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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (2 page)

BOOK: Esclava de nadie
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Proverbios
, 30,18-19.

¡A
Y DE MÍ,
A
LHAMA
!

C
éspedes se incorporó en el camastro al oír el giro de la llave en la puerta de su celda. Entró el alcaide y dejó sobre el poyo una tablilla con resma de papel, recado de escribir y un candil bien cebado.

La interrupción había sacado al reo de las cavilaciones y zozobras por su joven esposa, María del Caño.

Intentó apartarla de sus pensamientos. La oportunidad que se le brindaba era única y no tenía tiempo que perder. No podía dar pasos en falso al escribir una lista de sus enemigos. Perjudicaría a su mujer. Si a él lo hallaban culpable de sodomía y menosprecio del matrimonio, les esperaba la hoguera a ambos. Arderían en las mismas llamas.

Sólo contaba con el resto de la jornada y esa noche. Al amanecer empezarían las audiencias ante el tribunal de Toledo. Y no cabía entrar en contradicciones con el proceso de Ocaña, que el nuevo juez tendría sobre la mesa junto a su expediente.

¿Quién había cursado la denuncia? Imposible saberlo. Debería repasar su vida, evocar cada repliegue tratando de descubrir el recoveco donde se ocultaba aquella sombra incriminatoria.

Pero ¿quién conoce a todos sus enemigos y sus maquinaciones? En especial con un pasado como el suyo. Aquellos cuarenta y dos años plagados de viajes, conflictos y huidas.

Ahora se preguntaba qué había movido su alocada carrera, semejante trasiego entre la cucaña y la almena. En su descargo podía alegar que no lo hizo por gusto, sino por la necesidad de mudar la triste suerte que le reservaban su oscura sangre y humilde cuna. Aunque, a decir verdad, debía reconocer no poco orgullo, pasiones desmedidas que a menudo le empujaron a dañar vidas y descalabrar honras.

Después de todo, aquella celda no estaba tan mal. Las había conocido de más baja estofa. Peores eran la reclusión en las servidumbres de su raza, la pobreza o los oficios que pretendieron endosarle. Y, sobre todo, la cárcel de su cuerpo.

En fin, a lo hecho, pecho…

Tomó la pluma, alisó el papel sobre la tablilla y trató de asentar la memoria.

Por puro sentido común, no podía hacer una lista muy larga: diez o doce personas, a lo sumo. Pasado ese número, aquello parecerían palos de ciego, sin criterio ni credibilidad.

¿A quiénes incluía o desechaba? ¿Dónde se había creado más enemigos? ¿En sus años de esclavitud? ¿En sus desempeños de sastre? ¿En sus campañas como soldado? ¿Con aquéllos a los que plantó cara o acuchilló? ¿Los cirujanos o médicos que fueron sus competidores? ¿Alguna de sus pretendidas amistades? ¿Las mujeres con quienes mantuvo relación, terminando en una cama, un pajar o un ribazo?

¿Por dónde empezar aquel examen? Inevitablemente, por el lugar donde había nacido.

«¡Ay de mi Alhama!», pensó al evocarlo, como en el romance famoso. Pues era una inmensa cicatriz, un tajo en el cogollo del reino de Granada.

Allí fue donde por primera vez su suerte se confundió con la de los moriscos. Vivía entonces fuera de la población, en el cortijo de la rica viuda doña Elena de Céspedes, con la que el amo, Benito de Medina, se había casado en segundas nupcias.

Aún no había sido bautizada. Ni siquiera tenía nombre. Sólo era una pequeña mulata de diez años, tan esclava como su madre, la negra Francisca de Medina, que atendía las cocinas.

Pero es a esa edad cuando más supuran las heridas, escuecen los temores y duelen los recuerdos.

Su vida pudo haber sido muy diferente si, en agosto de mil quinientos cincuenta y cinco, no hubiese sucedido aquello. Cuando, de pronto, terminó la niñez y cayó en el mundo.

