Como pronto comprobaría, no resultaba fácil arrancar a León opiniones en materias de religión ni sobre nada que rozase este asunto, siquiera de lejos. Hubo de preguntarse, inevitablemente, si el cirujano no se arrepentía ahora de haber compartido aquello con él. Sin duda se vio empujado por las circunstancias. Quizá necesitara un testigo. Pero ¿qué vínculos lo unían a aquellas gentes? ¿Qué relación guardaba con unos judíos conversos que parecían mantener su fe tan a escondidas? ¿Y quién era aquel médico al que se había referido la enferma? El que libró el informe favorable para que le dieran tormento. León parecía conocerlo, a juzgar por su reacción y preguntas.
Concluyó que el cirujano se sentía ahora molesto al verse arrastrado a algo así como un pacto. Un acuerdo que quizá no acabase de ver claro y que ninguno de los dos quería hacer explícito, dejándolo envuelto en conjeturas apenas vislumbradas.
Era imposible que León no entreviera los destrozos que le rompían los ánimos a Céspedes tras su participación en una guerra como la de los moriscos, nunca suficientemente lejana. Y se preguntaba si para recomponer su espíritu habría de purgarlo asistiendo ahora a la curación de aquellos cuerpos, del mismo modo que antes se había dedicado a su destrucción y acometimiento como soldado. Una suerte de expiación hasta recuperar indicios de humanidad casi extinguidos, extraviados entre tanta sangre.
Como si a la vez que asistía a la curación de la herida de guerra que se le había reabierto hubiera de cauterizar y cicatrizar el envenenamiento del ánimo, tan emponzoñado.
U
na mañana se encaminaban ambos a su trabajo en el hospital, como solían. Al disponerse a entrar en la estrecha callejuela, León se detuvo de pronto tras observar a un hombre que salía de una casa. Era persona de rango, a juzgar por los guantes de nutria y su jubón, de tela plateada con botonadura de oro.
Sin decir palabra, el cirujano agarró a Céspedes por el brazo y lo hizo retroceder.
Se sorprendió éste ante semejante reacción. Creyó entenderla cuando, desde la distancia, vio que detrás de aquel sujeto salía el desnarigado con quien se peleara en el mesón.
Cuando los hubieron perdido de vista, al otro extremo de la calle, trató de obtener alguna explicación del cirujano. Pero nada dijo en ese momento, rehuyendo tales cuestiones.
Sólo al final de la jornada, ya de vuelta a casa, mientras cenaban frugalmente, le comunicó León que debía contarle algo, por su seguridad.
—Supongo que os preguntáis por nuestro tropiezo esta mañana con ese desnarigado con quien tuvimos tan mal encuentro. Pues bien, no me detuve por él, sino por el hombre que salió delante.
—¿El que iba tan bien vestido?
—Es el doctor Francisco Díaz. Un médico de gran renombre, por serlo de Su Majestad el Rey. Supongo que el desnarigado es su sirviente.
—¿No lo habíais visto antes del mesón? Por lo que os dijo, tuve la impresión de que él os reconocía.
—Ahora que me lo preguntáis, puede que coincidiéramos en una librería donde ese hombre iba a llevar el
Compendio de cirugía
que acaba de publicar su amo. Quiso vendérmelo al observar que yo andaba buscando ese tipo de obras, pero no le hice caso.
—Conocéis, pues, a ese tal Francisco Díaz.
—¿Y quién no?
Con esta respuesta rehuía León la verdadera pregunta, que iba dirigida a su relación personal con aquel doctor.
—Fue él quien, por encargo de la Inquisición, examinó a la mujer que visitamos el otro día, ¿verdad? —volvió a la carga Céspedes.
El cirujano asintió, sorprendido por la sagacidad de su ayudante. Aunque se creyó en el deber de advertirle:
—Si vais a manteneros en este oficio, deberéis aprender a no juzgar precipitadamente. Cualquier médico requerido por la Inquisición habría debido certificar que la acusada tenía un lado sano y otro baldado. O bien arriesgarse a ser desmentido por otro colega.
Se preguntó Céspedes si León lo decía por experiencia. Y si no sería ésa una de las razones que lo mantenían apartado de aquella profesión de médico, dedicándose sólo a la de cirujano. Aunque también en el ejercicio de ésta podría verse en semejantes coyunturas.
—Y en cuanto a vuestra anterior pregunta —prosiguió León—, la respuesta es que yo ya conocía antes a Francisco Díaz.
Se detuvo para esbozar un rictus de amargura, dejando constancia de lo doloroso que le resultaba aquel encuentro, quizá porque hurgara en viejas historias que le costaba revivir.
Poco a poco, en su lenta conversación, zarandeado por las intermitencias de la memoria, fue contándole el cirujano que había nacido en Valencia. Y que allí estudió Medicina, coincidiendo con Díaz en la universidad.
—De esto hace ya mucho tiempo. Él venía de Alcalá para perfeccionar su aprendizaje con Pedro Jimeno y Luis Collado.
