Ana se movía de tal modo que hubo de sujetarle las caderas para que no se le descentrara y seguir lamiéndola. Pronto no le hizo falta, porque la joven empezó a tirar de sus cabellos apretándola contra su sexo, para que lo apurase y sus lengüetazos fueran más profundos. Elena apenas podía respirar.
—¡Sigue, sigue…! —le pedía, jadeando entre suspiros entrecortados.
Hasta que estalló cayendo contra el fondo de la cama, arrastrándola, gimiendo estremecida.
Permaneció un buen rato desmadejada, abrazada a ella en total abandono.
Cuando se hubo repuesto, quiso juguetear de nuevo con Elena, echándole mano, frotando con suavidad aquel tallo de carne.
—Veamos qué tienes aquí. ¡Virgen Santa! ¿Qué es esto…? Está al rojo vivo, como hierro candente… No desarma cuando se ha empenachado, se enciende como berraco, se encocora… Y no cede.
Ana se deslizó bajo ella, culebreando. Su voz era ronca mientras la mordisqueaba y le susurraba palabras de una procacidad que nunca oyera antes. Hasta que no pudo más y pidió a la mulata:
—¡Métemelo!
Ahora Elena se sentía diferente. Algo distinto había empezado a despertar con el roce de aquella parte no explorada de su cuerpo. Como una mecha que, una vez encendida, se fuera extendiendo por todo él llegándole muy adentro, muy hondo, muy lejos.
Un mismo impulso las gobernaba, acompasándolas. Empezaron a moverse primero con suavidad, arriba y abajo, tanteándose las cadencias, hasta formar un solo ser. Sintió la mulata que algo se le despertaba en el arranque del espinazo, un muelle o serpiente que salía de su prolongado letargo. Y al hacerlo, aquel resorte quedaba libre para enroscarse sobre Ana, girando acopladas como en una danza y contradanza.
La sacudida empezaba a subir, a subir, eclosionando desde aquel tallo donde cuajaba la sangre, erguida. Continuaba luego reptando, ascendiendo, hasta inundar su pecho. Y se precipitaba junto con su aliento, cada vez más incontenible.
El pulso era un caballo desbocado retumbando en el corazón, latiendo en las sienes, batiendo en los tímpanos. Y algo brotaba en su interior, como un torbellino que las envolvía a ambas. Una llamarada que, al despertarse, se encaramaba retrepándole los tuétanos hasta estallar.
Todo parecía brotar de la raíz del nuevo miembro, un calambre que dejaba luego la carne abrasada y entumecida.
Después, un dejarse ir entre gemidos. Y el largo abandono, rendidas la una en brazos de la otra.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Elena, al cabo.
—Como estudiante que durmió al raso y contaba las estrellas —rio Ana.
En los meses siguientes mantuvieron relaciones muchas veces, aprovechando los viajes del marido a Sevilla. Nada sospechaba él, al tratarse de dos mujeres a las que veía tan avenidas.
Ana le enseñó sobre su propio cuerpo y el de las mujeres infinidad de cosas que desconocía. Algunas, ni imaginaba que pudieran existir. Por primera vez se sentía plena, tanto haciendo de varón como de hembra.
Nunca olvidaría aquellas tardes de dejación, perfumada la alcoba, las aguas de olor envolviéndolas con sus vahos. Las bocas calladas, los ojos dicharacheros, sumidas en aquella penumbra de las esteras de junco. Tanto anduvieron en la cama que ya se sabían las vigas con todas sus vetas y nudos.
En su memoria, el tacto de la piel de Ana se confundiría con el sabor de las confituras, los buñuelos, los barquillos crujientes y el vino oloroso servido en copas de plata con que la regalaba tras las fatigas del amor.
No le decreció el deseo por la joven en todo ese tiempo. Era tan hermosa que ningún afeite necesitaba. A lo más, un jabón de sebillo, pasta de almendras o unas rodajas de pepino. Eso y frotar sus cabellos con salvado antes de cepillarlos, para darles más lustre.
Aquel trato le confirmó que la de Albánchez era tan coqueta como descarada. Un día que se depilaba, le preguntó Elena:
—¿Qué es eso que te pones?
—Trementina, pez griega y cera virgen. Lo único virgen que hay en mí —reía al aplicárselo en las piernas.
La desvergüenza de Ana la llevaba a asomarse a un balcón que daba a la plaza vecina. Y desde allí, bien oculta tras una celosía, no dejaba títere con cabeza en su acecho de lo que acertara a pasar:
—Mira ésa, cómo culea —decía de una vecina que caminaba esquivando las naranjas despanzurradas sobre las losas y zumbadas de avispas—. A la legua se echa de ver que ya está catada, aunque su madre la lleve en embajada por esas calles para venderla como nueva. Que a lo menos le ha calzado unos pantuflos de cinco o seis corchos para dar más altura a esa currutaca.
Otras veces, cuando Elena la acompañaba en las compras, volvían el rostro los hombres, a su paso. Y algún forastero se atrevía a requebrarla, diciéndole:
—¡Ojalá se me volvieran así las pulgas en el colchón!