Aquel día recibieron visita. Gentes principales de Granada. El arzobispo que venía a tomar los baños. La dueña del cortijo quiso obsequiar al ilustre invitado encargando unos sorbetes a la negra Francisca. Ésta sabía bien lo delicado de la encomienda en un día de calor. Y la envió a ella, a su niña, a la casa solariega que tenían los padres de doña Elena intramuros de Alhama, con su pozo de nieve. Le entregó unas corcheras para preservar el frío, insistiéndole en que no se entretuviese a la vuelta.

Salió la pequeña del cortijo. Pasó junto a un prado reseco donde los caballeros, imponentes, ejercitaban sus lanzas contra los estafermos, aquellos muñecos con turbante y figura de moros. Junto a una chopera, los infantes cruzaban sus espadas calzando pesadas suelas de plomo, para sentirse luego más ligeros en el combate.

Las cigarras aturdían la mañana. El sol apretaba sobre la tierra resquebrajada, diluyendo en un vaho azulado las montañas que rodeaban Alhama. Frente a ellas, la población era un estallido de vegetación, entre peñascos abismados a pico hasta el tajo excavado por el río Frío.

Bordeó sus aguas, que braveaban espumeando, al salvar el azud del molino que regentaba Pedro Hernández. Aquel labrador huraño a quien ella también evitaba. Según le habían dicho, era su padre, aunque nunca había mostrado afecto alguno por la niña. A los cristianos viejos no les gustaba reconocer sus desahogos con una esclava a la que se visita por la noche, a escondidas. Cuando la negra Francisca la apartaba de su lado y, desde la habitación contigua, conteniendo el llanto y la rabia, los oía gritar y resoplar en la cama.

El otro recuerdo que llegó a tener de él no era menos cruel. En una ocasión, Hernández encontró diezmadas sus gallinas y no paró hasta dar con el rastro de la raposa que se las mataba. Apaleó al perro que debía haberlo evitado y puso un cepo recio de muelles, afilado de dientes. Cuando saltó la trampa, se la mostró a la niña. Allí no se veía presa alguna. Sólo una pata y un reguero de sangre. El propio animal había roído su miembro, dejándolo atrapado, para salvar la vida. Supo más tarde el labrador que la raposa estaba preñada del perro, con el que se entendía. Pues encontró cachorros entreverados del uno y la otra. Los metió en un saco con piedras y los arrojó al río.

Desde entonces, la pequeña lo rehuía, desviándose para no cruzar por sus tierras. Como ahora, tomando la senda del pueblo por entre restos desguazados de trillos, arados y otros aperos de labranza. Hasta acometer la áspera cuesta encaminada a lo alto, donde la ciudad se alzaba fortalecida de muros y torres. Algo tenía de precipitada y fronteriza, lugar de paso entre Granada y Málaga. Un paisaje abocado a la defensiva, confiscado por las guerras.

Avanzó entre las casas, incrustadas de residuos moros oprimidos por la presencia en cada esquina de la impronta cristiana: nichos de santos, cruces, escudos de armas.

Las paredes encaladas echaban fuego, restallando con luz cegadora. Crujían las puertas y ventanas, chasqueando la madera reseca.

Agradeció la frescura de los emparrados junto al acueducto, que encabalgaba la plaza principal con su rumor de agua.

La casa de los Céspedes era una mansión solariega, intramuros del pueblo, bien distinta del arrabal donde se amontonaban los moros conversos. Tres de sus plantas crecían en alzada y otras dos se hundían bajo tierra, aprovechando el desnivel de la calle.

Llamó desde la entrada y esperó en el doble portal.

Acudió uno de los criados, un esclavo morisco que la quería bien y solía regalarla con dulces. Guiñó el hombre los ojos para calibrar el perfil diminuto de la niña bajo el dintel blasonado. Sonrió al reconocerla.

