L
ope de Mendoza descabalgó de la nariz los pesados anteojos, posándolos sobre el expediente del reo. Se alzó de la silla y, mientras paseaba por el gabinete, trató de entender el caso de Céspedes.
Estaba, en primer lugar, la maternidad, que parecía despejar cualquier duda sobre su sexo femenino. Al menos, a aquellas alturas de su vida, a los quince o dieciséis años. ¿Y después?
Una verdadera madre, ¿habría abandonado al hijo? No sería la primera ni la última. Y más en sus circunstancias. ¿O lo hizo para empezar una nueva vida, sin estorbos? ¿Qué planes abrigaba en lo más hondo cuando decidió marchar a Granada?
Sobre todo, le sorprendía la presencia de Alonso del Castillo en aquella historia. Incluso sabiendo las razones. Mendoza lo conocía, y le extrañaba sobremanera que la mulata fuera a mezclarse con un hombre tan opaco e impenetrable.
Por ello, ya vuelto a su asiento, tras calarse las gafas y proseguir la lectura, terminó encaminándose hacia preguntas no tan distintas de las que en ese mismo momento se hacía el reo en su celda, al evocar aquel encuentro.
También Céspedes había experimentado ese desconcierto en presencia de don Alonso. Desde el mismo momento en que le presentó el papel lacrado con el anillo de su tío, Castillo el Viejo.
Mientras él escrutaba su rostro, estuvo segura de que examinaba los herrajes que le marcaban las mejillas. Luego, desplegó el folio y lo comenzó a leer musitando entre dientes.
Ahora fue Elena quien lo observó con detenimiento. Don Alonso rondaba la cuarentena, aunque aparentase más. Las fatigas de la vida parecían haberle caído antes de tiempo, endureciendo su cara cuidadosamente afeitada en contraste con los rostros barbados que poblaban la capital del antiguo reino nazarí. Y acentuaban su desconfianza los ojos negros y penetrantes, el entrecejo precavido, la boca tensa, recta. No sólo era suspicacia lo que en él se adivinaba, sino un carácter taciturno. Esa melancolía de quien ha ido dejando tras de sí no pocas renuncias.
Según todos los indicios, el maestro Castillo había escrito en arábigo la carta de recomendación para su sobrino. Y en ella le ponía en antecedentes sobre la mulata que se presentaba ahora ante él.
Don Alonso le hizo algunas preguntas, que contestó como mejor supo. Y notó la confusión de su interlocutor cuando hubieron acabado. Quizá la había supuesto morisca, por sus herrajes de esclava y el modo en que se la encomendaba el viejo tejedor. Ahora parecía extrañarle su desconocimiento de la lengua y usos de los musulmanes.
Con todo, aquello era para él un compromiso familiar. Y no escatimó esfuerzos para atenderla. Le buscó acomodo la primera noche, alojando a Elena entre su servidumbre.
Al día siguiente la acompañó hasta el Albaicín, atravesando la ciudad de Granada. Sabía que era médico. Ahora vio que muy distinto de quienes estaba acostumbrada a tratar en Alhama. Más tenían aquellos de barberos o curanderos. Mientras que éste era hombre de modales refinados, estudios y alto rango.
Mucha gente parecía conocerlo en la ciudad. Aunque ya entonces percibió Elena una actitud equívoca en los saludos o miradas que dirigían a Castillo. Una mezcla indiscernible de respeto, recelo y repudio. Un distanciamiento unánime tanto por parte de los moriscos como de los cristianos viejos. Ni los unos ni los otros parecían considerarlo de los suyos.
Cuando llegaron a la laberíntica alcaicería, entre el mercadeo de sedas y especias, él le pidió que lo esperase. Debía hacer un encargo.
La condujo luego hasta una plaza grande, bien cuadrada y regular. En uno de sus lados trabajaban los escribas y pergamineros. En todos ellos pululaban los vendedores ambulantes, entremetidos con los puestos de pescado, carne, verduras, frutas y toda suerte de agro.
Elena estaba boquiabierta. Nunca vio nada parecido. Más aún viniendo de la escasez que dejaba atrás en Alhama.
—Es la plaza de Bibarrambla —le explicó don Alonso—. Donde se celebran las corridas de toros y los autos de fe, en que se queman herejes o libros en árabe. También se hace aquí la fiesta del Corpus Christi.
No había en estas palabras énfasis ni emoción alguna. Su voz fluía tan impasible como un diagnóstico. Quizá a propósito, para tantear sus reacciones.
Elena se cuidó muy mucho de decir nada. Ni ella misma sabía a qué atenerse. La muerte de su madre y la entrega en adopción de su hijo la habían dejado en carne viva. Le resultaba imposible ver a un niño y no apartar la mirada. Pensaba de inmediato en el suyo, en si estaría bien o mal cuidado. Si le darían una buena educación o se acordaría de ella cuando creciera. Pero desechaba de inmediato tales ideas. Trataba de sobrevivir.
Sintió al principio algún alivio al estar allí, pisando los lugares que tantas veces había oído en el romance de la pérdida de Alhama. Hasta entonces, aquellos nombres eran puros rebotes de la memoria, jaculatorias de consuelo. Ahora iba a vivir en ellos.