A lo que ella, ni corta ni perezosa, respondía:
—Y aun las que lleváis encima, si algún día os laváis.
Se preguntaba entonces cómo podía sobrellevar una mujer de sus condiciones al marido que le había tocado en suerte. Era éste un hombre friolero que le doblaba la edad. Andaba medio sepultado en estameñas y paños aforrados en zorras y otras pellejas que poco hacían al caso en clima tan benigno como el de Sanlúcar.
Hablaba Ana de él sin miramiento alguno, entonando un cante que decía:
Yo me casé con un viejo
por comer algo caliente;
la hornilla estaba apagada
y yo convidando gente.
Cuando terminó de reírse, añadió:
—No es tan lerdo que si nos viese ahora pensara que estamos rezando el rosario. Sale a menudo de caza con el corregidor y así anda entretenido con galgos y hurones. Con lo que no me da a mí fatigas en la cama. Yo se lo agradezco. Hacerlo con él sería como comer caracoles, que se la tendría que sacar con mondadientes.
—¿Y a qué viene entonces vuestro matrimonio? —se atrevió a preguntar la mulata.
—¡Vaya pregunta! «¿Quién te hizo puta? El vino y la fruta». Mi madre no daba abasto a tanto hijo. Eso sí, cada cual de un padre, aunque nos hacía comer juntos como pollos en corral, sin que nos picáramos los unos a los otros. Pero yo fui la preferida, bien cebada a torreznos, que a todos los pretendientes les juró que era suya. Al uno le hacía ver que me le parecía en los ojos, al otro en la boca, al otro en la nariz o al otro en cómo me sonaba los mocos. Yo fui su mejor tesoro, aunque mi madre era tan dada a naipes que milagro es que no me jugase a las cartas.
—¡Mujer, qué cosas dices!
—Tenías que haberla conocido. Bueno… basta verme a mí, que me crecieron antes las tetas que los dientes. Apenas me asomaban, ya empecé a ser festejada por todos los hombres de los alrededores.
No pocas cosas parecían unirlas. Pero no menos las separaban. Tardó Elena en sopesarlas cabalmente. Lo que más le costó fue aceptar el arrimo de la joven al poder y al dinero, así como su gusto por la ostentación. Pensó al principio que ninguna de estas inclinaciones empañaban el desparpajo de Ana, la naturalidad con que lo aceptaba todo, como otro don más de los muchos regalados por la Naturaleza, que tan pródiga se mostraba en ella. Luego hubo de admitir que la de Albánchez era como cuchillo de melonero, siempre catando aquí y allá, por probar novedad.
A la mulata le costó entender que quizá el marido de Ana no fuese tan mansurrón ni calzonazos, aunque llevara la espada tan caída que desempedraba las calles con la contera. Y vino a concluir que dejaba hacer a su mujer por otros intereses, sabedor de que traía tan limpios los vestidos como manchadas las costumbres.
Lo empezó a intuir un día en que vio en la casa los preparativos de un gran banquete. Llegaban a la puerta lechones, cabritos, pavos y perniles cocidos en vino, pescados frescos y escabechados, fruta, trufas, espárragos, hasta rebosar las despensas y botillerías.
—¿Qué novedad es ésta? —preguntó Elena.
—Recibimos al corregidor de la villa. Mi marido emprende un largo viaje a Flandes y me deja encomendada a él, de quien es buen amigo.
Enseguida pudo comprobar lo buen amigo que era. Vestía el mandatario muy a lo valentón, tocado con una gorra rematada en una pluma de garza. Y por el esmero y frecuencia con que mudaba las calzas, unos zapatos picudos que traía y otros arreos, dedujo sin tardanza que se había aficionado a la de Albánchez y estaba dispuesto a rendir aquella plaza a cualquier precio.
Cierto que la belleza de Ana tenía loco a medio Sanlúcar. Pero, fuera de los requiebros de algún extraño, nadie se atrevía a entrarle, ni andar en pretensión, ni pasearle la calle haciendo ventana. No por el marido, sino porque sabían que sería tanto como saltar la tapia del corregidor y entrar en su jardín privado.
Cuando Elena empezó a entenderlo le dijo, muy dolida:
—No sé si aquí hay cebada para tantos asnos.
Y Ana, que podía ser la más fantasiosa en la cama pero tenía los pies muy en la tierra, la dejó helada al observar:
—Una nave queda mejor asida con dos anclas.
Tan pronto partió el marido, empezó el corregidor a colmar de atenciones a la joven. No había semana que no descargaran algo a su puerta. Un día podían ser unos quesos, empanadas de venado y cecinas de jabalí; otro, unos capones de leche, lenguas de vaca y conejos mechados con sus garrochitas de tocino; o un juego de conservas donde no faltaban peras bergamotas de Aranjuez, limones de Murcia y orejones de Aragón; o un ungüento para la cara traído de tierras lejanas, alguna sortija u otras joyas muy cumplidas.
