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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (28 page)

BOOK: Esclava de nadie
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El que debía atender era uno de los más importantes maestros de cantería del monasterio y junto a él se encontraba su mujer, Inés Vázquez, conocida de la viuda Isabel Ortiz. Recomendado por ésta, lo había visto curar a un familiar en su visita al Hospital de Corte. Tras ponderar su buen hacer, le había insistido para que acudiese a El Escorial, por avanzar la enfermedad de su esposo y sentir que no estaba bien atendido.

Ya entonces le advirtió que su marido no quería reconocer su gravedad ni abandonar los tajos, por no perder faena y estar alcanzado de tantas deudas. Le explicó que durante muchos años no pudo cuidarse como hubiera requerido. Él daba largas, haciéndole ver su necesidad de andar en feria, saber qué obras se pregonaban, acudir a las pujas, competir con los otros maestros canteros, tantear los precios, organizar las cuadrillas. Y, más difícil aún, mantenerlas unidas durante las largas invernadas en que los hielos obligaban a parar las construcciones. Había que tener mucho carácter para hacerse respetar por hombres tan rudos. Se pagaba por ello un alto precio: la propia salud.

Algo sabía Céspedes de todo esto. Pero sólo ahora lo entendió de lleno. Intuyó que no sería un enfermo fácil. Al examinarlo vio que lo habían sangrado haciéndole una incisión en la vena tibial del pie izquierdo. No era muy partidario de tales prácticas, y le preguntó:

—¿Esto ha sido todo, con tanto médico como se ve por aquí?

—Ellos dicen que no dan abasto… —refunfuñó Obregón.

—Están desbordados —terció la mujer—, hay unos tres mil obreros trabajando en este momento.

—Es por la basílica —añadió el maestro cantero—. Va mediada y andan en lo más peligroso, pues deberán cerrarla con cúpula.

—Por muy desbordados que estén, los cirujanos de contrato fijo contarán con ayudantes… —observó Céspedes.

—Así es —admitió la esposa—. A los maestros de cirugía se les exigen dos oficiales y un aprendiz en el pliego de condiciones. Pero han tenido que recurrir a los de otros lugares para que los refuercen.

Cuando hubo terminado la cura, aquella mujer lo acompañó afuera y le dijo bajando la voz:

—No era para hablarlo dentro. Si os he pedido que vinierais es porque mi marido tuvo hace tiempo un serio percance con uno de los aparejadores, Pedro de Tolosa. Mi esposo llegó a las manos con uno de sus sobrinos. Fue tan grave que llegaron a paralizarse las obras. Los agravios entre canteros son duros. Por eso he preferido a un forastero. Me gustaría que os quedarais hasta encarrilar la cura.

Vio la duda en el rostro de Céspedes, e insistió:

—Os hemos buscado alojamiento.

—Está bien. Me quedaré por aquí.

Le gustaba el lugar. Era agradable, de buenos aires y aguas. Y sería tranquilo cuando acabasen las obras.

Hasta que un buen día oyó que gritaban su nombre. La voz le resultó familiar. Al volverse, se encontró con Alonso del Castillo.

—¿Qué hacéis aquí? —le preguntó el morisco.

—Estoy curando a Vicente Obregón, el maestro cantero.

—¿Curando?

—Soy cirujano.

No pudo disimular su sorpresa don Alonso. Y Céspedes se creyó en la obligación de contarle cómo fuera aquello. Concluyó preguntándole:

—¿Y vos? ¿Seguís de intérprete?

—Soy traductor de árabe del rey don Felipe y su secretario para los asuntos de África. Además, Su Majestad me encargó hace tiempo inventariar los manuscritos árabes de la biblioteca de este monasterio. Desde entonces he estado en ello, viajando por Andalucía en busca de documentos en esa lengua.

Cualquier otro habría dicho tales palabras con presunción. O, al menos, con legítimo orgullo. Pero don Alonso lo decía sin asomo alguno de envanecimiento. Y no se le escapó a Céspedes la amargura que destilaba su mirada. Quedó ya entonces convencido de que cargaba en su interior fatigas que sobrepasaban a su propia persona, y que tan manifiestas quedaban con la tragedia de los suyos. A aquel destierro de los moriscos había ahora que añadir la extinción de sus logros y cultura, el comprobar cómo se iban ocho siglos por el sumidero. Y quizá Castillo trataba de rescatar del naufragio lo que buenamente podía, a través de lo que hasta entonces había tomado por sus ambiciones personales. Siempre alerta, atento a no levantar sospechas que lo alejarían de aquellos favores regios.

A renglón seguido, le confesó don Alonso:

—Hace tiempo que terminé ese inventario. Ahora estoy, en realidad, como médico. Faltan manos en la enfermería.

Aquí el morisco hizo una pausa, se detuvo en su caminar, se volvió hacia él y le preguntó, mirándole a los ojos:

—Céspedes, ¿tenéis título de cirujano?