Pronto hubo de desengañarse, al abandonar la plaza pasando bajo un arco que mostraba a sus costados manchas de sangre. Como se quedara mirándolas, don Alonso le dijo:
—Es el Arco de las Orejas, porque en él se clavan las de los ladrones tras ser cortadas por el verdugo, como se acostumbra los martes.
Subieron luego por la calle del Zacatín, bien recta, medianamente ancha, alborotada de tiendas. La tomaron para encaminarse hacia la plaza Nueva, en la misma falda de la Alhambra. Era harto más desbaratada que Bibarrambla en su traza y edificios, dominados por la imponente mole de la Chancillería.
—Aquí imparte justicia la Real Audiencia, donde se sustancian todos los pleitos al sur del río Tajo —aseguró Castillo.
Estaba Granada puesta parte en monte, parte en llano. Y salpicada toda ella de huertos. Apenas había casa mediana que no tuviera el suyo, con naranjos, cipreses y parras. Las azoteas, como jardines colgantes, alegraban la vista entre rosas, clavellinas y alcaraveas. El aire se purificaba con azahares o jazmines. Y sus aguas, saludablemente frescas, descendían desde la Sierra Nevada que blanqueaba contra el azul intenso, al fondo de la colina rematada por la Alhambra.
Vio por otro lado que, aunque a las gentes no se les reventasen los dineros por las junturas de la capa o las guarniciones de la mula, tampoco eran de bolsas tristes. Antes bien, los del común mostraban un razonable pasar y un discreto bullicio de reales y maravedíes en la faltriquera.
Rehuyendo el tráfago que venía desde la Puerta de Elvira, se internaron en las callejuelas laterales, subiendo hacia San Miguel. A los flancos se apiñaban las modestas casas de los moriscos, de tan apretado vivir como en Alhama.
Al torcer una esquina, su guía señaló la iglesia que por ella asomaba, alzándose hacia lo alto sobre aquel desparrame de humildes techos:
—La parroquia no bajará de los cuatrocientos hogares. Más de mil trescientas personas en edad de confesar y recibir sacramentos, de los que el beneficiado obtiene sus estipendios. Alberga, además, la Virgen de la Aurora, que es procesionada hasta la catedral el Jueves Santo y tiene muchos devotos.
Entraron a buscar al cura, con quien don Alonso se apartó hacia la sacristía para explicarle el caso.
Tras ello, se despidió de Elena con una recomendación:
—No faltéis a vuestros deberes y no os faltará el sustento. El beneficiado os recibirá como ama de llaves. Y si algo se ofrece, ya conocéis dónde paro.
Le fue bien con el párroco, en un principio. Con cama y mesa aseguradas, se las prometía muy felices. Pero pronto se dio cuenta de que no iba a resultar tan sencillo.
Un día en que estaba cosiendo reparó el sacerdote en su buena mano con la aguja, proponiéndole aprender el oficio de calcetera. Aceptó Elena, sin malicia. La llevó hasta un cercano taller que regentaba, muy a la callada. Y al ver que también sabía leer y escribir, terminó encomendándole su administración. Lo malo era que no le pagaba nada por este trabajo añadido y clandestino, sino la sola manutención ya acordada.
Con el transcurso de los meses fue averiguando que el ladino cura no sólo llevaba la iglesia o el taller de calzas. Apenas había negocio que no le tentase. Sabía de cuentas tanto como de latines y aún más, mostrándose en ellas águila caudal. Removía su parroquia y además media Granada. En su trotar incesante de acá para allá mercadeaba con todo lo que caía en sus manos. Así andaba bien comido y bien bebido, el lomo enhiesto.
Y la mulata, muy en contra de su voluntad, terminaría convirtiéndose en incómodo testigo. Con todo, ella se habría mantenido en su puesto si no hubiera sucedido lo que vino luego.
Cundió al cabo de los meses la misma sequía que hambreara Alhama. Y, tras agotarse otros aljibes, los parroquianos volvieron sus ojos hacia la cisterna parroquial. Era ésta uno de aquellos depósitos públicos que en caso de necesidad se utilizaban para servicio de quienes no tenían repartimientos propios de aguas. Sobre el papel, una prestación gratuita. Pero, en la práctica, el beneficiado negociaba con el suyo, haciéndolo rentar a golpe de limosnas. El problema para Elena fue que le correspondió cobrar a ella.
—Bajarás al aljibe cada vez que alguien venga con el cántaro —le ordenó el párroco—. Y te asegurarás de que pague, que yo sabré recompensártelo.
Así, aunque libre, volvió a estar hecha una esclava: de las cazuelas a las calzas, y de las calzas a los cántaros.
Pasó algún tiempo en que cada vez se le hacía más penoso bajar a la cisterna. Al disminuir su nivel tuvo que descender por una angosta escalera de piedra. Además de fatigoso, era arriesgado. Se quejó de ello al cura, quien le prometió arreglo.
