Esclava de nadie (7 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—Supongo que os urge hallar otro trabajo. Y que mientras no encontréis nada mejor vais a aceptar ése.

¿Se lavaba así las manos? Allí se despidieron. Regresó él a sus inscripciones, mientras Elena sorteaba los espesos setos de arrayanes y los conejos que correteaban por los jardines. Le costó abandonar la placidez del lugar, el rumor de los surtidores y canalillos, la frondosidad de las hiedras, las escaleras por cuyos pasamanos ahuecados bajaba el agua abalanzada, refrescando el ambiente.

Pasó ante el palacio de Carlos V. Una de aquellas imponentes construcciones de piedra que, junto con la catedral o la Audiencia, arrinconaban a la Granada mora que se caía a pedazos, herida y cuarteada por los siglos.

Buscó a Ibrahim en la plaza de Bibarrambla. Lo fue a encontrar junto a otro morisco que vendía almendras, pasas y altramuces. Un anciano afable que sacudía las moscas bajo la luz dorada, atendiendo a los niños que se acercaban al puesto con sus monedas sudadas por la impaciencia.

El cañero se ofreció a acompañarla hasta la casa del trompeta Martínez. Mientras se dirigían hacia la cuesta de los Gomeres, Elena le preguntó por Alonso del Castillo.

—Es hombre muy bien relacionado —le contestó él—. Nació cristiano, de padre ya bautizado, un aristócrata nazarí de los que, una generación antes, auxiliaron a los Reyes Católicos durante la conquista de Granada. Una de esas familias que se puso de parte de los vencedores —apostilló con amargura.

Con todo, reconoció, no estaba entre los moriscos entregados a una vida regalada y ostentosa. La de don Alonso era mucho más sobria. Había estudiado Medicina en la recién fundada universidad. Pero, como dominaba el árabe, también ejercía la profesión de intérprete y traductor de esta lengua.

—El Concejo y el Cabildo le han encargado que ponga en romance las inscripciones de la Alhambra.

—¿Nunca se han traducido? —se extrañó Elena.

—Dicen que hay cerca de diez mil. Ya se intentó en tiempos de los Reyes Católicos, y hace unos ocho años. Pero no debieron de hacerlo muy bien. Esperemos que a él se las den por buenas…

Y como dijera esto cabeceando, escéptico, la mulata le preguntó:

—¿Acaso no conoce bien la lengua árabe?

—Pocos la saben como él. No es por eso, sino porque quienes le hicieron la encomienda no se fían de los moriscos. Dicen que suelen atemperar todo lo que podría llevar a los cristianos viejos a destruir esas inscripciones: los nombres de Alá, Mahoma u otras pruebas de fe musulmanas… Pero lleváis razón, con don Alonso no habrá cuidado. También traduce para la Inquisición y la Chancillería.

Nada decía Ibrahim demasiado a las claras. Sin embargo, venía a sugerir que Castillo era hombre muy arrimado a los poderosos. Y que éstos, a su vez, lo mostraban como ejemplo del reconocimiento social otorgado a los moriscos bien cristianizados y dispuestos.

Andando el tiempo, Elena llegó a percibir que ésa podía ser una apreciación como mínimo precipitada. En realidad, con don Alonso todo juicio sobre el trasfondo de su persona resultaba apresurado.

Llegaron así a la casa del trompeta Alonso Martínez, donde fue presentada a su joven esposa, Brianda.

Trabajando en su tallercito empezó la mulata a gozar de mayor libertad que con el beneficiado de San Miguel. No debía estar atenta a aljibe alguno ni le quitaba mucho tiempo la casa.

Hasta que apareció aquel alguacil. Se dejaba caer casi todas las semanas y siempre lo hacía en ausencia del marido. Bastaba ver a Brianda para entender la causa. Era ésta rolliza, rubia ensortijada, muy blanca de tez, los ojos grandes y turquesados, de carnes prietas e inmejorablemente dispuestas para dar placer a cualquiera, empezando por su fogosa dueña.

Pronto entendió Elena el negocio que allí se terciaba. Ejercía el alguacil en la Audiencia y era él quien asignaba los pregones al trompeta. Conocía bien la ruta y momentos en los que el marido salía con su instrumento y aparejos bien bruñidos, hecho un san Jorge camino de matar al dragón. Tañía su cornetilla bregando por las plazuelas. Y mientras así se buscaba la vida, aparecía su sustituto por la casa, trayéndole a la esposa un racimo de unas uvas muy pequeñas y gustosas llamadas jabíes. Con este y otros regalos se la trajinaba, dejándola más contenta que unas castañuelas.

Elena les era cómplice. Y entre esto y su buen desempeño disfrutaba de gran independencia, como le había asegurado Ibrahim.

Un día, caminando con el cañero por el Zacatín arriba, se quedó pasmada ante lo que vio bajar por el lado opuesto.

Era una negra. Pero tan aseada y compuesta como nunca pensara catar. Gallarda y bien parecida. No es que su madre no lo fuera. La negra Francisca siempre fue bonita. Pero su cuerpo no había tardado en marchitarse, sometido a los muchos trabajos de su aperreada vida. Y quedó tan reseco como aquellos despellejados barrancos de Alhama, batidos por las torrenteras. Tampoco se vistió nunca así, con el lujo y ostentación que mostraba aquella morena.