—No me he examinado. ¿Por qué lo preguntáis?

—Porque aquí, en la sierra, hay mucho trabajo para quien sepa curar. Y estaríais más a salvo que en Madrid.

—¿Aún creéis que alguien me quiere mal y sigue mis pasos?

—No puedo deciros más, los documentos que manejo son confidenciales. Pero aquí en la sierra pasaréis más inadvertido. Sobre todo si no estáis fijo en un solo lugar durante mucho tiempo, moviéndoos de un sitio para otro.

Aunque ahora don Alonso parecía más humano y accesible, le costaba entender su siempre extraño comportamiento. Algo se llevaba entre manos. Algo difícil de entrever.

Sea como fuere, decidió hacerle caso. En sucesivas escapadas, vio que llevaba razón, que eran aquellos lugares provechosos para su oficio de cirujano. Y cuando el cantero Obregón falleció, al cabo de algún tiempo, comenzó a curar públicamente por varias poblaciones de la sierra de Madrid.

Estuvo así dos años. Hasta que uno de sus competidores lo denunció porque curaba sin tener los títulos.

Entonces, sí. Decidió contravenir los consejos de Alonso del Castillo y dar aquel paso decisivo: volver a la capital a examinarse para el ejercicio de la cirugía. Era consciente de que implicaría mover papeles. También, adoptar un nombre de pila y no sólo el mero apellido que hasta entonces usara. Se dijo a sí mismo que a ciertas edades deben las gentes cambiar de costumbres, so pena de envejecer demasiado pronto. Ahora iría más lejos al adoptar el nombre de Eleno, conservando el apellido Céspedes.

Fue la desembocadura de un largo trayecto. Era la primera vez que elegía cómo llamarse. No sería sólo el cambio de una letra. Significaba contar con un documento oficial que certificase su nuevo sexo. Hasta entonces llevaba el nombre de una muerta, una identidad clausurada y de segunda mano que procedía de la dueña de su madre y de ella misma. De quien le herró la cara, tratando de marcarla de por vida.

Al llamarse Eleno alcanzaba una segunda liberación. Esperaba que la definitiva. ¿Se habría atrevido a ello sin el legado dejado por el cirujano? León lo había instruido en un oficio de varones, en el régimen más independiente que cupiera imaginar. Y con un exhaustivo conocimiento del cuerpo, de su cuerpo. Aquél del que ahora habría de dar cuenta. Y sobre el cual, llegado el caso, debería actuar.

Todo esto se lo preguntaba Céspedes al asomarse al espejo, como quien se inclina sobre el brocal de un pozo. Allí estaban ya los estragos del tiempo, la sucesión de todas las personas que había sido, el largo proceso de máscaras donde tratara de encontrar acomodo. Y mientras raspaba el nombre de «Elena» que había en el marco para convertir la letra «a» en una «o», se dio cuenta de que apenas reconocía otra parte de su rostro que no fueran los ojos. Ahora parecían atrapados, paralizados por el temor. Le asustaba el examen de cirujano.

Gracias a las enseñanzas de León, no era un simple curandero romancista, uno de aquellos buhoneros que apenas sabían leer. Nada que ver con tan difusa nube de barberos, sangradores, sacadores de muelas y de piedras, curadores de hernias, algebristas, adivinos o ensalmadores.

Pero sabía bien que el Protomedicato de Castilla, ante cuyos representantes debería comparecer, prohibía expresamente que las mujeres ejercieran tales dedicaciones, ni siquiera en sus grados más bajos. No había ningún caso ni antecedente que lo amparase, si llegaban a descubrir su sexo femenino. El castigo sería ejemplar. Aquel examen implicaba muy serios riesgos. Y se preguntó si su ambición no sería excesiva, arriesgando en un momento lo que tanto trabajo le había costado conseguir.

¿No estaría haciendo como el perro de la fábula? Aquel que cruzó un arroyo sujetando entre los dientes un pedazo de carne. En mitad de la corriente, vio otro trozo en el agua. Y abrió las fauces para atraparlo. Mientras se le caía el bocado que llevaba y era arrastrado por la corriente comprendió —demasiado tarde— que sólo era el reflejo del que acababa de perder.

Q
UINTA PARTE
M
ARÍA

Y ya en la cumbre de mis trabajos, cuando había de recibir el premio descansando de ellos, volví de nuevo como Sísifo a subir la piedra.

Mateo Alemán,
Guzmán de Alfarache
, segunda parte, libro III, capítulo IV.

Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. […] Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible. […] Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia. […] Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres […]. Si hay un destino personal, no hay un destino superior […]. Sísifo sabe que es dueño de sus días […]. Está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Albert Camus,
El mito de Sísifo
.