Al observar que estos nombres poco decían a Céspedes, añadió:
—Los dos eran discípulos directos de Vesalio, la mayor autoridad en el cuerpo humano. Para lo que ahora interesa, en Valencia se había creado la primera cátedra de Anatomía en España. Y su enseñanza se tomaba muy en serio: se explicaba durante seis meses y se debían hacer veinticinco disecciones en el hospital de la ciudad. Ocho estudiantes nos ocupábamos de preparar los cadáveres. Yo era uno de ellos, hasta que llegó Díaz.
Lo que sucedió entre ambos nunca quiso pormenorizarlo el cirujano muy a las claras. Y Céspedes no podía ponderarlo. Por fortuna para él, no conocía las intrigas de cátedra ni otros despeñaderos universitarios. Pero sí alcanzó a deducir que aquello se saldó con el abandono de León, quien dejó su puesto y ciudad para marcharse fuera del país, todo lo lejos que en ese momento le fue posible.
No quiso hablar más el cirujano, pretextando el cansancio de la jornada y una razón inexcusable:
—Es preferible callar cuando no se está en condiciones de revelarlo todo y afrontar las consecuencias. Las circunstancias pueden obligar a un hombre al silencio, incluso a no decir públicamente lo que sabe; pero nunca a mentir. Algunos sostienen que si amas la verdad no debes anteponer a ella la piedad, ni siquiera en el trato con los enfermos. Yo no soy tan valiente.
Aunque nada añadió esa noche, notó Céspedes un cambio en León tras aquel reencuentro con su condiscípulo de juventud. Quiso creer que quizá se debiera también a los progresos en su aprendizaje. En el Hospital de Corte, cada vez le delegaba más funciones. Y lo había convertido en cómplice de sus visitas privadas.
Sea como fuere, un día le dijo:
—El tiempo no es eterno, lo tenemos tasado.
Pareció como si quisiera recuperar lo perdido. O como si intuyese sus aspiraciones. En su fuero interno, Céspedes había decidido abandonar cualquier dedicación al oficio de sastre para volcarse en el de curar. Una pasión que le había transmitido el cirujano con su trato a los pacientes y su propia forma de ser y de vivir.
No quiso entrar en cábalas sobre el grado de conocimiento que tenía León de sus intimidades, en particular las de su sexo. Ni si aprobaba o refrendaba sus ansias de medro social. El caso es que una noche lo invitó a continuar en su gabinete aquellas conversaciones de la sobremesa. Y al obrar así supo que no sólo iba a entreabrirle las puertas de su estancia más reservada sino también los entresijos de su profesión. Céspedes había deseado y, a la vez, temido aquel momento. No era persona de estudios. Lo sabía bien, no se engañaba a ese respecto.
Llamar gabinete a aquella habitación era, a todas luces, excesivo. Estaba tan vacía que más semejaba celda de cartujo. Excepto que no había crucifijo alguno en la pared ni ninguna otra imagen devota. Si el cirujano apenas opinaba sobre religión no era porque anduviese falto de una intensa vida interior. Las razones debían de ser otras. Quizá porque en un médico sobrara cualquier otra fe que la debida a los humanos.
De hecho, en los muros sólo había una pintura italiana sobre cuero de guadamecí, de muy buena mano. Como sorprendiera a Céspedes mirándola, le aseguro:
—Representa a Sísifo, tratando de subir una gran piedra hasta lo alto de una montaña. Cuando llega a la cima, se ve arrastrado de nuevo al punto de partida. Así, una y otra vez, toda la eternidad.
—¿Por qué razón?
—Es un castigo por no plegarse a la voluntad de los dioses, al cometido que le habían reservado.
No entendió bien aquella historia. Todavía no. Ni otras muchas que le fue contando el cirujano. Aun así, tras la primera velada llegó a esperar con ansiedad las siguientes. Al caer la tarde preparaba el brasero para caldear las frías noches del invierno, impaciente por atender a los conocimientos que León le iba revelando. Y cuando el cirujano hacía un gesto de fatiga, arrimando sus manos artríticas a las menguadas brasas, asentaba la badila sobre los carbones grises para apurar las ascuas y prolongar sus lecciones.
Siempre recordaría aquel ambiente en el que no se escatimaba el gasto de las candelas, por el acicate del saber. El pausado laboreo de libros y folios, la pluma o el lápiz siempre a mano porque León gustaba de dibujar mientras hablaba, rescatando para él los rescoldos de los espíritus más inquietos e inquisitivos, las dudas bien cultivadas y frecuentadas. Un modo de afrontar las cosas y averiguarlas por sí mismo que a partir de entonces empezó a entreverarse con las propias experiencias de Céspedes, cambiándole la vida de arriba abajo.
Algo tenían de mágicos aquellos momentos en los que León abría su cofre del tesoro, el baúl lleno de volúmenes bien anotados. Suponía el aluvión y esfuerzo de todas sus singladuras.