Tras escuchar su encargo, la guio atravesando el patio, tomó un farol y descendieron hasta el segundo sótano. Agachándose bajo las bóvedas llegaron hasta una de las grandes tinajas donde guardaban la nieve.

Los Céspedes tenían privilegio sobre ella. Podían cerrar ventisqueros en la cercana Sierra Tejeda y acopiarla para el verano. Ni siquiera pagaban el tributo que el municipio solía cobrar, destinado al encañado del agua y otros gastos concejiles. Sólo debían usarla para consumo propio, en ningún caso venderla a los forasteros de Málaga o Vélez Málaga. Podían permitírselo. Eran muy ricos.

El esclavo llenó las corcheras, subieron hasta la cocina, encajó los sorbetes, calzó la tapa, ajustándola con un trapo, y la ayudó a subir hacia la calle.

Fue al atravesar el segundo portal cuando oyeron el alboroto en la plaza y escucharon aquellos gritos:

—¡Monfíes! ¡Han sido los monfíes!

Era la primera vez que la niña oía aquel nombre. Demasiado bien llegaría a saber luego que los monfíes eran los bandidos moriscos desparramados por las sierras.

El criado y la pequeña mulata se acercaron hasta el corro de vecinos. Rodeaban a unos hombres vestidos de verde y tocados con monteras, los cuadrilleros de la Santa Hermandad que perseguía a los bandoleros. Llevaban sus ballestas terciadas a la espalda, para liberar las manos y bajar de sus mulos unos bultos envueltos en mantas.

Cuando las depositaron en el suelo, abriéndolas, un estremecimiento sacudió a la concurrencia, como un oleaje.

La niña se aproximó, colándose entre las piernas de los curiosos, hasta ver algo que nunca olvidaría: los cuerpos de tres cristianos, con las caras desolladas y los corazones sacados por las espaldas.

Sobreponiéndose al silencio y al bordoneo de las moscas sobre la sangre reseca, un cuadrillero aseguró:

—Estaban en lo más hondo de un barranco. No los habríamos descubierto de no ser por las aves que los sobrevolaban.

El alcalde examinó los cuerpos. Y alcanzó a reconocer a los alguaciles y escribanos que habían ido a cobrar los impuestos a los moriscos.

—Alguien avisó de su presencia a los monfíes para que saliesen contra ellos, cortándoles el camino, las bolsas y las vidas —afirmó.

—¿Los recaudadores hicieron noche aquí antes de subir a la sierra? —preguntó el cuadrillero.

—Sí, me pidieron posada. Quienquiera que alertase a los monfíes tuvo tiempo sobrado para ello.

Siguió un soliviantado tumulto de voces bramando contra los vecinos moriscos de Alhama, acusándolos de haber informado a sus correligionarios y bandoleros.

El clamor cundió por toda la plaza. Y el esclavo de los Céspedes entendió el peligro que corrían. Él, por su origen moro. Y la pequeña, por parecerlo, a causa de su color, de membrillo cocido.

—Tenemos que irnos de aquí —le dijo al oído.

Demasiado tarde. Ya lo señalaban con el dedo, acusándole:

—¡Quiere escapar!

Empezaron a lloverle los golpes.

Aún tuvo fuerzas el criado para indicar a la niña que se alejara hacia arriba, hacia el castillo.

Defendía Alhama una fortaleza desdentada, galleando en lo alto contra los atardeceres. Sólo era accesible a través de una senda escarpada.

Trató la pequeña de huir por ella. Pero las corcheras entorpecían sus movimientos. El camino resultaba demasiado visible. Y salieron en su persecución, creyendo que escondía algo que el morisco le había encomendado.

Conocía el lugar. Había jugado allí con otros niños. Y cuando los vio subir, buscó la mina, aquel escondrijo al que había recurrido en alguna ocasión. Un pasadizo secreto excavado por los moros para abastecerse durante los asedios. Rompía en los sótanos del castillo, horadando su suelo, y pasaba bajo el pueblo para buscar las aguas del río, en lo más hondo del tajo. Se sabía de su existencia, pero las ruinas lo cegaban. Sólo algunos niños conocían aquella entrada bajo los escombros, por los que apenas se escurrían sus menguados cuerpos.