E
NTRE
P
INTO Y
V
ALDEMORO

L
ope de Mendoza hizo un alto en la lectura del legajo «Elen@ de Céspedes» para revisar la copia de su examen como cirujano. Conocía a bastantes hombres dedicados al oficio de curar, pero a ninguna mujer, ni dentro ni fuera de ley. Menos aún con dos títulos oficiales. Aquello iba más allá de la fuerza bruta del soldado. Era un desempeño necesitado de gran habilidad. Contaba con mucha competencia y ojos avizor para evitar el intrusismo.

Por otro lado, Céspedes no debió hacerlo nada mal, había ejercido largo tiempo. A juzgar por su expediente, después de superar las pruebas en la capital pasó una larga temporada en Cuenca. Luego estuvo varios años en La Guarda, un pequeño pueblo de la Mancha toledana.

Aquel lugar, tedioso y sin horizontes, no colmaría sus aspiraciones. Tuvo, además, alguna disputa. Los hechos posteriores hacían pensar que tanto allí como en el vecino Yepes se puso en duda su virilidad. Y había aprovechado el paso de un destacamento militar para enrolarse en él, curando a los soldados heridos. Llegó así a Valdemoro, donde estuvo como dos años. Porque residiendo en esa población, a mitad de camino entre Pinto y Ciempozuelos, podía atender a los vecinos de las tres.

Al leer aquellos documentos daba la impresión de que, tras largo peregrinaje para borrar su pista, Céspedes trataba de acercarse a Madrid. Pero lo hacía manteniendo las distancias, asentándose en los alrededores, en la ruta que unía la capital con Aranjuez, Ocaña y Yepes. A diferencia de La Guarda, esos pueblos estaban llenos de vida, bullían por la animación de los arrieros que iban a vender sus productos a la Corte.

Por eso mismo le asombraba que alguien tan cuidadoso en sus movimientos se hubiese casado con una mujer. ¿Qué le empujó a dar paso tan arriesgado? Un matrimonio no era lo mismo que las relaciones esporádicas mantenidas hasta entonces en su vida trashumante. Se enfrentaba a un vínculo íntimo y continuo que lo obligaba a vivir en la misma casa día a día, a dormir por las noches con su esposa, cumpliendo como varón. Y a remover muchos papeles.

En la penumbra de su celda toledana, Céspedes evocó aquel atardecer, el de su llegada a Ciempozuelos, fatigado y enfermo. La nieve y la ventisca lo habían baldado sobre una mula aviesa y de medio pelo, aún más mohína por el olfateo de lobos al acecho. Todo lo rendía aquel tiempo borrascoso, desgajándose inclemente desde los cielos. Se sentía como a punto de muerte. Apenas tuvo fuerzas para recorrer varias puertas pidiendo posada. Y se la fueron a dar en casa del labrador Francisco del Caño.

Reparó en su hija María desde el mismo momento en que le abrió y lo hizo entrar, al verlo empapado. Fue ella quien lo atendió luego en las fiebres que se le recrudecían con regularidad. Tanto lo regalaron aquellas gentes sencillas que sintió el deseo de asentarse. De fundar un hogar al arrimo de un fuego familiar en vez de andar de acá para allá como un proscrito.

Ya entonces le acometía aquel cansancio de ir gastando la vida. Acababa de cumplir los cuarenta y se sentía alcanzado por el tiempo, escurriéndose cada vez más fugaz, como la arena entre los dedos.

En aquel largo trasiego empezaban a confundírsele las distancias y los caminos. Corrían las jornadas, las semanas volaban, se desgañifaban los años. La cara de un mercader se le revolvía con la que ya viera dos pueblos antes o un lustro atrás. Aquel conflicto de comadres que lo puso en fuga en La Guarda ya lo vivió en Cuenca. La ejecución a la que asistiera en este último lugar le recordaba otras que le habían conmovido.

¿Para qué seguir? Todos aquellos rostros, parajes, encrucijadas se iban volviendo cada vez más irreales, entremezclados, desleídos en la memoria. Terminaban componiendo un cortejo fantasmal. Los unos se apresuraban tras los otros, sucediéndose sin dejar huella. Deseaba acabar con aquella fatiga de andar de pueblo en pueblo, de venta en venta, de posada en mesón. De padecer el inquieto trato de los caminos entre vientos y aguaceros, encharcadas las sendas, crecidos los arroyos, inseguros los puentes. Quería romper aquella rueda, amanecer en lugar conocido, saludar a las gentes sin tener que dar explicaciones sobre su presencia allí. Comer el propio pan y no el de zoco, crudo y agrio. Conocer de antemano dónde curar o comprar sin acechar quién se topaba al torcer la esquina.

Ciempozuelos, con su millar de vecinos, podía atender tales aspiraciones.

Y, sobre todo, apareció María del Caño. Se sintió como la olla que, abrasados los fondos por el fuego, rebosa el agua y sofoca la lumbre. Se le desmayaron las ansias, todo se le encalmó. Había oído decir que el amor era como la suerte del pirata, que anda en corso todo el año sin provecho alguno y luego, en un solo día, le resulta hacer fortuna para el resto de vida.

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