Que aquello iba en serio lo supo un día en que notó alboroto en la calle. Y es que entraba por el patio una gran jaula con un ave de mirada fija e impertinente, tan enorme como nunca viera. Se llamaba avestruz, y todo Sanlúcar sabía que sólo se criaba en el palacio de Medina Sidonia. Entonces entendió cuán al descubierto andaba el negocio. Aquel atrevimiento era como mostrar la firma del duque al pie de una carta franca para el asedio y derribo.
Quedaban así compradas complicidades, silencios y consentimientos; cualquier obstáculo, removido.
Se deshacía en celos la mulata cuando estaba cosiendo en la casa de Ana y venía el corregidor. Y desde la estancia donde ella surcaba la aguja oía los gritos de placer de la joven, que tan bien conocía, el batir de las tablas de la cama, el golpeteo del colchón.
Pasó el tiempo como saeta, corrió como rayo poniendo fin a aquellas ficciones. Empezó Ana a no soportar los reproches que advertía en su mirada. No tardó el corregidor en quitarse a Elena de en medio. De ese modo, cuando ya se veía feliz, próspera, asentada en Sanlúcar, con los deseos satisfechos, el corazón colmado y los bolsillos a cubierto, hubo de venir la congoja, el empezar de nuevo. ¡Qué trasero se ve quien ensilla muy delante! Pues aquello fue otro de tantos asuntos que comenzó en trono y acabó en albarda. Y vuelta del estrado al camino.
P
oco pudo decir cuando fueron a buscarla a su taller de sastre. No estaba examinada para ejercer aquel oficio. Los alguaciles le comunicaron que el corregidor había dispuesto su destierro a Jerez de la Frontera. Lugar vecino, pero bastante lejos para que no estorbase sus amoríos con Ana de Albánchez.
Apenas tuvo tiempo de hacer su hatillo. La encomendaron a unos cuadrilleros de la Santa Hermandad que allí se encaminaban. Y ya se encargó aquel bellaco de que la acompañara una reputación más que dudosa.
Pronto llegaron a la vista de Jerez. Ciudad bien torreada, con sus defensas perfiladas sobre las colinas henchidas de viñedos. Y al entrar en aquel nuevo lugar que le habían asignado, ella también podía decir, como en el romance de don Gaiteros, que su cuerpo quedaba encerrado entre sus murallas, pero el alma aún permanecía cautiva en Sanlúcar.
Mucho le costó hacerse a la idea de no ver más a Ana, a pesar de su comportamiento. Para ella, Elena hubo de reducirse a un mero entretenimiento exótico y pasajero. Por el contrario, para la mulata fue algo tan importante que sólo confió su secreto a la joven. Nadie más volvería a verla como la había provisto la Naturaleza, sin engaño alguno. Con las demás mujeres usaría otros recursos y tapujos según le iba cambiando el sexo, siempre imprevisible, al hilo de su ajetreada vida.
Tal fue el calibre de la herida, obligándole a admitir el arrollador poder del deseo, su capacidad de transformación, sacando lo mejor de sí. Pero también sus devastadores efectos, trastornándolo todo, confundiendo las ansias con la realidad, llevándola a perseguir algo voluble y huidizo.
Habría caído en gran abatimiento y melancolía si no se hubiesen precipitado los hechos, no dándole respiro ni para rumiar sus desengaños. Se sentía fuera de lugar, roídas sus entrañas por una desesperación que no acababa de aflorar. Engullida por las más dudosas compañías y la holganza que pudo permitirse tras los buenos dineros ganados en Sanlúcar.
Dio con sus desdichas entre picaros y maleantes, hurgando en la llaga. Y en lo más íntimo se iba abriendo camino una idea malsana: la sospecha de que aquellos golfantes quizá fueran los únicos entre quienes podría hallar algún acomodo. Tan en los márgenes de la vida se veía.
En su continuo borrachear, se dejaba caer a menudo por una cantina cercana a la cárcel, bien provista de rufianes y rameras. Allí estaba un buen día cuando entró una mujer a la que el tabernero saludó diciéndole:
—Mal color te veo.
—He de hacer la visita a la cárcel.
—La ocasión pide unos morapios.
—Eso es verdad. Necesito un trago.
Vio a la mulata en la mesa vecina, tan sola como ella, y alzó su jarra a modo de brindis. Permanecieron en silencio, adivinándose ambas los ánimos y las desdichas. Hasta que se oyó en la calle el rebullir de una recua de mujeres, alborotando. Ella se arrimó a Elena, sentándose a su lado, para prevenirla:
—Ojo con estas que vienen. Ellas son del oficio.
—¿Todas?
—Putas son sin excepción. Sólo las diferencia el aparejo. Las unas son cantoneras, de calle y esquina, y las otras de ventana; éstas de celosía y aquéllas de reja; putas al tresbolillo y pertinaces; putas reputas, y reputadas; putas malas y malas putas; pero, al cabo, putas todas, sin remedio.
Al advertir el gesto de la mulata, se creyó en el deber de matizar:
—Y de los doce hasta los cuarenta años buen oficio es, en aguantando el cuerpo… Si lo sabré yo, que me llaman la Zambrana y a ello me dedico. He oído que en otras partes, como Venecia, las putas son tan estimadas que las bañan en leche de burra y las frotan con saliva de yegua, para mantenerles la piel más fina.