La pequeña nunca había pasado de la boca de la mina. Ahora, oía gritar muy cerca a sus perseguidores, buscándola. Avanzó más y más por la galería, guiada por un hilillo de luz. Después, se arrastró ya a tientas, pegada al suelo, sondeando con la mano. Hasta quedar al borde de un abismo. Allí, no se atrevió a moverse. Temblaba de los pies a la cabeza.

¿Cuántas horas pasaron?

Se le hicieron interminables. Luego escuchó la voz de su madre, muy lejana, llamándola desesperada. Y tras responder y desandar el camino, oyó ruido de picos que ampliaban la boca. Alguien entró con una antorcha y fue a su encuentro.

Lo peor estaba por llegar, a su regreso al cortijo.

Sólo después sabría las razones para que ocurriese aquello. Al ver que no volvía la niña, su madre había empezado a preocuparse. Tras conocer las represalias contra los vecinos moriscos, la negra Francisca había acudido a su dueño, Benito de Medina, postrándose ante él.

Y el ama, doña Elena de Céspedes, que estaba presente, nunca le perdonó aquello. Todo en la actitud de aquella esclava negra se llenaba de sobreentendidos. Era tanto como dejar en evidencia, delante del arzobispo de Granada, que ella, la niña, la pequeña mulata, no era hija de Pedro Hernández. De ser así, en un momento de desesperación, la negra Francisca habría acudido a él instintivamente. En lugar de ello, buscó al amo. Y eso suponía declarar que Benito de Medina era el verdadero padre de la pequeña, aunque hubiera cargado a Hernández con tan dudoso honor a cambio de cederle el usufructo de uno de sus molinos. Era un precio barato comparado con toda la hacienda, que pertenecía a la dote de su mujer.

Por eso, tras ser rescatada de la mina y regresar al cortijo, se había encontrado la niña con aquellas caras tan largas.

Doña Elena de Céspedes no tardó en tramar una fría venganza.

La pequeña mulata empezó a comprender el alcance de lo sucedido cuando su madre regresó a las habitaciones de la servidumbre donde vivían. Y la abrazó, deshecha en lágrimas.

—¡Pobre hija mía!

Poco tardaron en venir a buscarla. La arrancaron de sus brazos para llevarla a la herrería.

G
AZUL

–M
antén limpias esas quemaduras. A través de sus ojos velados, la niña miró a aquel hombre ya entrado en años, de color cetrino. Flaco de complexión. Morisco, a juzgar por su acento. Y por su condición, tan esclavo como ella.

—Sé bien de lo que hablo —añadió él, señalando su propia cara.

Cuando se hubo enjugado el llanto, reparó en las heridas ya restañadas de aquel hombre. Aún podía leerse en la mejilla derecha: S
OY DE
. La inscripción continuaba en el otro carrillo: A. D
EZA
. Las letras estaban marcadas a fuego e indicaban su pertenencia a Ana de Deza, la hija que había tenido doña Elena de Céspedes en sus primeras nupcias, antes de las segundas con Benito de Medina.

—Esta es la recompensa por mis servicios. Y tú, ¿qué has hecho para que te herraran? —preguntó él.

—Nada… —gimoteó la niña.

Así era. Ella no había hecho nada. Sólo obedecer a su madre y tener aquel mal tropiezo en la plaza de Alhama. El instinto de la negra Francisca por proteger a su hija desencadenó el resto, junto con el rencor de doña Elena. Ésta había puesto a su marido dos condiciones para mantener la convivencia de bienes que los Céspedes habían aportado a la dote. La primera, alejar a la niña, desterrarla de allí, para que sirviera a su hija Ana, que se acababa de casar en Vélez Málaga.

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