pensáis que los enemigos están bien prevenidos?

—Antes de alzarse en armas reconocieron las sierras, los atajos donde emboscarse y las cuevas para esconder provisiones.

—¿Y nosotros? ¿Qué nos decís de este ejército?

—Os aseguro que los abastecimientos están bien planeados. Se han dividido los lugares de la Vega en siete partidos a los que corresponde un día de la semana, ordenando que cada uno lleve diez mil panes amasados de a dos libras la jornada que le toque. Con eso sólo ya no se pasará hambre. Pero además he apalabrado un centenar de suministradores para que tampoco falte tocino, queso, pescado, vino, legumbres u otras provisiones. En cuanto a la pólvora, se traerá desde el arsenal y la Real Fábrica de Málaga.

—¿Cuál es, entonces, el problema?

Luis Mármol creyó llegado el momento de entrar propiamente en materia. Y señalando alrededor, aseguró:

—Este campamento es muy dificultoso de mover. Hay que meter la infantería en el centro, haciéndola avanzar por el valle en tres escuadrones, con la caballería flanqueándola y dos mangas de arcabuceros a los lados, por los cerros y partes más altas. Sin contar las cuadrillas que exploran la tierra, llevando algunos gastadores con picos y azadones para que allanen los obstáculos de los caminos por donde habrán de pasar los carros de aprovisionamiento.

—Costará muchos días entrar en la Alpujarra —admitió Tizón.

—Por eso es tan importante que os adelantéis hasta el puente de Tablate, como ya se os ha explicado, para evitar que lo tomen o desbaraten los moriscos. El lugar resulta obligado para entrar allí, en la parte de la montaña sujeta a Granada que corre de levante a poniente entre la ciudad y el mar. Es como si las sierras fuesen un castillo y ese paso les hiciera el foso. Si cae en manos del enemigo, nuestro ejército tendrá que dar un gran rodeo por lugares que lo pondrán en peligro y retrasarán su llegada. Nos tomarían una ventaja de la que ya no nos recuperaremos.

—También lo entiende así el enemigo —añadió Castillo—. Por los mensajes interceptados sabemos que tratarán de defenderlo a toda costa. Y este tanteo de fuerzas será decisivo para las dos partes. Si perdemos, se envalentonarán, dando alas a la rebelión.

—¿Cómo podemos equiparnos? —preguntó el alférez al intendente.

—Perdonad que os devuelva la pregunta —le respondió Mármol Carvajal—: ¿Cuántos hombres pensáis llevar?

—Menos de media compañía. Un centenar de los más curtidos y algunos de los nuevos que han mostrado mejor disposición en el combate.

—¿Están ellos prestos?

—No se han asentado todavía en el campamento. Costará menos moverlos.

—En ese caso, yo os aconsejaría que llevarais mochilas con provisión para cuatro días. Menos, sería temeridad. Más, impedimento. Os pondré víveres ligeros y que no necesiten fuego: mojama, queso, uvas pasas, higos o nueces.

—Bien. Pues, ¿a qué estamos esperando? —dijo Tizón—. Mientras yo elijo y preparo a los hombres, Céspedes os ayudará con las raciones.

Así lo hizo éste, secundado por algunos de los bisoños. Su sorpresa vino cuando fue a comunicar al alférez que ya estaban listas las mochilas.

—Muy bien, muchacho. No te metas en líos mientras quedas aquí.

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