Estaba acabando la jornada. Solía coger agua para la casa a última hora, cuando no esperaba parroquianas. Evitaba hacerlo demasiado tarde. Pero aquel día había venido una comadre rezagada con la que, además, discutió por negarse ésta a pagar. No le dio ella el agua, tal como le había ordenado el beneficiado. Y la comadre la amenazó con enviarle a su marido para que le retorciese el pescuezo.
Al bajar los peldaños que flanqueaban el pozo, apenas entraba ya algún resquicio de sol por los tragaluces abiertos en lo alto de la bóveda. Y a medida que se apagaba aquella luz cárdena, el lugar le recordaba la mina de Alhama, el día en que los monfíes mataron a los recaudadores de impuestos. Cuando se quedó atrapada en aquella galería a la que había entrado desde el castillo huyendo de sus perseguidores.
Ahora, mientras llenaba el cántaro en el aljibe, oyó pasos arriba, retumbando entre los arcos de ladrillos desconchados por el salitre. No eran ligeros, de mujer, como solían, sino pesados.
Se armó de valor y alzó la vista hasta lo alto de los escalones de piedra. Vio una sombra que se extendía, amenazadora, al contraluz de la lámpara que había dejado en el suelo para alumbrarse. Durante un momento, pegada a la pared, contuvo la respiración mientras seguían oyéndose las pisadas, crujiendo por encima al aplastar los desconchones del estuco.
Cuando aquel hombre se asomó al pozo, la mulata, desde abajo, no podía verle la cara. Pero él sí. La observaba, calculando la distancia de las estrechas escaleras de piedra. Y dijo:
—Soy Ibrahim.
Al moverse, le dio en el rostro la luz del candil. Temió Elena que aquel sujeto malencarado fuera el marido de la vecina que la amenazase y que viniera a tomarse la justicia por su mano.
—Ibrahim, el cañero —precisó él.
Poco la tranquilizó esto, porque no entendía qué cosa era aquella.
—Digo que soy fontanero —añadió ante su silencio y al ver que se encogía de hombros—. Me ha dicho el beneficiado que haga una conducción para no tener que bajar tan hondo a por el agua.
Tomando el candil, lo extendió hacia ella, alumbrándola mientras subía.
—Estáis asustada, como si hubierais visto una aparición —aseguró cuando la tuvo a su lado.
Luego, tras examinar el lugar, se lamentó:
—Tendré que volver otro día, con herramientas y más calma. No respetaron las cañerías al construir la iglesia sobre la antigua mezquita que aquí hubo. Bien se ve que los cristianos no son dados a baños ni abluciones.
Cuando hubieron salido del lugar, preguntó a Elena:
—¿Os sucede algo?
—Estoy bien.
—No lo parece.
—Es que una vecina me amenazó.
—Tendréis problemas, como le sucedió a quien ocupaba antes vuestro puesto. ¿El cura os ha metido también a calcetera?
No respondió ella.
—Ya veo que sí —continuó Ibrahim—. No quiero entrometerme. Pero conozco a un trompeta en la calle de los Gomeres, y su mujer anda buscando quien la ayude a coser.
—Os lo agradezco. Estoy aquí porque alguien me recomendó, y he de consultárselo por no ofenderle.
—¿Quién os presentó al beneficiado?
—Don Alonso del Castillo.
Torció el gesto el cañero al oír el nombre. Aun así, siguió ofreciéndose:
—Si os interesa ese otro trabajo, me encontraréis al mediodía en la plaza de Bibarrambla.
N
o parecía sentirse cómodo con la presencia de Elena. Como si lo hubiera sorprendido en un acto muy íntimo.
—¿Quién os ha dejado entrar?
—La puerta estaba abierta —contestó la mulata.
Don Alonso del Castillo bajó con tiento la escala de madera, precariamente apoyada en la pared del palacio de la Alhambra.
Ya en el suelo, trató de recuperar su calma habitual. Dejó a un lado el cuaderno donde estaba copiando las inscripciones en árabe y le preguntó, señalándolas:
—¿Las entendéis?
Negó ella con la cabeza.
—Pero sabéis leer y escribir. Os enseñó mi tío, ¿no es cierto?
—Sólo en romance —le aclaró.
De nuevo notó la mulata aquella decepción en los alertados ojos del médico.
Expuso Elena el asunto que la traía a su presencia.
—¿Un trompeta en la cuesta de los Gomeres? —se extrañó don Alonso sin ocultar sus reparos—. ¿Quién os ha ofrecido ese trabajo?
—El cañero que vino a la cisterna de la parroquia.
—¿Ibrahim?
—El mismo.
Nuevo desconcierto en el rostro de Castillo. Como si preguntara: «Esta mujer, ¿es o no morisca?».
En su mirada asomaba la misma desconfianza que en la de Ibrahim al hablarle de don Alonso. No había duda: se conocían y no se llevaban bien.
Mientras la acompañaba hasta la salida de los palacios, él observó sus reacciones ante los deslumbrantes salones que iban atravesando. La admiración de Elena por aquel cambiante calidoscopio de yeserías era tal que se sintió incapaz de articular palabra. Castillo se limitó a decirle: