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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (26 page)

BOOK: Esclava de nadie
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—¿Charquero?

—Llaman así a los que desaguan la mina en lo más profundo, donde escurre todo lo que mana de las galerías superiores. Es trabajo muy duro. Los turnos no paran de día ni de noche, ni siquiera los festivos. Un charquero llega a trabajar doce y aun dieciocho horas cada jornada.

—Eso no hay quien lo aguante.

—No lo soportan, ya lo veis. Además, los presos no siempre reciben el trato estipulado en cuanto a comida, vestidos, medicinas y horarios.

—Es una concesión del Rey, habrá visitadores de Su Majestad que inspeccionen aquello para supervisar el cumplimiento de los acuerdos.

—Haberlos, haylos. Pero ya se encarga el administrador de los Fúcares de entorpecer su trabajo. Muchos de los registros, papeles y documentos sobre ingresos, salidas y muertes de forzados están en lengua alemana.

—¿Y no se puede denunciar?

—Yo lo intenté, en vano. Los empleados de los Fúcares me desmintieron, declarando lo contrario. Entre ellos, los maestros de los cocederos del azogue, el alcaide de presos, el barbero y el médico. El único que declaró a mi favor fue este hombre que acabáis de ver. Claro que así le fue.

Esperó Céspedes a que León se recuperara y prosiguiese su relato:

—Lo pasaron de las bombas de achique a los hornos del cocedero de metales. Es allí donde se ciernen las cenizas, acarreando las ollas de mercurio. Un trabajo tan terrible que han de meter a los forzados a palos. Tan calientes están aquellos lugares que se derriten las suelas de los zapatos, fundiéndose contra el suelo. Las orejas se les vuelven hacia arriba y se les abrasan las manos. De modo que la piel se les queda pegada a los pucheros, con lo que se escaldan y despellejan vivos. Además, los vapores son tan venenosos que los operarios enferman gravemente, volviéndose locos. Pocos quedan en su razón. No los llevan a la enfermería más que cuando ya no tienen remedio, donde mueren en medio de grandes bascas y espumarajos como hombres que estuvieran rabiosos, hasta el punto de tenerles que atar pies, manos y cabeza. Tan idos están que ni siquiera les dan confesión.

Se detuvo el cirujano, conmovido por los recuerdos. Luego prosiguió:

—Conseguí que este hombre saliera de allí cuando ya no tenía remedio, para que al menos pudieran cuidarle los suyos. Por lo demás, nada pudo hacerse para enderezar aquello. Los Fúcares son demasiado poderosos para que nadie los investigue. Y yo fui desautorizado por médicos prestigiosos. ¿Adivináis quién formaba parte de esa comisión que logró echar tierra sobre estos asuntos?

—¿El doctor Francisco Díaz?

—El mismo. ¿Entendéis ahora por qué lo rehúyo?

C
OLOFÓN

U
n domingo por la mañana, en que León y su ayudante paseaban por la calle de Alcalá, llamaron al cirujano desde un coche. Cuando el vehículo llegó a su altura, se detuvieron los caballos y asomó a la ventanilla un hombre bien vestido. A Céspedes le pareció conocerlo.

Se hizo a un lado, por no estorbar el encuentro. Desde la distancia no le pasó inadvertida la deferencia con la que trataba aquel hombre al cirujano, a pesar de ir éste a pie y tan modestamente.

Tampoco pudo ignorar la incomodidad con la que León afrontaba aquella coincidencia, rehusando en un principio subir al carruaje por mucho que le insistiera su interlocutor.

Entró al fin. Y allí se mantuvo el cirujano un largo rato.

No podía verlos Céspedes por quedar ocultos detrás de la cortina de cuero.

Cuando bajó, el rostro de León mostraba una gravedad inusitada.

Tras reemprender el vehículo su camino y ellos su paseo, reparó el cirujano en que su ayudante esperaba una explicación.

—Ese hombre era el doctor Francisco Díaz —le dijo. Y añadió, cargando sus palabras de intención—: Pasa por ser el más entendido y práctico en las partes genitales. Si alguna vez se os presenta algún problema a ese respecto, es a él a quien debéis acudir.

Le sorprendieron semejantes palabras. No le aclaró entonces si se refería a sus enfermos o al propio Céspedes en persona.

El caso es que esa misma noche León le propuso reanudar la antigua costumbre de reunirse en su gabinete, abandonada en los últimos meses por considerarlo bastante versado en el nuevo oficio.

Y así, tras la cena, cuando hubieron subido al estudio y estuvieron sentados el uno frente al otro, le anunció con cara de circunstancias:

—Habría querido hablaros de estas cosas con más sosiego. Esperaba que se presentase la ocasión propicia. Pero después de mi encuentro y conversación con el doctor Díaz, no creo que volvamos a disponer de calma. Tengo que salir de viaje. Y debemos hablar de algunas cuestiones que hemos desatendido. A decir verdad, siempre se descuidan, por ser materia harto delicada.

Se quedó Céspedes mirándolo, intrigado. ¿Qué había sucedido durante su encuentro con el doctor Díaz? Y ¿a qué cuestiones se refería?

Lo fue entendiendo cuando el cirujano añadió:

—Los anatomistas no siempre prestan la debida atención a los órganos genitales, sobre todo a los femeninos. Y, sin embargo, ¿cómo darles de lado? En ellos se crea una nueva vida a partir de una pequeña cantidad de esperma. Lo que sucede con esa parte del cuerpo de la mujer es un desafío y un enigma. ¿Conocéis el debate que hay sobre ello?

Debió notar la perplejidad en el rostro de Céspedes. Porque añadió:

—Bueno, tampoco yo estaría al tanto si en Padua no hubiese sido alumno de Matteo Realdo Colombo, o Mateo Renaldo Colón, como decimos en España. Fue el sucesor de Vesalio en su cátedra. Publicó una obra en Venecia, en mil quinientos cincuenta y nueve,
De re anatomica
, con un frontispicio que al parecer le dibujó Veronés, gran pintor de esa ciudad. Los libros de anatomía empezaban a dar buenos beneficios, los coleccionaban los más pudientes. Él quería competir con los grabados del Vesalio, hechos por un discípulo de Tiziano. Otros trabajaban con ilustradores del taller de Tintoretto. Pues de nada servían las mejores disecciones si no había quien diese cuenta de ellas, dibujándolas y luego grabándolas para entregarlas a aquel nuevo invento y negocio de la imprenta. Padua no habría sido la misma sin pertenecer a Venecia y tener acceso a su incomparable congregación de artistas. La competencia era muy fuerte, y la clientela, exigente en extremo. Por eso, Mateo Colón pensó para sus ilustraciones en Miguel Ángel Buonarroti, de quien era amigo y médico. Como yo tenía buena mano para el dibujo, me encargó que fuese haciendo los apuntes a medida que él realizaba sus disecciones. Y como se trataba de completar las insuficiencias del Vesalio, las fui trazando en los márgenes de mi ejemplar. Esto lo hace todavía más valioso, además de otros pormenores que os ahorro.

Abrió el libro por algunos lugares muy precisos y le mostró León las imágenes que él había añadido. Entonces entendió Céspedes por qué en el mesón, al verlas, se había mostrado tan escandalizada la acompañante del desnarigado. Allí se mostraba el sexo femenino con todo detalle, y quien no supiera el origen y propósito de aquellos dibujos los interpretaría de forma torcida: no era menos cierto que muchos utilizaban aquellos grabados para estimular su lujuria. Lo que allí vio Céspedes le hizo desear aquel ejemplar con todas sus fuerzas. Además de las lecciones de Vesalio, contenía las de su discípulo Mateo Colón, tal como las había enriquecido en sus averiguaciones sobre el sexo femenino. Necesitaba aquel libro para mejor entender su caso y despejar la confusión que seguía experimentando sobre su verdadera naturaleza e inclinaciones.

—Todo esto os lo muestro para que ponderéis lo sostenido por Mateo Colón —añadió el cirujano—. Dice haber descubierto la parte más secreta del sexo de las mujeres, la que les procura el placer y hace que se entreguen a un hombre. Por eso, se siente como el otro Colón.

Y escribe, refiriéndose a ese órgano: «¡Oh, mi América, mi nueva tierra descubierta!».

—¿Cómo puede pretender eso, si cualquier mujer lo tiene tan a mano y debería conocerlo mejor que él?

—Sus detractores mantienen que es cosa sabida desde hace siglos, cuando los antiguos lo llamaban «clítoris». Ahora bien, igualmente cierto es que algunos pudieron llegar a América antes que Cristóbal Colón. Si Mateo reclama el hallazgo de esa parte del cuerpo femenino es por ser el primero en haberlo explorado, dejando puntual noticia de las disecciones. Antes de él se consideraba una protección de la vulva, del mismo modo que la úvula o campanilla resguarda la garganta. No se mencionaba apenas en los libros, tratándolo como un secreto de Estado. Se temía que la publicación del modo de estimular ese órgano vencería el recato femenino, provocando el desenfreno. Basta frotarlo con el dedo de manera persistente y suave para que se humedezca, endureciéndose.

—Es, pues, como la verga del varón…

—Al igual que ella, cuando se excita, enrojece, se yergue y eleva. Y cae luego, tras provocar el placer más intenso.

—Pero no es un miembro viril.

—No en mi opinión, por no tener en su interior ningún conducto para el semen.

—Asombra que se sepa tan poco de algo tan importante.

—Pasa muy desapercibido, suele ser del tamaño de un guisante. Aunque también los hay mucho mayores. En estado de reposo yacen inertes, a modo de cresta de gallo o moco de pavo. Sin embargo, al excitarse impone su magnitud, como el dedo de un niño, hasta el punto de hacer dudar de la femineidad de las mujeres que los tienen así. Valiéndose de ellos podrían ejercer como varones. Algunas han sido condenadas a muerte por seducir a otras de su sexo.

Estas últimas palabras alertaron a Céspedes. ¿Era una advertencia que le hacía León? Todo dependía de que conociese su secreto, y lo que pensara de ello.

Tras un prolongado silencio, creyó que eso era todo. Pero el verdadero desafío venía ahora.

—Somos cirujanos —dijo León—. Y un médico francés, aún vivo y de gran autoridad, Ambrosio Paré, al hablar de la nueva cirugía anatómica, tal como hoy puede y debe aplicarse, asegura que esta disciplina tiene cinco funciones: eliminar lo superfluo, restaurar lo que se ha dislocado, separar lo que se ha unido, reunir lo que se ha dividido y reparar los defectos de la Naturaleza.

Una primera conmoción lo sacudió, por el énfasis puesto en estas palabras. León prosiguió:

—Quizá digáis que sólo son buenos propósitos y os preguntéis por su práctica. ¿Os acordáis de lo que leímos en la
Historia natural
de Plinio sobre el hermafroditismo?

—Lo recuerdo.

—Pues no es el único en hablar de esas personas que cuentan con ambos órganos sexuales. Los hermafroditas existen. Y algunos tienen el órgano de hembra perfecto y el del macho imperfecto, o viceversa. Otros tienen ambos imperfectos, con una suerte de excrecencia carnosa sobre el caño de la orina que a las veces es frágil y pequeña; pero otras se presenta fuerte y resistente.

Una segunda conmoción sacudió a Céspedes al oír aquellas palabras: ¿trataba de describir su caso?

El cirujano notó el interés con el que le escuchaba, continuando:

—Os preguntaréis cómo debe afrontar la cirugía estos dos modos de excrecencia carnosa que algunos hermafroditas muestran sobre su órgano femenino. Pues bien, cuando es débil y pequeña puede ser fácilmente removida por incisión y cauterización del residuo. O bien ligándola con un cordel fino, bien encerado, que debe apretarse más y más, hasta que caiga. Otra cuestión es cuando se presenta dura y fuerte, tanto que parece miembro de varón y llega a ponerse erecta hasta el punto de poder tener relación con mujeres. En ese caso, no debe ser tocada por el escalpelo ni de ningún otro modo. Que tal malformación es mezcla que hizo la Naturaleza y no puede ser corregida fácilmente.

Céspedes se quedó absolutamente turbado. O sea, que aquello se conocía. O lo conocían algunos. ¿Y León? ¿Hasta qué punto hablaba de oídas o por experiencia?

Pero nada más dijo. Entendió que allí acababa su aprendizaje con el cirujano y que había llegado la hora de volar por su cuenta. No debía esperar que su maestro le practicase operación alguna ni permitiría que tal cosa ocurriese bajo su techo. Tras su encuentro con el doctor Díaz, quizá no quisiera correr más riesgos. Cada cual debía tomar su camino, sin torcer por el ajeno.

Los dos parecían rehuir la despedida al final de aquella jornada húmeda y melancólica, que ya olía a otoño y hojas caídas, mientras el azul de la sierra se dibujaba contra la luz mortecina de un sol en retirada.

Comprendía la actitud de León. Después de todo, él le había obligado a pensar en el cuerpo como la más alta instancia de emancipación personal, hurtándolo al ámbito socialmente intervenido. Pues cuando uno estaba en dificultades, o herido, o en trance de muerte, ya no le asistía la comunidad, el linaje, los ancestros, el cuerpo colectivo. Sino esa soledad inevitable para acceder al propio juicio y al libre examen. Aunque conllevase todas las secuelas del desamparo, el abandono a sus particulares recursos, perdido en un mundo más grande, crecido en dimensión y alcance. Pero apto, también, para servir a una nueva libertad.

Al levantarse al día siguiente, vio que el cirujano ya había abandonado la casa. Le dejaba una carta con las últimas instrucciones de cara a su desempeño en el Hospital de Corte. Le pedía que se pusiera a las órdenes de un médico de confianza, para que sus enfermos no quedasen abandonados hasta irles encontrando acomodo. No eran los más agradables de curar y se mantenían allí gracias a su tesón. Por eso rogaba encarecidamente a Céspedes que los cuidase como él mismo lo había hecho durante aquellos dos años largos en que trabajaron juntos.

Para ello le legaba la casa exenta de cargas, con sus documentos acreditativos de la propiedad, sin servidumbres ni cuotas censales vencidas a las que debiera hacer frente. Advirtiéndole que cuando, a su vez, se marchase, la vendiera por mejor precio, ya que había mejorado aquel barrio con otros edificios que entretanto se levantaran en él. De modo que con sus dineros podría emprender algún negocio y quizá una nueva vida.

Cuando subió hasta el gabinete comprobó que no estaba su baúl de viaje. Sin embargo, había dejado la única imagen presente en la habitación, el cuero de guadamecí donde se representaba la historia de Sísifo.

Suspiró al evocar las muchas veladas allí habidas, lamentando hasta el fondo de su alma verse privado de aquel caudal de sabiduría. Especialmente, el que le procuraba durante su recorrido por las láminas del Vesalio, que le había cambiado la vida, la vocación y el oficio.

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