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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (25 page)

BOOK: Esclava de nadie
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Se titulaba
De humani corporis fabrica
. Sus soberbios grabados desvelaban con todo detalle el edificio del cuerpo humano, aquel orbe oculto bajo la piel. Su andamiaje de huesos, que al cabo de los años o los siglos sería la única constancia del paso de su dueño por la tierra. Los músculos y ligamentos, el arduo entrelazo de venas, arterias y nervios. También, los órganos del vientre, el pecho y la cabeza donde se nutría e impulsaba tan formidable aparato.

Aquellas ilustraciones dejaron a Céspedes mudo de asombro, como le sucediera antes al propio León.

—Estas láminas son de un valor inestimable para un cirujano —le aseguró—. Permiten saber dónde se debe abrir, y lo que se va a encontrar. Aquí está resumido el trabajo de muchos años, las disecciones hechas sobre incontables cadáveres.

—Además, los dibujos son hermosos.

—Consideran que el hombre es la regla y medida de todas las cosas, están proporcionados según el tamaño que se desea dar a su figura. Todo lo demás se le acomoda, como estas arquitecturas y colinas que veis aquí, haciendo el fondo. Son las que rodean Padua.

Tal y como se lo fue explicando León, aquél era un verdadero atlas de anatomía, el mapa del cuerpo como un microcosmos, un pequeño mundo conectado al planeta por el intercambio con sus ciclos, con los alimentos de los campos o las aguas que por ellos corrían. Y que, pasando a través de los órganos que le servían como hornos, fuelles, canales e instrumentos de bombeo, se convertían en fluidos que lo nutrían y alzaban, para luego regresar a sus orígenes.

—El mismo año en que se publicó la primera edición de este libro apareció el de Copérnico sobre las revoluciones de las esferas celestes. Apenas repuestos del descubrimiento de América, hubimos de reconsiderar la visión de nosotros mismos dentro del cosmos.

En aquella larga travesía de páginas se le fue dibujando una aventura incomparable. Todo un universo estaba allí, al alcance de la mano, aunque no hubiese reparado en él por llevarlo siempre puesto desde el nacimiento: su propio cuerpo. Y para explorarlo no se necesitaba de largos viajes ni de otros impulsos o vientos favorables que no fueran los de un corazón limpio, una mente inquisitiva y el compromiso con la verdad.

—¡Quién me iba a decir a mí que renunciaría a tantas cosas por un libro, con todos los que había empeñado antes! —prosiguió León—. Me costó mucho conseguir éste. Muchas esperas y sacrificios. Y aún se fue volviendo más valioso cuando le añadí notas y dibujos.

Al decir esto ladeaba la mirada bajándola de soslayo, como si la volviese hacia sus propios recuerdos, marcados para siempre por aquel momento auroral.

Más adelante, ganaría en destrezas y artimañas. Pero nunca superó el estado de gracia de los comienzos. ¿Cómo olvidar el teatro anatómico de la Universidad de Padua? Ningún otro en el mundo se le podía comparar. En su centro, el cadáver en disección. El cirujano, los antebrazos cubiertos con manguitos, iba manejando los escalpelos, tijeras, garfios, tenazas, sierras y separadores.

Alrededor, los escaños se disponían en anillos circulares de tamaño creciente, trepando hacia lo alto como las órbitas de los planetas que proponía Copérnico.

Una puesta en escena que convertía al teatro anatómico en un templo consagrado al cuerpo. Allí, en aquel viaje bajo la piel aplazado durante siglos, la propia experiencia primaba sobre la autoridad ajena y los latines regurgitados ex cáthedra.

Los asientos iban tan codiciados que debía asignarlos un regidor, garante del trasiego de las partes diseccionadas. Tras ser cortados y extraídos los órganos, los auxiliares los llevaban de grada en grada, para ser examinados por los asistentes. Aquí iba un riñón, allá un hígado, a la otra parte un corazón, mientras los estudiantes hundían la nariz en un saquito de hierbas que enmascaraba el hedor.

—Para ser admitido en aquel lugar yo había hecho valer mi experiencia en preparaciones anatómicas. El problema era conseguir los cadáveres. Un recurso escaso y a salto de mata: ahorcados en las encrucijadas, exhumaciones en los cementerios, depósitos de los hospitales, proveedores que nos los traían a cambio de no hacer preguntas…

La faz de León se empezó a ensombrecer al evocar aquel tráfico de muertos.

—Era un reto peligroso. Una lejana bula papal había prohibido las disecciones. Pero eso nunca impidió aquel macabro comercio. Sólo lo volvió más lucrativo para quienes vivían de él, alegando sus riesgos.