No fue lo único que sintió Elena al verla aquel día, en el Zacatín. También notó cómo le arreciaba el golpeteo en las sienes, una comezón entre las piernas, la sangre alterada martilleando. Y hubo de apretar los muslos para contener tan rara tensión, aquel ardor y tirantez que tan placenteros le resultaban. Todo lo cual atribuyó entonces a sus desbordadas emociones recientes.

Todavía le asombró más que aquella negra tan aseada y compuesta llevara dos criadas blancas tras ella. La seguían como dos corderos recentales. Era la primera vez que veía semejante cosa. «El mundo al revés», pensó, tan alelada que el cañero la tuvo que tomar del brazo para que no se quedara allí, en medio de la calle.

—¿Quién es? —preguntó a Ibrahim.

—Catalina de Soto, la primera aguja de España. Dicen que nadie la supera en el punto real cuando zurce y en el llano cuando borda.

Cruzaron sus miradas la negra y la mulata, pensando esta que el color de la piel no tenía por qué ser un obstáculo para prosperar.

—Pues esperad a que veáis a Juan Latino —añadió el cañero al calibrar su estupor.

—¿Quién es?

—Uno de los más eminentes negros que se han conocido en el mundo. Se ha criado en las casas de la viuda del Gran Capitán, y algunos creen que éste lo engendró en una esclava de color.

—¿Lo reconoció por suyo, aunque fuera ilegítimo?

Al hacer esta pregunta pensaba, inevitablemente, en lo diferente que todo habría sido si su amo Benito de Medina la hubiera admitido a ella como hija natural.

—Tanto da —contestó Ibrahim—, porque fue liberado en su niñez, cursó estudios y tras ellos se casó con una señora blanca, muy hermosa y rica, que fue su alumna. Tres hijos mulatos tienen. Ha llegado a ser catedrático de la universidad, y escrito varios libros.

Elena no salía de su asombro:

—¿Hay más morenos como éstos en Granada?

—Algún otro. El dominico fray Cristóbal de Meneses, a quien pocos ganan por lo discreto de sus prédicas. Y el licenciado Ortiz, abogado de la Audiencia Real de Granada, que vive con su madre negra.

Mucho rumió aquello. Y, al cabo de cavilar sobre los «cuatro prodigios» granadinos, se decidió a dar un paso muy arriesgado para mudar de fortuna. Quizá fue entonces cuando iniciase su desesperada carrera contra el sino que la atenazaba.

El caso es que empezó a hacer oficio de sastre, más provechoso que el de calcetera. No contaba con licencia. Pero ¿acaso la tenían para sus talleres el beneficiado de San Miguel o Brianda? Además, donde no alcanzaba el examen y aprobación de los gremios llegaba la destreza de sus manos.

Un día en que estaba en el taller con la esposa del trompeta quiso ésta probarse el vestido que Elena acababa de hilvanar. Y al desnudarse, y verla la mulata tan blanca y tan hermosa, sintió con fuerza incontenible aquella misma comezón y ardor entre las piernas, el martilleo en las sienes, la húmeda tensión en lo alto de los muslos. Quizá fue entonces cuando hubo de admitir que tal alteración no le venía con los hombres, sino con las mujeres. Y, sobre todo, al ver desnuda a su ama y compañera de taller, a la que había oído gritar de placer cuando la visitaba el alguacil y ambos se refocilaban en la alcoba.

Nunca debió haber dado aquel paso. Pero lo hizo. No pudo refrenarse. Se acercó a Brianda y la besó, mientras acariciaba sus pechos.

Se quedó ella muda de asombro, envuelta en un rubor que se le fue extendiendo por todo el rostro.

Reaccionó luego y la rechazó, ofendida, amenazando con denunciarla.

Aunque la mulata dudó al principio, al sentirle los pezones tan duros y enhiestos, hubo de aceptar que lo decía de veras. Y que allí mismo la habría echado a la calle de no conocer sus secretos con el alguacil.

No fue ése el único error de Elena. Para entonces, llevada por la ambición y el deseo de prosperar, ya había empezado a aceptar encargos por su cuenta a costa de los clientes de Brianda, quienes pronto se percataron de su mayor destreza con la aguja.

Ignoraba, con todo aquello, el avispero en que se metía. Pero pronto tuvo ocasión de averiguarlo.

P
LEITOS

A
media mañana apareció Ibrahim por la casa del trompeta, mientras éste sacaba brillo a su instrumento y Elena cosía junto a Brianda.

Hizo el cañero un gesto a la mulata, invitándola a dejar las costuras, para hablarle sin la presencia de Alonso Martínez y su mujer.

—Creo que te interesará venir conmigo —le dijo cuando estuvo a su lado.

—¿De qué se trata?

—He de cumplir un encargo de la Audiencia. Un hortelano morisco, denunciado por el administrador de las aguas.