Uno de sus preferidos era la
Historia natural
de Plinio, por interrogar las cosas desde la raíz hasta la última hoja. Fue al ir adquiriendo perspectiva cuando se dio cuenta de que el cirujano iba más lejos en sus intenciones: trataba de enseñarle a discernir lo que era o no contra natura. Sólo mucho más tarde reparó en otro detalle: aquél fue el segundo libro donde leyó sobre los hermafroditas y la profunda ambigüedad de los sexos, tras el de León Hebreo que le diera a conocer el Inca Garcilaso en plena guerra de las Alpujarras.
No le sorprendió, por el contrario, que se detuvieran en los textos de medicina, que aún parecían impregnados del vinagre usado para desinfectar las mesas de disección. Hizo León especial hincapié en las heridas de guerra, con el pretexto de la suya. Y ya entonces citó a un médico francés de gran autoridad, Ambrosio Paré.
Fue asumiendo así Céspedes el modo tan distinto en que un cirujano recurría a herir con la cuchilla: no para matar, como el soldado, sino de un modo opuesto: para curar. Y entendió mejor aquel doble afán de León. Por un lado, su actividad oficial y reglada en el Hospital de Corte, donde era un simple cirujano obligado a visitar a barullo por los muchos enfermos que le correspondían. Y por otro, en la clandestinidad, su atención a enfermedades y pacientes propios de un médico muy versado. Esta duplicidad lo tenía perplejo, sin atreverse a rebullir, temiendo que León lo apartase de su lado y de sus extraordinarios conocimientos. Nada resultaba gratis, pero claramente percibía que lo estaba poniendo a prueba y era consciente del peligro que corrían ambos.
Oyéndolo, se preguntaba la razón por la que León se mantenía oficialmente en desempeños tan modestos, dados sus extraordinarios saberes, perspicacia y competencias. Conocía los órganos uno a uno, y su mirada sobre el cuerpo humano estaba tan entrenada que podía leerlo hasta en sus menores matices, como libro abierto.
¿Por qué trabajaba en el Hospital de Corte con unos medios y remedios que apenas permitían distinguirlo de un barbero o un sacamuelas? ¿Cómo un hombre de sus talentos había terminado con una bacía y una lanceta de sangrar, ocupando las manos en vendas purulentas?
Sólo en las intempestivas visitas privadas, solicitado por los desheredados, descubría la hondura de sus conocimientos. Y se preguntaba Céspedes por lo sucedido en Valencia con el doctor Díaz. Más tarde pudo atisbar otros eslabones del pasado del cirujano, al cabo de los meses y las páginas de aquellos libros que llevaban pies de imprenta extranjeros, anotaciones en los márgenes, papeles intercalados, recuerdos lejanos.
L
e costó desvelar lo sucedido a León tras su marcha de Valencia. En realidad, nunca lo logró del todo. Si pudo recomponer algunos retazos fue gracias al volumen que llevaba en una bolsa de lana cuando se conocieron en el mesón. Le sorprendía que un hombre tan apacible hubiera mostrado tan violento aprecio por aquella obra. Y que el desnarigado y su acompañante se hubieran escandalizado de tal modo al ver sus páginas. Siempre mantenía gran reserva al respecto. Por eso, cuando un buen día abrió el arcón y lo puso sobre la mesa, supo que iba a comunicarle algo realmente importante.
—Me habéis preguntado en alguna ocasión por este libro, y mis razones para tenerlo en tanta estima. Pues bien, lo conseguí en Italia.
Puso la mano encima de él con gesto que, involuntariamente, recordaba el adoptado en un juramento. Quizá el hipocrático de los médicos, u otros que se hacen sobre las Sagradas Escrituras. Como si acariciara algo muy amado.
El aspecto exterior de la obra no impresionaba. La encuadernación estaba deteriorada por el frecuente uso. Sólo al pasar las páginas entendió lo excepcional de aquel tratado. A su través se le fue revelando un nuevo mundo al que apenas se había asomado, muy a ráfagas.
Suspiró León largamente. Su mirada, empañada, se fue despejando al calor de los recuerdos recobrados en oleadas tenues, acunados por la luz de Italia que aún iluminaba su memoria y le traía los jirones de su vida estudiantil, dulce por la juventud y la novedad en cada esquina. Aquella bulla de fiestas y camaradas, bailes y serenatas. Aquel andar rotulando paredes, dando matraca a los contrincantes. El jalear una cátedra en las votaciones, levantando guerrilla contra otros colegiales. Cuando el cuerpo era ágil, el ingenio vivo y todo se iba en perseguir amores, empeñando en las librerías los
aristóteles, galenos
y demás mamotretos para pagar en las tabernas.
Pareció volver en sí al decirle:
—Esto, como veis, es un tratado de anatomía. Su autor, Andrés Vesalio, fue cirujano de guerra y residió aquí, en la Corte de Madrid, hace unos años, curando a Su Majestad. Yo supe de él a través de mis maestros en Valencia, Pedro Jimeno y Luis Collado, discípulos suyos en la Universidad de Padua.