Más de una desaparición se achacó a los anatomistas ansiosos. Toda una red clandestina se extendía por la ciudad y alrededores para saber dónde había un cuerpo a punto. Se sobornaba a verdugos, sepultureros y mendigos antes de la reventa a los anatomistas. Para mejorar el estado de los muertos se les maquillaba, aplicándoles bermellón en las mejillas, barnizándoles las uñas o devolviéndoles el brillo de los ojos con trementina. Y si se encontraban en un estado lamentable, se vendían los cabellos a los peluqueros y los dientes a los orfebres. Una industria muy próspera. Hasta que empezaron a torcerse las cosas…

No fue muy explícito León con lo sucedido, pero sí lo suficiente para que Céspedes trazara sus cábalas. Algo, o mucho, tuvo que ver en ello un tal Guido, el joven que les procuraba los cadáveres. A pesar de los años transcurridos, el, fulgor que iluminaba los ojos del cirujano al hablar de él resultaba más elocuente que sus palabras. Y de éstas se deducía que era un joven descarado y alegre, criado en la calle y hecho a sus trápalas.

—Temible alimaña son los veinte años. Mucha bestia para domar sus inclinaciones, confusas a esa edad. Pero tenaces, por lo poco sufrido de la mocedad y su natural impaciencia.

De este modo venía a decir que Guido se fue volviendo cada vez más audaz, influido por los compañeros sin escrúpulos con los que trabajaba, buscando cuerpos para las disecciones. Gentes muy peligrosas que no hacían reparos a la hora de conseguir los muertos. Si no los había, los fabricaban.

—Un buen día, Guido vino a verme y me pidió prestada mi joya más preciada: este ejemplar del Vesalio que yo había comprado con tantos sacrificios. Poco después hubo gran revuelo en la ciudad: habían profanado la tumba de una mujer recientemente fallecida. Para que no se notase, le habían extraído algunos órganos, rellenado el cuerpo con estopa y cosido de nuevo. Pero se descubrió, y su viudo, uno de los hombres más poderosos, juró encontrar a los responsables y darles un castigo ejemplar.

León vino a entender lo sucedido cuando Guido lo invitó a comer, agradecido por el préstamo de su Vesalio. Y vio que tenía mucho más dinero del habitual. El joven había querido lucrarse por su cuenta consiguiendo lo más difícil y caro: tal o cual órgano obtenido de propio para vendérselo a algún anatomista enfrascado en su estudio.

—Lo que ocurrió después fue terrible. La familia cuyo panteón había sido profanado pidió explicaciones a aquellas gentes sin escrúpulos para quienes trabajaba Guido. Ellos también entendieron de inmediato lo sucedido. Quisieron dejar claro que no había sido cosa suya, pues allí mismo se acabaría su negocio. Y decidieron dar un escarmiento.

Aquí León hizo una pausa. Le costaba recordar algo tan doloroso para él.

—Pocos días después, Guido no se presentó en el teatro anatómico a la hora convenida para entregarme un cadáver apalabrado. Había una lección pendiente de ello. Cuando ya desesperaba, llegaron sus patronos con un bulto. Al descubrirlo, apareció bajo la sábana el cuerpo del joven. Tenía desollados el pecho y la espalda. Y cuando fui a su casa y encontré su cama llena de sangre, comprendí que lo habían hecho en vivo.

Fue aquél un golpe terrible. Se propuso abandonar el lugar en cuanto surgiera ocasión de regresar a España, en condiciones de ser rehabilitado. Pero antes quería recuperar su Vesalio, que alguien se había llevado de la habitación de Guido. En aquellas páginas quedaban resumidos todos sus apuntes y saberes.

—Al cabo de algún tiempo de visitar las librerías, volví a entrar en la más principal y frecuentada. Un grupo de estudiantes, que rodeaba un atril, se apartó al verme llegar, cuchicheando. Me extrañó su actitud, fui a ver qué miraban y me encontré con un Vesalio. Al abrirlo, no me cupo duda de que era el mío, aunque lo habían reencuadernado. Pensé que lo hacían para mejor venderlo. Sin embargo, se negaron a ello cuando quise comprarlo, tras reclamar en vano su propiedad. Alguien había pagado una fuerte suma para que permaneciese allí expuesto, haciendo correr la voz de que se trataba de algo especial. Todos, menos yo, parecían estar al cabo de la calle.

León se iba encogiendo a medida que le contaba todo aquello. Y llegó un momento en que no se sentía con fuerzas para continuar su narración. Tan terribles eran los recuerdos.

—Quizá algún día reúna el suficiente valor para contaros el resto. Sólo puedo deciros que Italia no me daba ya alegría. No me deslumbraban ya sus calles espaciosas, empedradas de lajas tan llanas, grandes y derechas, sus casas de tanta arquitectura y ventanaje, aquellas ciudades tan en flor, llenas de luz y vida. Deseaba volver a España, que al fin cada hombre tiene su resbaladero. Había oído que don Luis de Requesens estaba armando una escuadra de veinticuatro galeras para llenarlas de soldados y acudir en socorro de don Juan de Austria, que en las Alpujarras libraba la guerra contra los moriscos. De ese modo, me embarqué en Génova como cirujano. Pero antes de la salida de Padua entré una noche en la librería, a escondidas, y cogí mi Vesalio. Por eso este libro es el mayor recuerdo que tengo.