Elena recelaba. El cañero se le estaba aficionando, muy en contra de sus deseos. Y había empezado a tutearla. Mejor no tener que desengañarlo más tarde.

—No entiendo qué se me alcanza a mí en todo eso.

—Ahora lo verás. Al morisco lo acusan de tomar riego de una acequia. Él dice hallarse en su derecho, desempolvando documentos en lengua arábiga. Y se han reclamado los servicios como traductor de Alonso del Castillo.

Al notar Ibrahim que contaba con el interés de la mulata, prosiguió:

—Al ir a la Audiencia, mientras esperaba en un despacho, he visto tu nombre en una lista. Por eso quería prevenirte.

Se sobresaltó Elena. Y como mirara al cañero con ánimo de pedirle explicaciones, éste se adelantó, informándola:

—No he tenido tiempo de hacer averiguaciones porque ha llegado Castillo. Creo que le disgusta saber que yo ando en el mismo pleito. Pero más aún me ha sorprendido su comportamiento al comentarle lo tuyo. No ha querido saber nada. Para que veas su extraña actitud.

—¿Extraña?

—Colabora con la Audiencia de forma habitual. Podría ayudarte, enterarse de por qué anda tu nombre en esa relación. Y evitar asimismo el expolio del hortelano, al que también conoce, en vez de limitarse a su trabajo de traductor. Sin su apoyo, poco podré hacer. Él es persona principal. Yo, no.

Se habían encaminado entre tanto hacia la Vega, donde Ibrahim fue comprobando la distribución de las aguas pleiteadas.

Al cabo de un buen trecho abandonaron el camino para entrar en tierras de labranza. Y el cañero le advirtió:

—Camina por los ribazos de las acequias, no toques los surcos. Hay una sentencia que me lo prohíbe. Estos campos fueron de mi familia. Los perdimos, y si los pisáramos tendría problemas.

Ibrahim hablaba de Granada y su red de canalizaciones como otros de las venas de su propio cuerpo, sin cuyo concurso les cesaría la vida. Y lamentaba el contrasentido de poder caminar por aquellos campos pero sin entrar en ninguno. Debía hacerlo a través de su jurisdicción, que eran las divisorias de riego, propiedad del común. De ese modo había terminado haciéndose a unos dominios tan movedizos como las aguas que alimentaban la ciudad, siempre diversas, que unas veces fluían a pleno sol y otras soterradas. Señoreándolo todo, aunque sin poder reposar en ningún lugar. Como los atajos y las sendas llamados «morunas», que sólo conocían sus arrieros.

Estaban llegando hasta el lugar en litigio, donde trabajaba el viejo morisco.

Al verlos alzó el rostro atezado y saludó a Ibrahim en árabe. Le respondió éste en el mismo idioma. Al reparar en que Elena no los entendía, el cañero cambió al romance para decir al anciano:

—No veo a vuestro vecino, el que os ha denunciado al administrador de aguas.

El hortelano se lamentó en su trabajoso castellano:

—Él venir poco por acá. Cuando yo saliendo de mi casa para el campo, el sol mi da en la cara. Y cuando venir de allá mi da en el colodrillo. No como este y otros cristianos viejos, que dicen «no prisa, no prisa», huelgan muchos días y pocos los veo trabajar.

Decía esto con el azadón en la mano, rodeado de sus verduras y frutales que daba gloria ver. Le alabó Ibrahim aquellas ciruelas, albaricoques y guindas garrafales.

—¡Ay, lóbrego de mí! De poco valerme —le contestó el anciano, apesadumbrado.

Se le humedecían los ojos, impotente por la rabia. Y mientras trataban de consolarlo, concluyó:

—No llorar yo lo pasado, pues a ello no hay retorno. Llorar yo lo por venir. Todo será amargura. Ellos son ladrones sin piedad. Y nosotros los moriscos terminaremos como parra de uvas. Apenas madurar, cuando gran enjambre de avispas cargar contra racimos, picar y chupar la sustancia, dejar sólo los hollejos y cáscaras vacías.

Ibrahim fue haciendo sus comprobaciones en las acequias. Y terminó preguntando al hortelano algunos detalles que concluyeron con esta observación:

—Decidme, Belvís, ¿no rendían mucho más estas tierras vecinas a las vuestras cuando eran propiedad de mi padre y de Castillo el Viejo?

—¡Dónde va a parar! Un morisco vivir con la mitad y aun la tercera parte que un cristiano viejo —respondió el anciano con tristeza.

—Siempre me he preguntado cómo es posible.

—Nosotros, más paciencia entre la semilla y el fruto. Los cristianos viejos, no acostumbrados a trabajar tan duro. Ellos van de mejor voluntad a la guerra y a las Indias. Antes echarse a los caminos que esperar sobre el surco.

—Eso es verdad. Tienen demasiada gente ociosa entre picaros, hidalgos, soldados, clérigos, vagabundos y mendigos. Andan abellotados, como los cerdos que vuelven del monte con la tripa llena. Mientras nosotros tenemos que hacer como las hormigas, que corren las eras en agosto en medio de los calores para cargar con el grano que sobra.

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