Calló Céspedes, adivinando el resto. Podía imaginar lo que supuso para el cirujano acudir a aquella contienda contra los moriscos. Recordaba bien la violenta campaña de los tercios llegados de Italia, la temible eficacia de aquellos veteranos en el asedio de La Galera. De su mano se dieron los combates más sangrientos, con miles de bajas.

Lo que pudo corresponderle a León en las Alpujarras no necesitaba Céspedes que se lo contaran. Harto lo sabía. Pero ¿qué hizo tras la guerra? Eso sólo lo pudo averiguar más tarde, y entonces empezó a comprender muchas cosas. Sobre todo cuando un día vino a casa el familiar de uno de aquellos enfermos que él atendía a título privado.

Tomó el cirujano su instrumental, pidiéndole que lo acompañase. Y aquella vez tuvo la sensación de que no sólo deseaba su asistencia, sino también que entendiese lo que podía suponerle el ejercicio de la medicina: su regeneración como excombatiente de aquella guerra contra los moriscos, que ahora los convertía en cómplices y aliados.

E
L AZOGADO

S
e encaminaron hacia las afueras, pisando la nieve enlodada bajo el cielo aterido y gris. Llegaron así a una de las llamadas casas «de milicia», humildes hogares construidos tras el traslado de la Corte a Madrid, quince años antes. Bastaba verla para entender su hechura por especuladores sin escrúpulos, aprovechando la escasez de viviendas ante el exorbitante crecimiento de la ciudad. Era deliberadamente pequeña, de poca autoridad, para eludir la obligación de las casas «de aposento» que debían alojar a los huéspedes dispuestos por los funcionarios de palacio según sus compromisos.

Cuando el acompañante de León y Céspedes llamó a la puerta, salió a abrirles una mujer que cruzó las manos en muda súplica. Intentó calmarla el cirujano. Ella los encaminó hasta una habitación que malamente podría llamarse alcoba. Al apartar la cortina surgió de ella un hedor ácido. Contra la pared, en un camastro, yacía un hombre demacrado. Y al levantar la manta apareció un cuerpo sacudido por temblores incontenibles.

Arrimó León un taburete que allí había y se sentó para tomarle el pulso. Al volverle la palma de la mano pudo observar Céspedes que la tenía despellejada. Y al abrir la boca, la vio cubierta de llagas.

—¿Cómo hace para alimentarse? —preguntó el cirujano a la mujer.

—No puede comer sino muy poca cosa, por el dolor. Y así anda tan flaco y débil.

Reconoció aquel hombre a León. En un principio, parecía puro delirio lo que iba diciendo en el transcurso del examen. Aunque luego entendió Céspedes que el enfermo había compartido con el cirujano pasajes de su vida cerrados con siete llaves. Y ahora, de pronto, el paciente las descerrajaba con embarazosa familiaridad. Como esas nodrizas ya idas y perturbadas que con sus confidencias de infancia, pañales y orinal ponen en aprietos a sus amos maduros.

Pidió León a Céspedes que le sujetara al enfermo para atenuar sus temblores mientras él le hacía beber varias cucharadas de un jarabe. Y al cabo de un rato pareció calmarse, quedando dormido.

Antes de despedirse habló el cirujano con la mujer, dejándole todo el pomo de la medicina y rechazando el intento de ella para besarle las manos.

Mientras regresaban a casa, la nieve se había convertido en aguacero que les golpeaba los rostros y les anegaba los zapatos al bregar sobre el suelo embarrado.

No menos turbio parecía el ánimo del cirujano cuando Céspedes le preguntó:

—¿Qué enfermedad tiene ese hombre?

—Está azogado, por eso tiembla.

—¿Y las llagas?

—Del humo de los hornos. —Al ver que Céspedes no acababa de entenderle, añadió—: Ese hombre pasó muchos años en las minas de mercurio de Almadén.

—¿Cómo ha quedado así?

—Trabajos forzados. La Corona arrendó las minas a los Fúcares, esos banqueros alemanes a los que debe tanto dinero. Y ellos pidieron un cupo de condenados a galeras para los trabajos más duros. Los tratan como a esclavos, los llevan atados con cadenas desde la cárcel de Toledo. Entre ellos abundan los moriscos, como el que acabamos de ver.

Dudó antes de hacerle la pregunta. Pero a aquellas alturas no tenía sentido mantener oculto lo que tan a las claras había manifestado el paciente.

—Ese hombre os conocía. Habéis estado allí, en Almadén, ¿verdad? —se arrancó, al cabo, Céspedes.

—Trabajé en la enfermería. Creí que podría ser útil.

—¿Una convalecencia tras la guerra de las Alpujarras?

—Algo así. Pero me equivoqué. Aquello era peor todavía.

—¿Tan mal se les trata?

—La enfermería podría estar mejor, aunque es pasable. Cuando un forzado cae, lo ve el médico o el cirujano y se le pone allí tarima, jergón, manta, sábana y almohada. Ahora bien, mientras los presos permanecen acostados llevan en los tobillos un trabón o argolla que ensartan en una larga cadena, para mayor seguridad. Este hombre aguantó lo indecible, a pesar de haber trabajado de charquero.

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